AFP @ElUniversalCtg
06 de septiembre de 2013
"Llamen a Augusto, que es de los nuestros!", gritó Salvador Allende cuando el golpe de Estado ya estaba en marcha el 11 de septiembre de 1973, convencido de la lealtad del flamante jefe del Ejército. Pero Pinochet se había puesto rápidamente al frente de las fuerzas golpistas.
Víctima y victimario, las vidas de Allende y Pinochet tenían pocos puntos en común antes de aquel día aciago.
Con 58 años, Pinochet había asumido la jefatura del Ejército apenas tres semanas antes, recomendado por su predecesor, el general Carlos Prats, quien sería asesinado junto a su esposa poco meses después del golpe en Buenos Aires, por los esbirros del dictador. Allende, un médico socialista de 65 años, lo nombró en el cargo creyendo en su lealtad.
Nadie sospechaba que sería Pinochet, considerado un general mediocre, quien derrocaría a Allende, electo presidente en su cuarto intento, el 4 de noviembre de 1970, liderando la Unidad Popular, integrada por socialistas, comunistas, radicales y otras corrientes de izquierda.
"Mi padre creyó hasta el final en él, porque se lo había recomendado el general Prats. Para él tiene que haber sido tremendo enterarse de su traición", narra a la AFP su hija, la senadora Isabel Allende.
Pinochet pasó a liderar las acciones golpistas pese a que "no jugó ningún rol en la gestación del golpe y sólo se subió a él 48 horas antes", afirma a la AFP la periodista Mónica González, autora del libro "La Conjura", que narra el complot para derribar a Allende.
Años más tarde, Pinochet le asegura sin embargo a una de sus biógrafas, la periodista María Eugenia Oyarzún, que el golpe lo preparaba en secreto desde un año antes: "No cabía el error (...) teníamos que librar a la patria del caos de Allende y del cáncer marxista",
EL MÉDICO SOCIALISTA Y EL ASTUTO MILITAR
Allende llegó al gobierno con 36,3% de los votos, en su cuarta campaña presidencial, tras una vida dedicada a la política.
Nacido el 26 de junio de 1908 en el puerto de Valparaíso, 120 km al oeste de Santiago, Allende se recibió de médico y fue electo diputado a los 30 años. Luego fue ministro de Salud y más tarde llegó al Senado, donde permaneció por 25 años.
Pinochet, por su parte, fue rechazado dos veces en la academia militar y le costaba estudiar.
"Él mismo explicaba que era alguien que tenía dificultad para el estudio. Fue dos veces rechazado en la Escuela Militar, sufría de jaquecas severas cuando estudiaba en exceso, y tenía calificaciones regulares que estaban en la medianía", cuenta a la AFP el periodista Juan Cristóbal Peña, autor del libro "La secreta vida literaria de Augusto Pinochet".
Allende proclamó una vía chilena al socialismo apegada a la democracia, nacionalizó el cobre y las telecomunicaciones que estaban en manos estadounidenses e impulsó la reforma agraria, pero su gobierno fue desestabilizado por una campaña de la derecha apoyada por Washington.
Precipitada la conspiración, Pinochet supo aprovechar su oportunidad histórica y se instaló en la primera línea con una astucia y voluntad de poder que nadie le conocía.
"Desde el primer minuto se siente un recién llegado. Por su carácter, resentido, y su gran astucia, analiza desde el primer momento que no tiene complicidad con nadie y puede imponerse", dice Mónica González.
"¿Qué hace entonces un converso? Es más violento que los violentos", agrega la autora.
Nacido el 25 de noviembre de 1915 también en Valparaíso, Pinochet demostró el mismo día del golpe la crueldad que sería el sello de su dictadura.
"Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país... Y el avión se cae, viejo, cuando vaya volando", le dijo por radio a otro militar que negociaba la rendición de Allende.
Pero el mandatario socialista iba a concretar su promesa de inmolarse en defensa de la democracia, disparándose en la barbilla con el fusil que le regaló Fidel Castro.
"Tuvimos una reunión y él nos dijo: yo no soy hombre de exilio, si hay un golpe militar yo me voy directo al cementerio", recuerda a la AFP Sergio Bitar, su ministro de Minería, que le acompañaba.
"Tenía la decisión absoluta de quedarse, resistir y demostrar que un presidente de la República ejerce su mandato hasta el final", dice su hija Isabel.
LÍDER DE UNA CRUENTA DICTADURA
Victorioso, Pinochet impone su férrea dictadura y se jactaba de controlar hasta el movimiento de las hojas en Chile.
"Pinochet era consciente que era menospreciado por sus pares. Cuando asalta el poder se empeña en eliminar a quienes le podían hacer sombra", dice Cristóbal Peña.
Junto a un grupo de discípulos de Milton Friedman, impuso un modelo al extremo liberal que logró el despegue de la economía tras la privatización de empresas y servicios del Estado.
Sin embargo, Pinochet perdió un plebiscito en 1988, por medio del cual buscaba extender su dictadura hasta 1997. En 1990, le entrega el poder al demócrata cristiano, Patricio Aylwin, pero se mantiene al frente del Ejército por ocho años.
Tras dejar el Ejército, ejerció el cargo de senador vitalicio. Cubierto por esa inmunidad viajó a Londres, donde fue detenido el 16 de octubre de 1998 por orden de la justicia española por crímenes de lesa humanidad. Permaneció bajo arresto domiciliario por 503 días, hasta ser liberado por razones de salud.
A su regreso a Chile perdió influencia y los tribunales comenzaron a cercarlo.
Murió el 10 de diciembre de 2006 de un infarto, sin alcanzar a ser condenado por los crímenes que nunca reconoció: "No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto, y si fuera cierto no me acuerdo", le dijo a un juez un año antes de morir.
XIMENA ORTUZAR
ENVIADA la jornada
11 septiembre 2003
Santiago de Chile, septiembre. Augusto Pinochet irrumpió en la política chilena el 11 de septiembre de 1973. Al mismo tiempo la democracia entraba en un largo y doloroso receso. Militar gris, próximo a pasar a retiro, se sumó a última hora a la conjura para derrocar a Salvador Allende. Logrado ese objetivo, acaparó el poder e intentó perpetuarse en él.
