Pero
a diferencia del pasado, ya no aparecen como aliados de las fracciones
perdedoras para participar de golpes de Estado contra los gobiernos
constituidos sino, generalmente, como parte de proyectos de seguridad pública
interna. Según las encuestas, los militares gozan hoy de mayores niveles de
confianza que los partidos políticos. De esta forma, en un contexto de
deterioro democrático regional, la «cuestión militar» vuelve al centro del
debate de manera transversal a los posicionamientos ideológicos de los
gobiernos.
Por Rut Diamint
NUEVA SOCIEDAD / ARG
Diciembre 2018
Diciembre 2018
Para quienes aún recordamos los duros
acordes de las marchas militares preanunciando un discurso oficial; para
quienes observamos el desfile de tanques por las avenidas de la ciudad; para
quienes vimos los uniformes cerrando el paso en las universidades; para quienes
resuenan aún los dramáticos tiempos de las dictaduras militares, estos años de
democracia han sido vivificantes.
Para otros, la cuestión militar así
planteada parece un tema del pasado. Como «ya no hay golpes de Estado» en América
Latina, proponen examinar los nuevos roles de las Fuerzas Armadas en un mundo
incierto y cambiante, que enfrenta nuevas amenazas, como el tráfico de drogas.
No se trata, sin duda, de temas excluyentes, pero ni siquiera en las
democracias más desarrolladas el control civil democrático de las Fuerzas
Armadas es un asunto resuelto. Siempre será necesario ejercer límites sobre el
poder militar.
Con el paso de los años y las falencias
de los gobiernos civiles, surgieron otras preocupaciones: la estabilidad
política, la eficiencia en la gestión de la economía, la lucha contra la
corrupción y la espinosa cuestión de la seguridad pública, que en varios países
se ha convertido en la mayor preocupación de la ciudadanía.
En este texto comenzamos recordando algunos
aspectos de ese asunto inacabado del control civil de los militares; luego
revisamos los procesos de repolitización de las Fuerzas Armadas y, finalmente,
aportamos evidencia sobre los inconvenientes de utilizar a las Fuerzas Armadas
para tareas policiales.
Si bien la realidad con que nos
encontramos hoy es sustancialmente diferente de la del pasado dictatorial,
queremos poner de relieve que el poder militar nuevamente se ha expandido y que
los vínculos cívico-militares son un elemento crucial para entender la política
latinoamericana.
¿La política o el cuartel?
Entre académicos y políticos, existe una
amplia coincidencia sobre los requisitos necesarios para que las Fuerzas
Armadas se adapten al juego democrático. La extensa bibliografía sobre el tema
aporta un material de investigación sólido y fundamentado. Todos estos trabajos
resaltaban que era central comprometer a los militares con los valores
democráticos.
Si bien los golpes de Estado del pasado
parecían desterrados, nuevas formas de poder militar emergieron en el
continente. Los militares no intervinieron directamente en las numerosas crisis
de los países de la región, pero en muchas ocasiones desempeñaron un papel
destacado en el manejo de los conflictos. En el pasado, algunos sectores civiles
que no lograban alcanzar el poder por medio de las elecciones, es decir, que no
conseguían construir una base de apoyo político y social para sus proyectos
suficientemente amplia, optaban por golpear las puertas de los cuarteles. Y
allí había altos oficiales ansiosos de intervenir en política.
En los últimos años, las Fuerzas Armadas
incrementaron nuevamente su participación en la política. No obstante, hay que
destacar que estos procesos son diferentes de la historia anterior. La
politización y la «policialización» de los militares se han convertido en dos
formas de aumentar su injerencia en la política, con el consiguiente deterioro
de la institucionalidad del Estado de derecho, sin que sea necesaria la toma
directa del poder.
La politización de los militares
En forma distinta, varios presidentes han
recurrido a las Fuerzas Armadas. Ahora no son los militares quienes presionan
para adueñarse de la política, sino las autoridades elegidas quienes los
utilizan para sus propios proyectos. Mientras asumen nuevas funciones, los
oficiales adquieren más vinculación con el poder político y una relación
aventajada con la población civil. Las Fuerzas Armadas ya no son aliadas de los
perdedores del juego electoral. No pactan con quienes no ganan votos.
