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Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo. 

Un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas cubrirán el desierto del Sahara, la vasta Amazonía desaparecerá de la faz del planeta destruida por el granizo, y la era del rock y de los corazones trasplantados estará de regreso a su infancia glacial. 

Los pocos seres humanos que sobrevivan al primer espanto, y los que hubieran tenido el privilegio de un refugio seguro a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe magna, sólo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus recuerdos. 

La creación habrá terminado. En el caos final de la humedad y las noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán las cucarachas…

La potencia de aniquilación de esta amenaza colosal, que pende sobre nuestras cabezas como un cataclismo de Damocles, plantea la posibilidad teórica de inutilizar cuatro planetas más de los que giran alrededor del sol, y de influir en el equilibrio del sistema solar… El único consuelo de estas simplificaciones terroríficas, si de algo nos sirven, es comprobar que la preservación de la vida humana en la Tierra sigue siendo más barata que la peste nuclear.

El UNICEF calculó en 1981 un programa para resolver los problemas esenciales de los 500 millones de niños más pobres del mundo. Comprendía la asistencia sanitaria de base, la educación elemental, la mejora de las condiciones higiénicas, del abastecimiento de agua potable y de la alimentación. Todo esto parecía un sueño imposible de 100,000 millones de dólares. Sin embargo, ese es apenas el costo de 100 bombarderos estratégicos B-1B, y de menos de 7,000 cohetes Crucero, en cuya producción ha de invertir el gobierno de los Estados Unidos 21,200 millones de dólares. A pesar de estas certidumbres dramáticas, la carrera de las armas no se concede un instante de tregua. Ahora, mientras almorzamos, se construye una nueva ojiva nuclear. Mañana, cuando despertemos, habrá nueve más en los guadarneses de muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costará una sola de ellas alcanzaría, aunque sólo fuera por un domingo de otoño, para perfumar de sándalo las cataratas de Niágara.


Un gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la Tierra no será el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria, dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio de la gran patria universal. Pero la sospecha creciente de que es el único sitio del sistema solar donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida nos arrastra sin piedad a una conclusión descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido contrario de la inteligencia.

Y no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la naturaleza, cuya finalidad escapa inclusive de la clarividencia de la poesía. 

Desde la aparición de la vida visible en la Tierra debieron trascurrir 380 millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros 180 millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los seres humanos, a diferencia del bisabuelo pitecántropo, fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y de morirse de amor. 

No es nada honroso para el talento humano en la edad de oro de la ciencia haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan dispendioso y colosal pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un botón.

Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras voces a las innumerables que claman por un mundo sin armas y una paz con justicia. Pero aun si ocurre, y más aún si ocurre, no será del todo inútil que estemos aquí. Dentro de millones de millones de milenios después de la explosión, una salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala completa de las especies será quizá coronada como la mujer más hermosa de la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia, hombres y mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y la paz, de todos nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy.

 Con toda modestia, pero también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. 

Y que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que esta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y por qué intereses tan mezquinos la borraron del universo.






*Discurso dado en 1986 por García Márquez en una reunión internacional sobre el peligro nuclear y la urgencia del desarme.



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