La imagen de Pinochet en su primera aparición pública tras el golpe -gafas negras, labios apretados, brazos cruzados sobre el pecho- recorrió el mundo y dejó la impresión de un hombre decidido, de carácter fuerte, de gran liderazgo. Sin embargo, su historia personal antes de ese 11 de septiembre demuestra otra cosa. Siempre dominado, humillado a veces, consciente de su mediocridad, vio en el asalto al poder una revancha que ni siquiera planificó. Pero la aprovechó a fondo.
Alumno mediocre
Pinochet como interno hizo sus primeros estudios en un seminario, del que lo expulsaron por romper unos vidrios. Siguió su preparación en un colegio de curas, donde destacó como mal alumno. Sus compañeros de curso de aquellos años lo apodaban el burro. En 1929 aprobó a duras penas el segundo año de enseñanza media. Después debió repetir el tercero. Luego decidió entrar a la Escuela Militar, opción para escolares de bajo rendimiento en estudios tradicionales, pero fue rechazado por sus mediocres calificaciones. En 1931 Pinochet volvió a la carga y fue otra vez rechazado por la misma razón.
En 1933 logró su objetivo: ingresó a la Escuela Militar, pero siguió siendo un alumno mediocre. Alejandro Ríos Valdivia, quien fue su profesor, recuerda: "No era buen ni mal alumno. Era del montón".
Lo anterior demuestra que Pinochet siguió los consejos de su apoderado en la milicia, el general Alfredo Portales Mourgues: "Nunca seas el primero ni el último, sé siempre hombre del medio; el que pasa inadvertido es el único que llega a término en la empresa que acomete".
Después, como profesor de la misma escuela, Pinochet se destacó por su autoritarismo y mal humor. En su libro Las cien águilas, Germán Marín, quien fue su alumno, dice: "El capitán Pinochet no era mejor ni peor que cualquier oficial intermedio de la escuela, aunque se diferenciaba por exhibir uno o dos puntos más de inmisericordia cuando montaba en cólera".
El mando y la obediencia
Quienes conocieron a Avelina Ugarte de Pinochet aseguran que fue una madre autoritaria, de férreo carácter. Pinochet, el niño, le obedeció ciegamente.
A partir de los 15 años, en el ejército su vida tuvo dos variables: obedecer y mandar. Siempre obedeció y cuando debió mandar exigió obediencia total. Encaramado en el poder, sometió al país a esas reglas.
Recurrente, eligió a una mujer dominante como compañera de su vida: Lucía Hiriart. Quienes la conocen aseguran que es más autoritaria que su esposo. Alguien cercano a la pareja confió: "Hay que comprender que Augusto Pinochet fue siempre un hombre humillado. Lucía, en su simplismo, es una mujer tremendamente autoritaria. Hasta el día del golpe, el general, frente a ella, se sintió siempre minimizado."
Según el testigo, quería eternizarse en el poder, ya que comandando al país se sentía vengado de las humillaciones conyugales.
Lucía Hiriart no sólo lo empujó a asaltar el poder sino que disfrutó de éste como propio. Y lo ejerció. La rudeza de sus dichos asombraba hasta a los más duros. En 1984 dijo: "Si yo fuera jefe de gobierno sería mucho más dura que mi marido. šTendría a Chile entero en estado de sitio!"
Durante el gobierno de Allende, Pinochet, obediente y respetuoso de las jerarquías, cumplió sus deberes castrenses haciendo tiempo para ascender a general y retirarse. Era su máxima ambición.
La renuncia del jefe del ejército, general Carlos Prats González, en agosto de 1973 -forzada por la profunda crisis política del momento-, lo puso en situación inesperada: Allende lo nombró sucesor de Prats, quien ante una consulta del presidente opinó: "Pinochet no es brillante, pero es leal".
Ernesto Ekaizer, autor del libro Yo, Au-gusto, declara: "Paradójicamente, Pinochet se lo debe todo a Allende y a Prats González". Traicionó a ambos. Y murieron a causa de esa traición.
Reciclado
El tirano que asombró al mundo por la brutalidad de su régimen era tan burdo, ignorante y poco refinado que sus asesores tuvieron que "reciclarlo". Federico Willoughby, colaborador cercano y "asesor de imagen" reconoce: "Logramos hacer de Pinochet un presidente".
Y puntualiza: "Por lo menos lo conseguimos en lo formal: que se vistiera como presidente, que hablara como presidente, que tuviera dentadura de presidente. Y al cabo de un tiempo, eso era así".
Aprendió a manejarse socialmente. Se refinó. No fue fácil. Sus asesores lograron que remozara su dentadura, incluso que cambiara incrustaciones de oro por fundas de porcelana, para darle un aspecto menos vulgar.
Y le indicaron qué vestir cuando se quitaba el uniforme. Esto último ocurría muy rara vez. El apego de Pinochet a su uniforme fue una de sus características.
Según un oficial que colaboró con él por muchos años, "Pinochet se atrinchera detrás del uniforme. Cada vez que se lo pone, se transforma. La gorra cinco centímetros más alta y los zapatos con tacones de unos centímetros más de lo normal, pese a que él no es bajo, parecían darle seguridad y le permitían ubicarse, incluso físicamente, en situación de superioridad".
Comenta Willoughby: "No exagero al decir que al general tuvimos que enseñarle a hablar. Recuerdo que para nosotros una de las tareas más difíciles fue convencerlo de que no debía improvisar". Porfiado, Pinochet improvisaba.
En junio de 1975, mientras la junta militar hacía saber al mundo que permanecería en el poder "sólo el tiempo necesario para reinstaurar el orden" en el país sudamericano, Pinochet declaró: "Yo me voy a morir. El que me suceda también tendrá que morir. Pero elecciones no habrá". Y en otra ocasión vaticinó: "Seré recordado como emperador romano".
Durante un encuentro con estudiantes universitarios, accedió a escuchar algunas inquietudes. El vocero estudiantil: "General, nosotros pensamos..." Pinochet interrumpió tajante: "A la universidad no se viene a pensar, sino a estudiar! Y si les so-bra tiempo, hagan deportes."
En ocasión de satanizar a la izquierda explicó: "Yo sé que el marxismo-leninismo es una teoría diabólica. Lo sé por mis estudios: leo 15 minutos diarios."
El traidor
Enterado de los planes golpistas, Pinochet dudó, vaciló y seguramente temió participar en ellos. El 9 de septiembre de 1973, a las 19 horas, apenas 36 antes del golpe para derrocar a Allende, se plegó a los golpistas. Así lo confirman los testimonios de otros conspiradores.
