diciembre 2019












Recorren las calles rayadas como seres mitológicos. Escamas, plumas, lentejuelas y perlas recubren sus cabezas coloridas. Son cientos. Algunas solas, otras agrupadas en manada. Son todas diferentes, pero al mismo tiempo son un mismo cuerpo. Y el cuerpo grita, llora, ruge casi lo mismo: que las dejen de matar, que las dejen de violar, que quieren decidir, que la nueva constitución chilena sea hecha también por mujeres. Son las feministas encapuchadas.
La crisis social estalló en Chile el 18 de octubre, luego de que colegialas y colegiales encabezaran una evasión masiva del pago del boleto del transporte público en Santiago e incentivaran a que miles de personas en todo el país alzaran la voz por la injusticia. Por la corrupción de los políticos, porque la gente muere esperando que la atiendan en el sistema de salud, por la educación impagable, por las pensiones de mierda, porque el agua es privada, por la precarización laboral, por el extractivismo, por la violencia contra los pueblos indígenas, por los femicidios.







El uso de las capuchas se volvió sistemático en los años 80 por parte de agrupaciones de izquierda armada que hacían frente a la dictadura, como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) o el Movimiento Lautaro. Eran símbolo de resistencia, revolución, insurrección. En los años 90, de vuelta a la democracia, estos grupos perdieron fuerza y las capuchas se comenzaron a utilizar en el marco de movilizaciones estudiantiles. Pero su uso no era masivo, sino asociado a un grupo de personas, usualmente hombres jóvenes, que hacia el final de las marchas pacíficas hacían barricadas y tiraban piedras a la policía. La acción de estos pequeños grupos tenía una lectura negativa desde el grueso de la sociedad chilena, que los vinculaba a hechos delictuales, los acusaba de aprovecharse de la protesta social y deslegitimar su sentido originario.

Pero hoy la prenda se ha vuelto cada vez más práctica como forma de ocultar la identidad para evitar la persecución policial y como una barrera —aunque débil— para aplacar un poco el efecto de los gases lacrimógenos que la policía tira a destajo desde sus carros, conocidos aquí como zorrillos y guanacos




Según el último reporte del Instituto Nacional de Derechos Humanos, publicado el 12 de diciembre, hay 792 acciones judiciales presentadas en contra de agentes del Estado por delitos como homicidio, violencia sexual y torturas. Van 357 lesiones oculares, principalmente por impacto de balines de la Policía, lo que representa la mayor crisis ocular que se ha registrado a nivel mundial.
Recientemente, el Departamento de Derechos Humanos del Colegio Médico ha advertido que el agua que lanzan para dispersar las protestas contiene un químico nuevo que quema la piel.




Poco a poco, la visión negativa hacia los encapuchados ha dado un vuelco, en parte por la labor de la llamada primera línea: aquel grupo de personas, en su mayoría hombres jóvenes, que se arma con escudos, piedras y hondas para hacerle frente a la represión policial en los márgenes del tumulto que protesta de forma pacífica.
La primera línea, para muchos, se ha vuelto una especie de amuleto protector, de héroe popular. A eso se suma el nuevo vuelco que ha dado la prenda en manos de las feministas. A modo de ejemplo: el pasado jueves 12 de diciembre la diputada Pamela Jiles (Partido Humanista) entró a la sesión del Congreso donde se revisó la acusación constitucional contra el presidente Sebastián Piñera con un puño en alto y vistiendo una capucha amarilla con orejas moradas. "La primera línea entra hoy al Hemiciclo", dijo.

—Ha cambiado la mirada hacia las capuchas. Más gente ha salido a la calle y se da cuenta de que no puede andar con la cara descubierta. Tienes que andar tapada sí o sí con un pañuelo, algo que te cubra los ojos, para protegerte del gas y todo lo que tira la Policía. Entonces terminas siendo una capucha aunque no quieras. Antes yo tenía una postura negativa frente a los encapuchados, porque son los que rompen cosas y eso. Pero ya no. La primera línea nos protege —dice Josefina, de 34 años.





Josefina camina por las calles del centro de Santiago junto a una caravana de mujeres que participan en un taller de confección de capuchas. En su mochila carga la que elaboró, que por boca lleva un cierre de ropa. En sus manos, un lienzo enorme fabricado con retazos textiles que reza “Capuchas Rojas en Resistencia”.
—Somos mujeres y ponemos nuestras manos en esto. Yo le pongo todo mi amor a mi capucha. Hacerse el traje de guerra, ponérselo y después ir a cantar a Dignidad con todas estas mujeres a mí me llena el corazón —cuenta.
Dignidad: nombre con el que el movimiento social rebautizó a la ex Plaza Italia, el punto neurálgico de Santiago y actual epicentro de las manifestaciones.

En la base de piedra de la estatua del centro de la plaza hay nuevas chapas metálicas que dicen “Plaza de la Dignidad”.





