Raúl Zibechi
la jornada
30 de agosto 2019
En
la medida que las políticas o programas sociales suenan como las caras amables
de los estados de nuestra región, más allá de quienes los administren, resulta
necesario recordar sus orígenes y objetivos declarados. No alcanza con señalar
que buscan reducir la pobreza o que pretenden debilitar a los movimientos
antisistémicos. La historia se remonta a la guerra de Vietnam y a un personaje
llamado Robert McNamara, uno de los cuadros más astutos que tuvo el
capitalismo.
McNamara fue el primer presidente de la
empresa Ford que no pertenecía a la familia, en 1960, cargo que abandonó al ser
nombrado secretario de Defensa entre 1961 y 1968, durante la guerra de Vietnam.
Ese año pasó a presidir el Banco Mundial, hasta 1981. Durante la Segunda Guerra
Mundial había ingresado a la Fuerza Aérea, donde aplicó las artes de la
administración de negocios aprendidas en Harvard a la eficiencia de los
bombarderos estadunidenses, lo que le valió la Legión al Mérito como teniente
coronel.
Durante el conflicto en Vietnam
comprendió que las armas, por más sofisticadas que sean, no ganan guerras.
Dirigió el Banco Mundial con el objetivo de revertir la derrota militar y
preparar el terreno para que esa situación no volviera a producirse. Comprendió
que la injusticia social y la pobreza podían poner en peligro la estabilidad
del sistema capitalista, y para remediarlo concibió la política
del combate a la pobreza.
Entiéndase que para McNamara la pobreza
es un problema en tanto, y sólo en tanto, puede desestabilizar la dominación.
Es una cuestión instrumental, no ética. Bajo su gestión el Banco Mundial se
convirtió en el centro de pensamiento ( think tank) más citado por
las academias y pasó a definir las políticas de los países en desarrollo. Como
destacó uno de sus colaboradores, Hollis Chenery, se trata de repartir un
pedazo del crecimiento de la riqueza y no la riqueza.
El combate a la pobreza tuvo
dos efectos más. Consiguió sacar la riqueza del centro del escenario político,
como había estado hasta la década de los 70.
Aunque hoy parezca increíble para
quienes no vivieron la revolución mundial de 1968, la izquierda creía que
el verdadero problema social era la riqueza, por eso todos los programas de gobierno
iban dirigidos a la reapropiación de los medios de producción y de cambio, como
la reforma agraria, entre muchos otros.
La segunda es que se propuso, y
consiguió, influir en los movimientos antisistémicos de una manera muy sutil, a
través de una política que definieron como fortalecimiento
organizativo (recuerden el Pronasol), se eligieron movimientos de lucha
para convertirlos –con apoyo del Banco Mundial– en organizaciones
burocratizadas que, en adelante, se especializarán en hacer trámites ante agencias
de desarrollo. El banco dejó de gestionar los préstamos y se limitó
a acompañar, capacitar, asesorar y fiscalizar.
Por todo lo anterior, es importante que
las bases de apoyo del EZLN hayan conseguido derrotar
esta contrainsurgencia social. No es lo habitual. En mi país, Uruguay, el
progresismo consiguió amortiguar el conflicto social con una batería
de políticas sociales que van desde el impulso
a cooperativasdigitadas desde arriba, hasta la creación de organizaciones
sociales que tienen la apariencia de legítimos movimientos. Otros progresismos
fueron más sutiles, clonando movimientos enteros.
El comunicado titulado Y
rompimos el cerco, firmado por el subcomandante Moisés, enseña
tres aspectos de esta derrota de los programas sociales.
El primero es que las bases de apoyo
salieron de sus comunidades a encontrarse con otros abajos, con quienes se
entendieron como sólo se entienden entre sí quienes comparten no sólo el
dolor, también la historia, la indignación, la rabia.
La segunda es el papel destacado que
jugaron los jóvenes y las mujeres en la tarea de romper el cerco. La tercera es
que las mujeres zapatistas no sólo marcaron el norte, sino que estuvieron
también a los lados para que no nos desviemos, y atrás para que no nos
retrasemos.
Fue un encuentro entre abajos, entre
iguales, más allá de las opciones políticas coyunturales de cada quien. Fue un
encuentro de dignidades: la zapatista y la de las comunidades partidistas que
se rebelaron contra el desprecio, el racismo y la voracidad del actual gobierno,
que les entrega limosnas para dividirlas.
Me interesa destacar no sólo el hecho
de que rompieron el cerco, sino sobre todo cómo lo hicieron. Es una lección
política y ética que necesitamos en esta parte del mundo, donde los programas
sociales inspirados en el Banco Mundial y ejecutados por los progresismos, han
destruido la independencia del campo popular y atornillado la dominación, para
beneplácito de las grandes multinacionales.
Poder popular y programas sociales son
dos fuerzas que se repelen. Cuando una triunfa, la otra pierde.
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