Lo hizo porque sus pares de las otras tres armas le advirtieron que el golpe iba, con o sin él. Lucía, a su vez, lo increpó por su indecisión que haría de sus nietos "esclavos del yugo comunista" que, advertía, se cernía sobre Chile.
A las 6 de la mañana del 11, ya estaba en uniforme de combate y con gafas negras. En la central de telecomunicaciones del ejército, situada en el sector suroriente de Santiago, a varios kilómetros de La Moneda, instaló su puesto de mando.
Como se demuestra en los diálogos sostenidos por Pinochet y el almirante Patricio Carvajal, jefe del estado mayor conjunto de las fuerzas armadas, quien esa mañana entró en tanque al palacio de La Moneda, y con el general Gustavo Leigh, comandante en jefe de la aviación, quien ordenó el bombardeo de ese palacio, apostado en el sector oriente de Santiago, Pinochet había experimentado un viraje total: el indeciso y dubitativo militar se había transformado en el más enconado partidario del golpe.
Esos diálogos, grabados y transcritos, publicados en el libro Interferencia secreta, muestran a un Pinochet tan feroz e implacable que sus dos camaradas aparecen ahora como "blandos".
Pablo Azócar, autor del libro Pinochet, epitafio para un tirano, dice: "Súbitamente Pinochet había cambiado de bando, y los nombres de sus enemigos. Así como en el plano militar se refocilaba con arengas contra peruanos, bolivianos y argentinos, en el plano político durante un tiempo fueron los fascistas y los conservadores; durante los 17 años de su mandato, los comunistas, los políticos, los curas, los sindicalistas."
Consumado el asalto a La Moneda, acaparó para sí todo "mérito" del golpe, rescribió la historia y relegó a sus camaradas de armas a un plano secundario. Los sacó de escena cuando le estorbaron en su afán de perpetuarse en el poder.
Esa mañana del 11 de septiembre de 1973, advertido del alzamiento uniformado y ante la ausencia de Pinochet, el presidente Allende comentó, preocupado: "Dónde estará el general Pinochet? Tal vez lo han detenido".
En su refugio a varios kilómetros de La Moneda, Pinochet vociferaba: "Nada de diálogo, exíjanle a Allende rendición incondicional. Ofrézcanle un avión para él y su familia para rirse donde quiera. ¡Y en el camino ese avión se cae!"
Peter Kornbluh
10.09.2008
ciperchile
Un registro de conversaciones hasta hoy inéditas entre Richard Nixon y Henry Kissinger para impedir que Allende asumiera el poder en 1970, y otro cuando sólo faltaban semanas para el Golpe de Estado, revela nuevos detalles de cómo ambos se empecinaron en derrocar el gobierno de la Unidad Popular, al punto de decir: El gran problema hoy en día es Chile. Entre las novedades figura la noticia que le da Kissinger a Nixon: Agustín Edwards ha huido y llega aquí el lunes. Me voy a reunir con él el lunes…
Treinta y cinco años después del Golpe de Estado en Chile, apoyado por Estados Unidos, transcripciones recientemente desclasificadas de las conversaciones del entonces consejero de seguridad nacional de Estados Unidos Henry Kissinger con el director de la CIA Richard Helms, el Secretario de Estado William Rogers y especialmente con el Presidente Richard Nixon, revelan nuevos episodios sobre la trama interna de cómo su administración preparó la desestabilización del primer gobierno socialista elegido democráticamente en el mundo.
Si el 15 de septiembre de 1970, cuando Nixon ordenó a la CIA “evitar que Allende asumiera el poder, o lo derrocara”, era considerado el punto de partida para las operaciones encubiertas de Estados Unidos que contribuyeron al derrocamiento del gobierno de Salvador Allende, estas nuevas revelaciones cambian el mapa de la operación.
Según estas transcripciones, Nixon y Kissinger iniciaron sus planes para revertir los resultados de las elecciones chilenas tres días antes. Al mediodía del 12 de septiembre de 1970, Kissinger llamó a Helms para agendar una reunión urgente del “Comité 40”, un grupo de alto rango que supervisaba las operaciones encubiertas del gobierno de los Estados Unidos. Aproximadamente 35 minutos más tarde, en medio de un informe verbal que se le entregaba a Nixon sobre un secuestro de avión con rehenes en Amman, Jordania, Kissinger le dijo al Presidente: El gran problema hoy en día es Chile.
Esa transcripción revela cómo el Presidente de Estados Unidos concentró su atención en los esfuerzos por impedir el arribo al poder de Allende. En esa llamada, Nixon exigió ver todas las instrucciones que se le enviaban al embajador de EE.UU. en Santiago, Edward Korry. Al punto de ordenar que el Departamento de Estado fuera alertado de que él quería ver todos los cables enviados a Chile.
–Quiero una evaluación sobre las opciones disponibles -le dijo Nixon a Kissinger.
Cuando Kissinger le respondió que la posición del Departamento de Estado era la de permitir que Allende asumiera el poder y entonces ver lo que se podía hacer, Nixon inmediatamente vetó esa idea. ¿Igual como ocurrió con Castro? ¿Cómo ocurrió en Checoslovaquia? La misma gente dijo la misma cosa. No permitas que lo hagan, instruyó el Presidente.
En esa conversación, Kissinger y Nixon también hablaron sobre Agustín Edwards, el empresario y dueño del diario El Mercurio.
–Agustín Edwards ha huido –le informó dramáticamente Kissinger al Presidente-, y llega aquí el lunes. Me voy a reunir con él el lunes para conocer su versión de la situación.
–No queremos que se filtre un gran artículo respecto de que estamos tratando de derrocar al gobierno –respondió Nixon.
El Secretario de Estado William Rogers, a quien Nixon y Kissinger en buena parte excluyeron de las deliberaciones sobre Chile, era igualmente sensible a esa posibilidad. La transcripción de su conversación con Kissinger dos días después refleja el nivel de preocupación del Departamento de Estado sobre la posibilidad de que Washington pudiera ser descubierto en su intento de subvertir la democracia electoral en Chile. En su conversación del 14 de septiembre, Rogers predijo con precisión: Sea lo que sea que hagamos, probablemente terminará muy mal. También le sugirió a Kissinger encubrir el rastro documental sobre las operaciones estadounidenses para asegurar que el registro documental no se vea mal.