Ahora son convocadas por los triunfadores
de las compulsas electorales. Ya no entran en las casas de gobierno con los
tanques, sino por las puertas privilegiadas de la recepción de autoridades.
En el poder, muchos presidentes, con la
mira puesta en las siguientes elecciones o en perdurar en el sillón
presidencial, cooptan a los militares como pilar de sus planes. Las formas que
asume esta relación varían de país en país: en algunos casos se conforma un
«partido militar», en otros procesos se instalan como ejecutores de las
políticas sociales, dominan la inteligencia estatal o se aseguran concesiones
económicas.
Las Fuerzas Armadas disfrutan de ese
retorno, que ya no las tiene como brazo represor de la oposición. Por el
contrario, toman el poder de la mano del presidente, legitimado por el voto
popular. Esos mismos políticos entienden tardíamente que han creado un
Behemoth, la figura del monstruo de Thomas Hobbes que destruye el orden y
descompone el contrato político y social.
La participación política de los militares
desafía los principios democráticos. El uso de la fuerza para intereses
particulares quebranta a la institución militar, mientras se desarticulan las
funciones de otras autoridades de las que usurpan poder.
Así se disipa la construcción democrática.
Venezuela representa el peor ejemplo de la politización de los militares. Desde
sus primeros años como oficial, Hugo Chávez fue destilando una carrera
política. La creación del clandestino Ejército de Liberación del Pueblo de
Venezuela (ELPV), sus discursos a los cadetes en la Academia Militar en 1981 o
los grupos de estudio de marxismo combinaban su pasión militar con sus
objetivos políticos.
El Caracazo de febrero de 1992 marcó la
disolución del acuerdo entre el estamento militar y la democracia populista y
posibilitó el ascenso de un líder que articulaba ambas esferas en un solo
proyecto político. Las Fuerzas Armadas se convirtieron en el instrumento de
mediación y apoyo político para la ejecución del proyecto bolivariano.
Chávez empoderó a los militares y gobernó
bajo la ficción de una alianza entre el líder, el pueblo y el ejército. Ante la
crisis de los partidos políticos tradicionales, instauró un partido
cívico-militar. Las consecuencias concretas de esa operación política derivaron
en la militarización de la política.
Ya bajo la presidencia de Nicolás Maduro,
esa expansión del poder militar aumentó. Para 2015, 32% del gabinete
ministerial provenía de las Fuerzas Armadas; 11 gobernadores pertenecían a la
rama militar. Militares manejan tres de los cuatro ministerios relacionados con
la alimentación y cuatro de los seis vinculados a la producción, y el
presidente Maduro no habla de «dirección política» sino de «dirección
político-militar» de la Revolución Bolivariana.
La crisis política y social de Venezuela
presagia que tanto con este gobierno como con un hipotético triunfo de la
oposición, los militares serán avales de la conducción política.
En Bolivia, Evo Morales dedicó buena
parte de su gestión inicial a cautivar a los militares, quienes pasaron de
considerarlo un traidor a la patria a verlo como el artífice de la estabilidad
política y económica. Con astucia, en poco tiempo los reconvirtió en aliados de
su gobierno.
Las Fuerzas Armadas participan
activamente en la distribución del bono Juancito Pinto de 200 bolivianos
(equivalente a 30 dólares estadounidenses) para escolares en el sector público,
como así también en la distribución de los fondos de la Renta Dignidad para los
mayores de 60 años.
Más sorprendente fue que el Ejército
horneara pan, unas 70.000 unidades al día, para responder a la escasez causada
por una huelga de panaderos en La Paz y El Alto.
Hay una enorme distancia entre la
politización de los militares en Venezuela y en Bolivia.