Son las dos de la tarde en el centro cultural Gabriela Mistral (GAM), en plena Alameda, la avenida más importante de Santiago, a pasos de Plaza de la Dignidad. Cincuenta mujeres de distintas edades y lugares se reúnen en círculo en el piso, alrededor de un paño sobre el cual hay bordados, un cuenco con incienso, mate y frutas para compartir. Han venido a la convocatoria de las Capuchas Rojas en Resistencia, un grupo de mujeres autoconvocadas que cada semana hace intervenciones artísticas en distintos puntos de la ciudad.
Luego de que todas se presentan, se dividen en grupos y siguen las instrucciones de un grupo de costureras, que reparten a cada una de las asistentes un molde hecho en papel de diario.
—Lo ideal es que usen una tela elasticada —dice una de las profesoras, mientras las aprendices bucean en un cerro de telas rojas que llevaron para compartir. Todo es de todas.
Luego de elegir sus telas, las doblan, dibujan el molde encima y cosen con un pespunte rápido la parte que queda abierta con una curvatura al final. Con una tiza blanca, unas ayudan a otras a marcar el borde de los ojos y la boca para luego recortar. Está lista la base de la capucha; ahora, a decorar.




En el suelo se desparraman retazos de telas de todos los colores, estampados y texturas. Peludas, animal print, brillantes, sedosas, con encajes. Además de adornos como lentejuelas, pedrería, cintas, espejos, mostacillas y plumas. Con silicona o agujas, van costumizando su prenda, dándole vida propia a su alter ego.

El grupo de mujeres que guía la actividad lleva un tiempo ya en esto. Luego del estallido del movimiento feminista nacional del año pasado, más de una comenzó a impartir talleres gratuitos o a bajo precio para que las mujeres hicieran sus propias capuchas y pudieran replicar talleres para masificar el conocimiento.




“La mujer encapuchada no muestra su rostro no por miedo a ser reconocida, sino por no representar un ser individual: su rostro es tu rostro, tu rostro es mi rostro. Es la manifestación de todas y cada una de nosotras, quienes tanto física como ideológicamente vivimos en un territorio de resistencia”, se lee en un comunicado sin firma que representa el mensaje de las Capuchas Rojas. “¡Mujeres encapuchadas contra la ley anticapuchas!”, cierra el documento.

No solo queremos esconder nuestro rostro, sino que nos estamos manifestando y queremos que nos vean, que escuchen lo que estamos expresando. Los arreglos no son solamente por un tema estético; cada cosa tiene una importancia para la mujer que lo está haciendo. Cada una le da identidad a su capucha para que lepertenezca a partir de su historia.
Y las historias son amargas. Las comparten ahí, entre desconocidas. Mientras pasan sus agujas de un lado para otro sueltan risas, pero también lágrimas, recuerdos de violaciones, de golpes, de malos amores. La capucha no cobra valor solamente como producto, sino como proceso colectivo de creación, como forma de encuentro y contención.





Ximena tiene 63 años y se encapucha desde los 80. Llegó a este taller del GAM por casualidad. Estaba manifestándose junto al colectivo de mujeres del que participa, que trabajó para convertir un centro de tortura de la dictadura en una casa de la memoria, y decidió pasar al baño del centro cultural. Entonces, se encontró con este espectáculo, que le trajo recuerdos de su juventud, cuando ella se reunía en ese mismo edificio con otras mujeres a organizarse durante la época de la Unidad Popular, gobierno socialista liderado por Salvador Allende e ícono de la izquierda en Chile.

Luego vendría la dictadura en 1973, época desde la cual Ximena conserva la capucha que hoy lleva en su cartera: un pañuelo triangular de color negro, con dos orificios que hacen de ojos y una R de resistencia escrita con pintura blanca. La usa hasta el día de hoy y les tiene dicho a sus hijos que la entierren con ella puesta.


—Éramos mujeres que salíamos a protestar clandestinamente. A pesar de todo lo terrible, hacíamos rondas de mujeres, nos manifestábamos, bailábamos —cuenta Ximena—. La capucha era muy importante. Tenía que ser negra para que hubiera menos posibilidades de que te identificaran. No es como ahora, que son tan lindas, tan alegres. Cada una tiene su arreglo y eso es muy bonito. Tiene que ver con el feminismo
Hay un factor nuevo que apela a cuestiones identitarias, al orgullo, que es la utilización de símbolos distintivos de una lucha que es propiamente feminista, como lo que ocurre con el pañuelo verde y luego con la capucha. Hay una cuestión estética política que es importante en el feminismo”. 






A principios de noviembre el gobierno de Sebastián Piñera ingresó un proyecto de ley al Congreso para penalizar el uso de capuchas en espacios públicos. La iniciativa prohíbe el uso de cualquier elemento que oculte el rostro de los manifestantes y aumenta la pena de quien realice desórdenes públicos si lo hizo con el rostro oculto. La pena puede llegar a los tres años de cárcel. El proyecto ya fue aprobado por el Senado y sigue su trámite legislativo. Sin embargo, en la calle se masifica cada vez más el uso de esta prenda.













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