–Mi sensación -y creo que coincide con la del Presidente- es que debemos incentivar un resultado diferente al de [referencia censurada], pero debemos hacerlo tan discretamente que no nos salga el tiro por la culata –le concedió Rogers a Kissinger.
La conversación continúa:
Kissinger: La única duda es cómo se define “el tiro por la culata”.
Rogers: Que nos descubran haciendo algo. Después de todo lo que hablamos sobre elecciones, si la primera vez que un comunista (sic) gana una elección, Estados Unidos intenta impedir que el proceso constitucional tome su curso, nos vamos a ver muy mal.
Kissinger: El Presidente opina que se debe hacer todo lo posible para evitar que Allende asuma el poder, pero a través de canales chilenos y con un bajo perfil.
El informe de un comité especial del Senado de EE.UU. que a mediados de los ‘70 investigó las operaciones encubiertas de la CIA en Chile, no citó estas transcripciones secretas, a pesar de que son el registro de las primeras conversaciones sustanciales entre Nixon y Kissinger sobre cómo impedir que Allende asumiera el gobierno.
En entrevistas con dos miembros de ese comité del Senado que redactaron ese informe –Acciones Encubiertas en Chile,1963-1973-, ninguno recordaba haber visto estos dramáticos documentos, que incluyen una conversación hasta ahora desconocida entre el Presidente Nixon y su Consejero de Seguridad Nacional, Kissinger, respecto de las posibilidades de derrocar a Allende, sólo diez semanas antes del Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
La búsqueda de los Telcons
En los días posteriores a la estrecha elección de Salvador Allende como Presidente de Chile el 4 de septiembre de 1970, Henry Kissinger sostuvo una serie de conversaciones telefónicas urgentes sobre “cómo hacerlo” en Chile.
No permitiremos que Chile se vaya por el alcantarillado, le dijo Kissinger en una de esas llamadas al director de la CIA, Richard Helms. Estoy contigo, le respondió Helms.
Fue el 15 de septiembre, durante una reunión de 15 minutos en la Casa Blanca a la que asistió Kissinger, cuando el Presidente Nixon instruyó al director de la CIA, Richard Helms, de que la elección de Allende era inaceptable. Fue entonces que ordenó a la agencia actuar con su ya conocida frase hay que hacer gritar a la economía para salvar a Chile, como lo registró Helms en sus apuntes.
La CIA lanzó una campaña masiva de operaciones encubiertas –primero para impedir que Allende asumiera el gobierno, y cuando esa estrategia fracasó, para minar su gobernabilidad. Nuestra principal preocupación en Chile es la posibilidad de que [Allende] se consolide, y que su imagen ante el mundo sea su éxito, dijo Nixon ante su Consejo de Seguridad Nacional el 6 de noviembre de 1970, dos días después de que Allende iniciara su gobierno.
Las transcripciones de estas conversaciones telefónicas, conocidas como telcons, fueron creadas originalmente por Kissinger, quien grababa secretamente las llamadas que hacía y recibía (y luego pedía a su secretaria transcribirlas) mientras estaba en el gobierno. Cuando Kissinger dejó la Casa Blanca en enero de 1977, se llevó más de 30 mil páginas de transcripciones, aduciendo que eran “documentos personales”, y los usó selectivamente para escribir sus memorias.
En 1999, la organización National Security Archive inició acciones legales para obligar a Kissinger a devolver estos registros al gobierno. A solicitud del analista del Archivo, William Burr, los telcons sobre las crisis de política exterior de comienzos de los ‘70, incluyendo cuatro conversaciones desconocidas sobre Chile, fueron desclasificados recientemente por la Biblioteca Presidencial de Nixon.
El “Tanquetazo” hace vibrar a Nixon
Hasta el momento, la desclasificación de los telcons de Kissinger no ha entregado mucha evidencia de conversaciones telefónicas sobre Chile mientras se desarrollaban las operaciones de la CIA para desestabilizar a Allende en los años que siguieron. Pero a las 11 de la mañana del 4 de julio de 1973, la grabadora clandestina de Kissinger captó otra conversación hasta ahora desconocida con el Presidente Nixon.
Menos de una semana después de un abortado Golpe de Estado en Santiago –el tanquetazo del 29 de junio-, Nixon llamó a Kissinger desde su casa de veraneo en San Clemente, California, para hablar sobre Allende y las perspectivas de un pronto derrocamiento de su gobierno.
Nixon: Sabes, creo que ese tipo chileno podría tener algunos problemas.
Kissinger: ¡Ah, tiene tremendos problemas! Definitivamente tiene tremendos problemas.
Nixon: Si sólo el Ejército pudiera lograr tener el respaldo de alguna gente.
Kissinger: Y ese golpe la semana pasada, no tuvimos nada que ver con él, pero igual, parece que salió prematuramente.
Nixon: Es cierto, y el hecho de que haya conformado un gabinete sin militares es, pienso yo, muy significativo.
Kissinger: Es muy significativo.
Nixon: Muy significativo porque esos tipos militares allá son bien orgullosos y tal vez ellos… ¿Cierto?
Kissinger: Sí, pienso que él está definitivamente en problemas.
Sólo diez semanas más tarde, los militares efectivamente derrocaron a Allende en un sangriento Golpe de Estado. El 15 de septiembre de 1973, Nixon llamó a Kissinger nuevamente. Se lamentaron sobre lo que Kissinger calificó como los diarios llorones y la sucia hipocresía de la prensa por concentrarse en la represión de los militares chilenos y las condenas al rol jugado por Estados Unidos. En este telcon, que fue desclasificado en mayo de 2004, Nixon señala:
–Nuestra mano se mantiene oculta en esto.
Y Kissinger replica:
No lo hicimos nosotros… Quiero decir, les ayudamos. [Censurado] creó las máximas condiciones posibles… En la era de Eisenhower, seríamos considerados héroes.
*Peter Kornbluh dirige el Proyecto de Documentación sobre Chile en el National Security Archive en Washington, D.C. y es autor del libro “Pinochet: Los Archivos Secretos”
Pascale Bonnefoy
17 de oct de 2017
SANTIAGO DE CHILE — Un viejo teléfono de disco suena insistentemente.
Los visitantes de la nueva exposición en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago que levantan el auricular escuchan a dos hombres quejándose amargamente por los lamentos de los medios liberales sobre el golpe militar que había derrocado a Salvador Allende, el presidente socialista de Chile, cinco días antes.