Sin embargo, los mensajes de Evo Morales
detallan «el apoyo de las Fuerzas Armadas como garante constitucional de la
dignidad y la soberanía del pueblo boliviano», y la versión oficial habla de
«unas Fuerzas Armadas con la misma raíz pero fundamentalmente con la misma
conciencia y memoria de su pueblo»
Se promueve una relación entre líder,
pueblo y militares, pero en la política –a diferencia de Venezuela– no hay
funcionarios militares. No obstante, los oficiales que no comparten la política
del presidente Morales han sufrido segregaciones, encierros y bajas.
Durante su presidencia, Rafael Correa
intentó reproducir en Ecuador estos modelos, pero tropezó con la fuerte defensa
corporativa de las Fuerzas Armadas. Correa pudo disminuir parte del complejo
industrial-militar, pero debió admitir que diversas situaciones «llevaron a
nuestras Fuerzas Armadas a intentar una especie de autarquía, prácticamente un
Estado paralelo, con su propio sistema de justicia, su propio sistema de
educación, su propio sistema de salud, su propio sistema de seguridad social,
su propio sistema empresarial, y algunos excesos como haberse convertido en la
mayor poseedora de tierras del país»
Su sucesor, Lenín Moreno, nombró como
ministro de Defensa a un ex-general, aumentó las asignaciones presupuestarias
para las Fuerzas Armadas y reforzó la participación del Ministerio de Defensa
en tareas de policía, inteligencia y gestión de riesgos.
Moreno aceptó, de facto, compartir poder
con las Fuerzas Armadas.
Pero la politización de los militares no
solo vino de la mano de los gobiernos de la izquierda «rosada». La campaña
electoral que llevó a la Presidencia de Brasil al ex-capitán del Ejército Jair
Bolsonaro despertó una estridente euforia militar. En varias ciudades se han
visto camiones militares con enormes carteles de apoyo a ese candidato.
Generales retirados y otros ex-oficiales fueron postulados a varios cargos
nacionales para los comicios de octubre.
«En una democracia, los militares no
hablan de las elecciones», sentenció sin éxito Ciro Gomes, candidato brasileño
de centroizquierda.
Conceptualmente, los oficiales se forman
bajo el precepto de ser obedientes y no deliberantes, lo que implica estar
sometidos al poder civil. Su comportamiento militar los obliga a ajustarse a
las órdenes emanadas de las autoridades, sin deliberar. Sin embargo, los
soldados están expresando su favoritismo político.
Si Bolsonaro hubiera perdido las
elecciones, ¿serían estos militares obedientes al presidente surgido de las
elecciones?
¿Podría un candidato del Partido de los
Trabajadores (pt) mandar sobre militares que no coinciden con sus principios
políticos?
No se debe confundir esto con que el militar
tenga preferencias políticas y con que, como cualquier otro ciudadano, tenga
derecho al voto. Pero en sus funciones profesionales debe tener neutralidad
política y no utilizar el poder que le otorga el monopolio del uso de la fuerza
para imponer, además, una opción ideológica.
Los oficiales se han empoderado en toda
la región. Las crisis de las democracias latinoamericanas, sus falencias en el
establecimiento de mecanismos institucionales de supremacía política sobre las
Fuerzas Armadas y una creciente invocación a las fuerzas por parte de la
dirigencia civil los han legitimado.
El aspecto más claro de esas fallas se
vincula a los ministerios de Defensa. Las autoridades civiles no prestaron la
debida atención a la institucionalización de los ministerios. En ningún país de
la región se ha instituido una carrera de funcionario público en esta área.
En numerosos casos, los técnicos
especializados en presupuesto, logística o equipamientos son exclusivamente
militares. Esta situación crea un círculo vicioso en el cual la ausencia de
experiencia civil cede el espacio a los oficiales, que resuelven desde una
lógica castrense los asuntos políticos de la defensa.