“Pero no se nota nuestra participación esta vez”, dice uno.
“Nosotros no lo hicimos”, responde el otro. “Es decir, los ayudamos”.
La conversación tuvo lugar un domingo de mañana, en septiembre de 1973, entre el expresidente Richard Nixon y su asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger. Ambos estaban hablando de fútbol… y del violento derrocamiento de un gobierno elegido democráticamente a 8000 kilómetros de donde estaban ellos.
Para la exposición, dos actores hispanohablantes recrearon la llamada telefónica grabada con base en una transcripción desclasificada.
La oportunidad de escuchar la llamada es parte de “Secretos de Estado. La historia desclasificada de la dictadura chilena”, una exposición que ofrece a los visitantes una experiencia envolvente de la intervención de Washington en Chile y su relación de diecisiete años con la dictadura militar del general Augusto Pinochet.
Un documento ampliado e iluminado dramáticamente establece el tono de la muestra en la entrada. Es un informe presidencial con fecha del 11 de septiembre de 1973, el día del golpe. Sus párrafos están censurados por completo; cada palabra ha sido oscurecida.
Una galería subterránea iluminada con sutileza guía a los visitantes a través de un laberinto de documentos —informes presidenciales, reportes de inteligencia, cables y memorandos— que describen operaciones secretas y reuniones de inteligencia llevadas a cabo en Chile por parte de Estados Unidos desde los años de Nixon hasta la presidencia de Reagan.
“Hay una arco narrativo que es muy dramático cuando juntas estos documentos”, dijo Peter Kornbluh, el curador de la exposición, analista sénior en el Archivo de Seguridad Nacional en Washington y director de su Proyecto de Documentación de Chile. “Han proporcionado revelaciones y han sido titulares; han sido utilizados como evidencia en acusaciones de derechos humanos y ahora están contribuyendo al veredicto de la historia”.
En la exposición están a la vista documentos que revelan intercambios secretos acerca de cómo prevenir que el Congreso de Chile ratificara la victoria de Allende en 1970, planes de operaciones encubiertas para desestabilizar su gobierno e informes acerca de un oficial militar chileno que informaba al gobierno estadounidense del próximo golpe y también pedía ayuda.
Hay un cable de la CIA a sus funcionarios en Santiago después de una operación fallida en octubre de 1970 para evitar que Allende tomara el cargo, lo cual hizo ese noviembre. La CIA proporcionó armas para el plan, lo cual dio como resultado el asesinato del comandante en jefe del ejército, el general René Schneider, y la agencia después envió dinero para ayudar a algunos de los conspiradores a escapar del país.
“La estación ha hecho un trabajo excelente de guiar a los chilenos a un punto hoy en día en el que una solución militar es por lo menos una opción para ellos”, dice el cable, en el que se elogia a los oficiales, aunque su complot fue frustrado.
La exposición incluye solo una pequeña muestra de los 23.000 documentos acerca de Chile que la administración de Clinton desclasificó entre 1999 y 2000 en respuesta a las peticiones internacionales de evidencia relacionadas con los crímenes de Pinochet. El antiguo dictador chileno fue arrestado en Londres en octubre de 1998 y esperó su extradición a España para enfrentar un juicio por cargos de violaciones a los derechos humanos durante su mandato.
Puesto que muchos otros países europeos también buscaron la extradición de Pinochet con base en el principio de la jurisdicción universal, Kornbluh, el curador, dirigió una campaña para convencer a la Casa Blanca de publicar registros clasificados que podrían servir en un posible juicio contra Pinochet.
Documentos sobre Chile de 1968 a 1991 provenientes de siete agencias gubernamentales estadounidenses, algunos de ellos fuertemente censurados, se publicaron como parte del Proyecto de Desclasificación de Chile del Departamento de Estado de Estados Unidos. La mayoría se desclasificó meses después de que Pinochet fuera enviado a casa desde Londres por razones humanitarias, pero aún a tiempo para contribuir con nuevas investigaciones judiciales en Chile.
Los registros de la exposición también describen a Pinochet, rastrean la información de inteligencia en torno a la represión brutal patrocinada por el Estado y detallan cómo el gobierno de Reagan dejó a Pinochet a su suerte en 1988, pues temían una mayor radicalización de la oposición.
“Estos documentos nos han ayudado a reescribir la historia contemporánea de Chile”, dijo Francisco Estévez, director del museo. “Esta exposición es una victoria en la lucha contra el negacionismo, los esfuerzos de negar y relativizar lo sucedido en dictadura”.
El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos abrió en 2010 durante el primer periodo de la presidenta Michelle Bachelet y ofrece una reconstrucción cronológica del gobierno de diecisiete años de Pinochet a través de artefactos, grabaciones, cartas, videos, fotografías, obras de arte y otros materiales. Cerca de 150.000 personas visitan el museo cada año y un tercio de ellos son grupos de estudiantes, dijo Estévez.
El Archivo de Seguridad Nacional donó una selección de 3000 documentos desclasificados al museo hace varios años, mientras que el Departamento de Estado proporcionó al gobierno chileno copias de toda la colección. Sin embargo, los chilenos casi no los han visto.
“Ver en un pedazo de papel, por ejemplo, que el presidente de Estados Unidos haya ordenado a la CIA que derrocara como medida preventiva a un presidente democráticamente electo en Chile todavía es sorprendente”, dijo Kornbluh. “La importancia de tener estos documentos en el museo es que las nuevas generaciones de chilenos en realidad los vean”.
Un gaucho de cada pueblo
Nicolás Vidal / Revista De Cabeza
Ya lo tiene todo decidido cuando entra con los demás jugadores al Edificio Diego Portales. Desde ahí opera la Junta Militar. La Moneda está destrozada. Van todos en fila, junto a Carlos Caszely están Elías Figueroa, Alberto Quintano, Carlos Reinoso, Osvaldo Castro y el resto del plantel que parte al Mundial de Alemania en 1974. El país está controlado, no hay prensa, no hay voz, no hay nada salvo el terror; los que osan levantar la mirada caen inmediatamente en la mira del fusil.
Tal vez a alguno de ellos se le pasa por la cabeza el vergonzoso partido con los fantasmas de la Unión Soviética, en ese estadio ensangrentado, que les permitió entrar caminando al Diego Portales para ese homenaje y despedida. Pero a Carlos no; él no puede pensar en otra cosa. “Chile sabe también los problemas que van a tener que afrontar en Europa, porque la calumnia y la mentira ha llegado a cambiar la mentalidad de muchos europeos que no saben ni conocen lo que efectivamente está sucediendo en Chile”, les dice el Presidente, en medio de un discurso donde les deja claro que representan en todo momento a la patria. Terminadas las palabras de cortesía, el General inicia su recorrido por el salón, con una sonrisa, tal vez disfrutando con los ojos atemorizados de esos ídolos que ahora le estrechan la mano. ¿Cuántos presidentes han despedido a una selección chilena antes de un Mundial? Cada día, a trazos largos y profundos, va tatuando su nombre en la Historia. Y éste es otro paso adelante.
El General avanza recibiendo el saludo de los mejores futbolistas del país. La vista de Carlos se mantiene fija en los edecanes. Escucha el golpe de los tacones contra el suelo. Sabe que las armas que sostienen entre sus manos –sin seguro–, son usadas con frecuencia. Su mente reproduce la imagen de los soldados nazis del Diario de Ana Frank. Siente una gota gruesa que avanza por su espalda como un torrente.
Sólo el miedo puede hacer que el estómago se apriete de esa manera. Trata de respirar profundo, de mantener la compostura, aprisionando la mano derecha con la izquierda, para que no vaya a escaparse. Percibe que viene, que el General se aproxima, hasta que lo tiene frente a él. Deja las manos inmóviles detrás de su espalda. Nota el desbarajuste, la humillación, la ira contenida en la mirada del Dictador, mientras su mano huérfana queda suspendida en el aire. Tanto es el miedo que cierra los ojos para que todo termine rápido. Cuando los abre, Augusto Pinochet ya ha pasado, ya saluda a otro crack. Sigue avanzando, haciéndose el desentendido, como si nada hubiera pasado. Pero pasó, Carlos Caszely y todo el plantel saben perfectamente lo que sucedió.
Ni siquiera había que dar la orden: de esto no se habla. Pero un periodista de La Segunda trató de hacerse el simpático con el Régimen y publicó la nota en un tono acusatorio: miren cuán deleznable es este jugador comunista, que incluso fue capaz de negarle el saludo al Presidente.
Bastó esa mención, ese pequeño error no forzado –que, por supuesto, le costó el trabajo a su autor– para que medio Chile empezara a hablar en voz baja de la osadía del crack. El mejor jugador del país, junto a Elías Figueroa, había sido el primero en humillar al Dictador.
El gesto no fue azaroso, no fue una ocurrencia de último minuto. La figura de Caszely se ligaba, indiscutiblemente, con el derrocado gobierno de Allende. Nunca ocultó su respaldo a la Unidad Popular. En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 apoyó públicamente a Gladys Marín en su campaña como candidata a diputado. Lo mismo hizo con Volodia Teitelboim, que postulaba al Senado. Ambos, comunistas, fueron electos.
Un periodista de La Segunda trató de hacerse el simpático con el Régimen y publicó la nota en un tono acusatorio: miren cuán deleznable es este jugador comunista, que incluso fue capaz de negarle el saludo al Presidente. Bastó esa mención, ese pequeño error no forzado –que, por supuesto, le costó el trabajo a su autor– para que medio Chile empezara a hablar en voz baja de la osadía del crack. El mejor jugador del país, junto a Elías Figueroa, había sido el primero en humillar al Dictador.
No resulta exagerado, entonces, afirmar que Caszely era el jugador del pueblo, símbolo del primer gobierno socialista elegido democráticamente en el mundo. Fue la gigura indiscutida de Colo–Colo, que se hizo más popular por la tremenda campaña en la Copa Libertadores de 1973, y que tuvo al país entero pendiente de cada partido, olvidándose por unas horas del brutal cisma que se aproximaba. Hay quienes afirman que esa campaña de Colo–Colo consiguió retrasar el Golpe de Estado en unos meses. Incluso para los militares, no tenía sentido hacer algo así mientras el país vibraba con los goles del Rey del Metro Cuadrado y los desbordes del Pollo Véliz.
La conquista de esa Copa Libertadores, indudablemente, sería un símbolo tremendo para la revolución de Allende. Qué mejor premio para el pueblo que la primera copa de su historia. Y Carlos Caszely hizo el gol del título. El 29 de mayo de 1973, Colo-Colo jugaba la final de vuelta de la Copa Libertadores en el Estadio Nacional, contra Independiente de Avellaneda. Habían empatado a uno en Buenos Aires; el que ganaba ese partido sería campeón. Recibió un centro desde la izquierda –no podía ser de otro lado–, la paró en el área y definió con tranquilidad. Salió celebrando como un loco, casi tocando la Copa, pero a los pocos segundos escuchó el fatídico pitazo del árbitro brasileño. Había cuatro defensas habilitándolo, pero el gol fue anulado. Se acabó el sueño. Les robaron el título, que después terminarían perdiendo en un tercer partido definitorio. Ilegítimamente, les quitaron la ilusión que se habían ganado en la cancha. Lo mismo sucedería, pocos meses después, con la Unidad Popular, el otro sueño de Caszely.
LA TORTURA DE SU MADRE, COMO VENGANZA
En invierno oscurece temprano. El cielo está negro desde hace unas cinco horas. No hay luna. Un sitio eriazo, próximo a Vicuña Mackenna, en los alrededores de Tres Álamos, campamento de presos políticos de la dictadura. A pocas cuadras, paradójicamente, de donde se construiría, muchos años después, el Estadio Monumental. Hay un cuerpo tirado, inmóvil. Al parecer, se trata de una mujer. A medida que se acercan, quebrando la oscuridad con sus linternas, pueden distinguirla con mayor claridad. Con júbilo, notan que se mueve. Iluminan su rostro: es Olga. La abrazan, algunos lloran. Entre quienes la encuentran no está Carlos, sino algunos familiares y amigos que la llevaban buscando sin resultado desde las ocho de la mañana en comisarías, hospitales, incluso en la morgue. Olga es la madre de Caszely. Fue torturada sin contemplaciones durante todo el día. Tiene el cuerpo destrozado. Hay marcas de golpes, quemaduras, cortes, laceraciones, pero las heridas más profundas, las que permanecen para siempre en el alma torturada, serán muy difíciles de sanar.
Carlos está en Alemania, jugando el Mundial de 1974 con la roja en el pecho. Ignora, no se imagina lo que pasa con su madre en Chile cuando juega con Alemania Federal y se convierte en el primer jugador expulsado en la historia de los mundiales. Después de recibir la vigésima patada de Berti Vogts –quien, paradójicamente, en el Mundial de Argentina 78, declararía: “Argentina es un país donde reina el orden. Yo no he visto a ningún preso político”–, le pega de vuelta y le muestran la tarjeta roja. Sólo se entera que su madre ha sido detenida y torturada cuando vuelve, derrotado, después de jugar el Mundial.
Indudablemente, son los peores días de su vida. Sin embargo, tiene la “suerte” que no todos tuvieron: pudo hablar con su madre sobre lo que le había pasado. Dolorosa, brutal, pero al menos Carlos tiene su verdad. Es el primer paso. Para ese entonces, ya juega en el Levante, en la Segunda División española, y se la lleva a vivir allá.
En Chile, mientras tanto, El Mercurio y La Segunda se dan un festín con su drama en el Mundial. Lo acusan de hacerse expulsar para perderse el partido contra Alemania Democrática, cumpliendo una supuesta orden del comunismo internacional.
Pero el Rey del Metro Cuadrado prefiere enfocarse en la pelota, y se transforma en goleador y figura indiscutida del Levante, que después lo transfiere al Espanyol de Barcelona multiplicando su precio por diez. Es la única forma de seguir adelante, de olvidarse por un momento lo que Augusto Pinochet hizo con su madre por haberle negado el saludo aquella tarde en el Edificio Diego Portales.
La maleta está hecha. Carlos ya tomó once en su departamento de la calle Sarriá, en Barcelona. Hace pocas horas jugó por el Espanyol en el estadio Sarriá, a escasas cuadras de su departamento. Siempre le ha gustado vivir cerca de los estadios donde le toca jugar. Como es su costumbre, marcó un gol. Se detiene un momento a ver los pasajes del avión que lo llevará a Chile. Los compró él. No es cualquier viaje: vuelve a jugar por la selección chilena. Lo llamaron para las eliminatorias del Mundial de 1978. Comparten el grupo con Ecuador y Perú –que tiene el equipazo de Cubillas y Oblitas–, pero Carlos está confiado porque tiene por costumbre anotarle a los del Rímac.
Ya queda poco para partir a El Prat; ahí tomará el vuelo a Madrid, donde hará el puente aéreo para Santiago. Si hay algo que disfruta, es ponerse la camiseta de Chile. Y si hay algo que espera desde hace mucho tiempo, es una revancha con la Roja.
Suena el teléfono. A lo lejos, entrecortada, casi escapándose, se escucha la voz del entrenador de la selección, Caupolicán Peña. “No estás citado, Carlos. Lo siento mucho, pero no puedes venir”. No es mucho más lo que puede escuchar porque la comunicación se corta. El fútbol, como todo, ha sido intervenido. Preside la Asociación Central el general Eduardo Gordon, que se encarga personalmente de coordinar la marginación de Caszely. “Nunca me lo imaginé. No me lo esperaba. No pensé que existiera gente con la mente tan estrecha”, recuerda Carlos, 37 años después.
El resto está en los libros: Chile quedó fuera del Mundial del 78. No pudo ganarle de local a Perú y después perdió 0–2 en Lima. Al frente estaba uno de los mejores equipos que han tenido los peruanos, pero vale la pena preguntarse si esa historia habría cambiado con el Chino Caszely en la cancha.
Sin embargo, según cuenta Carlos, ese fue sólo uno de los múltiples obstáculos políticos que enfrentó en su carrera. “Alguna vez me quiso el Real Madrid, de eso estoy seguro. Cuando todavía jugaba en Chile. Me habían seguido un año entero y estaban a punto de ficharme, pero cuando supieron que apoyaba a la Unidad Popular y se echaron para atrás. Me lo confirmó un compañero del Levante que antes había jugado en el Madrid”.
Muchos años después, para la Copa América de 1983, volvió a ser vetado en la selección chilena. El técnico, Luis Ibarra, tenía decidido llamar al Chino. Incluso había hablado con él. Pero otro presidente de la Asociación Central designado por los militares –Rolando Molina– intervino a último minuto y le ordenó a Ibarra dejar sin efecto la convocatoria. Después, Molina reconocería el veto, pero escudándose en la edad del goleador (33 años). Esa Copa América, Chile quedó eliminado en primera ronda.
VOLVER PARA AYUDAR AL CAMBIO
Las lesiones le habían quitado algo de continuidad, pero aun así, el Rey del Metro Cuadrado jugaba en la primera división española en una época donde no cualquiera cruzaba el Atlántico, mucho antes de que la Ley Bosman abriera las fronteras europeas a miles de jugadores extranjeros. Y ganaba cifras, como ahora, absolutamente inalcanzables para un club chileno. “Un día me llamaron de Colo–Colo, me dijeron que estaban en crisis, en un pésimo momento. Me pidieron que volviera”, cuenta el Chino. “Y yo dije: ¿Dónde hay que firmar?”.
Volvió a vestirse de blanco el segundo semestre del 78. Salió trigoleador del campeonato nacional el 79, 80 y 81, y le dio a Colo–Colo los campeonatos del 79, 81 y 83. Cuando le preguntan si se arrepiente de haber vuelto a Chile tan temprano responde: “El aplauso generoso de la gente no tiene comparación con el dinero”.
Hay algo indiscutido, entonces: Caszely vuelve a Chile porque su equipo lo necesitaba. Sin embargo, no es aventurado agregar que también volvió para estar cerca de la selección y torcerle la mano al veto de la dictadura. En esos tiempos, aunque incomprensible, no era tan difícil dejar fuera a un jugador que estaba tan lejos. Pero hacerlo cuando reventaba a goles los arcos chilenos todas las semanas, cuando repletaba estadios, cuando su nombre estaba en la punta de la lengua de todo el país, era otra cosa.
No podían dejarlo fuera. Volvió para jugar la Copa América de 1979. Chile llegó a la final y el Chino fue elegido el mejor jugador del campeonato. Y después clasificaría junto a la selección al Mundial de España 1982 (lo que sigue a continuación, la historia del penal perdido y la temprana eliminación, es tan conocida que llegó a transformarse en un lugar común).
“Me lo dijo personalmente un director de la Dinacos (División de Comunicación Social de la dictadura): no es conveniente hablar mucho del señor Caszely. Me ponían sólo cuando hacía goles, pero apenas una notita para la estadística. Claro, tenían que poner quién hizo los goles, no los había hecho un fantasma, aunque eso les hubiera gustado a ellos. Por eso me decían el Resorte: me trataban de aplastar, aplastar y aplastar, hasta que hacía un par de goles y ¡pum! saltaba y me tenían que nombrar de nuevo”.
Volvemos al Mundial del 74. Como decíamos, en El Mercurio y La Segunda lo acusaron de haberse hecho expulsar para perderse el partido contra Alemania Democrática, cumpliendo una orden del comunismo internacional. Abundan las cartas al director en ese sentido, firmadas bajo nombres incomprobables y cédulas de identidad de cifras imposibles, según cuenta Carlos. “Todo el mundo sabía que las cartas eran falsas. Y era tal la impunidad con que se manejaban estos tipos, que eran montajes muy mal hechos. Nada les importaba, se sentían intocables”.
11 de marzo de 1980. Argentinos Juniors vino a Chile a jugar un partido amistoso contra Colo–Colo. En el equipo argentino ya era figura y capitán un joven de 20 años llamado Diego Armando Maradona. El partido se transmitía en colores, por Televisión Nacional. Las ochenta mil personas que desbordaban el Estadio Nacional veían el saludo e intercambio de banderines entre los capitanes Maradona y Caszely. Sin embargo, la transmisión oficial enfocaba a otro lado, se fijaba en un niño que movía una bandera mientras su padre pelaba un maní tostado. La potencia del saludo entre esos dos subversivos era suficiente como para ignorarlos.
Jugaban Colo–Colo e Iquique en el estadio Tierra de Campeones. Televisión Nacional transmitía el partido y el reportero en cancha comenzó una nota con el árbitro. Le preguntó por el partido, por su carrera, sus principales recuerdos; tal vez improvisando, lo interrogó hasta por su familia y sus eventuales sueños frustrados de ser futbolista.
Ni el reportero ni el árbitro estaban preparados para una entrevista así de larga, pero la orden venía de arriba: mientras durara el homenaje que le hacían a Carlos Caszely, no podían enfocar ni hablar de otra cosa que no fuera el árbitro.
El Estadio Nacional está abarrotado, miles ocupando las escaleras, otros tantos apretujados contra la reja que separa al publico de la cancha. “El estadio nunca había estado tan lleno como ese día. Había más de 90 mil personas”. La transmisión del evento, el 12 de octubre de 1985, ha sido prohibida por la dictadura. No hay cámaras que muestren las pancartas de las Juventudes Comunistas que abundan en el lado norte. Tampoco los enfrentamientos con Carabineros.
Sólo está presente la Radio Cooperativa, la única que se atreve a transmitir en directo la despedida del fútbol de Carlos Humberto Caszely. Colo–Colo enfrenta a un combinado de estrellas de Sudamérica. En la radio no pueden mostrar las pancartas de las Juventudes Comunistas, pero sí reproducen el audio del estadio completo cantando: “¡Y va a caer! ¡Y va a caer!”.
La despedida del fútbol del goleador histórico de la selección chilena se ha transformado en el acto político más potente de oposición a la dictadura de Augusto Pinochet.
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El set de grabación está listo. Los productores ya hicieron su trabajo. Las cámaras están instaladas. Las luces, encendidas. Todo limpio, todo dispuesto. Una señora vestida con una blusa blanca, y que no deja de jugar con sus manos, está sentada en un sillón de color café. Como tantas otras mujeres, está dispuesta a dar su testimonio para la franja televisiva de la campaña que llama a votar NO a la dictadura. “Yo fui secuestrada en mi hogar y llevada a un lugar desconocido con la vista vendada, donde fui torturada y vejada brutalmente. Fueron tantas las vejaciones que ni siquiera las conté todas, por respeto a mis hijos, a mi esposo, a mi familia; por respeto a mí misma. Las torturas físicas las pude borrar, pero las torturas morales no creo que las borre tan fácil, no se me pueden olvidar”.
Enseguida, la cámara se levanta y enfoca a Carlos Caszely, de pie junto a la mujer. Han sido cuidadosos. Detrás de su pelo crespo se observa –sutil– un banderín de Colo–Colo. Tiene un pañuelo gris al cuello. Sobresale, como siempre, su bigote abundante.
También hace un llamado a votar que NO. “Porque su alegría, es mi alegría. Porque sus sentimientos, son mis sentimientos. Porque esta linda señora, es mi madre”, agrega al final de su relato, tomándola de las manos.
El silencio que se produce en el set de grabación es abrumador. Sólo se escuchan algunas respiraciones agitadas que no tardan en transformarse en un llanto sereno. Entre las lágrimas, hay cierta incredulidad porque ninguna de esas personas sabía que Olga Garrido –esa mujer que se paró frente a las cámaras–, es la madre de Caszely. Se multiplica, el llanto, porque han estado con muchas personas brutalmente vejadas y esa sorpresa se ha transformado en una catarsis, liberando las emociones hasta ese minuto contenidas.
“Me llamaron para que leyera una frase. Les dije que no leería nada que me impusieran. Pero a cambio propuse hacer una grabación con una señora mayor que quería dar su testimonio”, recuerda Carlos.
Esa impresión, esa catarsis, después se multiplicó en millones de personas cuando vieron la franja del NO. Nadie sabía, nadie lo podía creer. La noticia penetró tan profundamente, sobre todo en el pueblo futbolizado, que sirvió para abrir miles de consciencias a lo que estaba pasando en Chile. No es aventurado afirmar, entonces, que el plebiscito de 1988 no se ganó por un jovencito mexicano que paseaba en skate por la ciudad vendiendo la marca NO como si fuera una botella de Coca Cola, sino por testimonios y verdades como la de doña Olga Garrido, que conmocionaron profundamente a los chilenos.
Aunque llevaba tres años retirado del fútbol, con esa imagen, con esa revelación, Caszely hacía un gol simbólico que sería fundamental para el retorno a la democracia, tal vez equiparando, o volviendo a anotar, ese gol que le anularon tan injustamente en la final de la Copa Libertadores.
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