Una ensalada de militares y policías
Cada vez es más común que los países de
América Latina utilicen a las Fuerzas Armadas en tareas policiales. Justificado
por una reconfiguración de las amenazas y vinculado al fracaso estatal para
proveer orden público, parece natural que los militares y policías se
amalgamen. Pero cuando los militares patrullan calles o fiscalizan documentos
de identidad, avanzan en una mayor intervención en el sistema político. De allí
derivan tres evidencias.
a) Las Fuerzas Armadas son una
institución cara. Los equipos que utilizan, las instalaciones que tienen
asignadas, el tiempo de preparación e instrucción y, en varias ocasiones, las
viviendas, las escuelas y los servicios para cuarteles en zonas despobladas
implican una erogación considerable del presupuesto nacional, que representa
para el conjunto de América Latina y Caribe 1,2% del pib. Según datos del Banco
Mundial, México y Venezuela tienen la porción más baja (0,5%), mientras que
Colombia es el país de la región que utiliza una mayor porción del pib (3,1%)
En relación con el presupuesto nacional,
para 2017 América del Sur fluctúa entre 2% en Bolivia y 15% en Colombia,
mientras que en los casos de Chile, Ecuador, Perú y Uruguay está entre 7% y 9%.
b) Otorgar tareas en el campo de la
seguridad a las Fuerzas Armadas desvirtúa su rol profesional. Asimismo, relega
el perfeccionamiento de las instituciones policiales para que sean más
eficientes en combatir amenazas a la seguridad pública.
Además, es una decisión poco racional
desde la perspectiva del gasto público y la organización general de la
administración estatal, ya que superpone tareas, duplica gastos y diluye los
controles de expendios. Militares y civiles han denunciado los excesos y abusos
que sobrevienen por la utilización de soldados en tareas de seguridad pública.
Por ejemplo, 20 soldados encarcelados en
México por crímenes cometidos durante la guerra contra las drogas enviaron una
carta dirigida al presidente y los legisladores mexicanos para explicar que
ellos fueron entrenados en tácticas de guerra y que no son aptos para las
tareas policiales. Agregaban que su despliegue está socavando la confianza en
el Ejército.
El general retirado del Ejército mexicano
Jesús Estrada Bustamante reafirmaba la misma idea diciendo: «No queremos
realizar las funciones de la policía».
c) Existe poca información respecto a la
reacción de los militares ante la «policialización» de sus efectivos.
En el caso de Argentina, donde recientemente
se habilitó la participación de militares en tareas de seguridad interna, Elsa
Bruzzone, secretaria del Centro de Militares para la Democracia Argentina
(Cemida), indicó que «las Fuerzas Armadas están muy disconformes con estas
medidas» y sostiene que la movilización militar a las fronteras significa
«regresar a la Doctrina de la Seguridad Nacional».
Además, agregó, «el único poder
autorizado para cambiar, modificar las leyes y el papel que tienen que cumplir
las Fuerzas Armadas es el Congreso de la Nación»
El jefe del Estado Mayor General del
Ejército Argentino, Claudio Pasqualini, ante la propuesta de intervenir en la
lucha contra el terrorismo y el combate contra la droga decretados por el
presidente Mauricio Macri, alegó que podrían hacerlo si se modificaran algunas
normativas «en el futuro»
Una publicación de Gendarmería Nacional
Argentina, por su parte, sostenía que :«en el caso de los militares argentinos,
las tareas policiales no les gustan, tampoco están preparados, desconocen todas
las modalidades delictivas»
Es
decir, el descontento no solo reside en las Fuerzas Armadas.
Por cierto, en el mundo, solo seis países
tienen fuerzas policiales militarizadas: Argentina, Chile, España, Estados
Unidos, Francia e Italia, lo que refuerza la posición de los gendarmes
argentinos.
Habitualmente, el uso de los militares
para funciones policiales se decide como una excepción y por un tiempo
limitado, pero luego no abandonan esas tareas. Además, las nuevas funciones
internas les otorgan poder de negociación ante una sociedad que es ambivalente,
pues rechaza la represión militar pero demanda mayor protección, tanto de
fuerzas policiales especiales, que suelen ser más rigurosas, como de los
militares.
Al mismo tiempo, se demanda a los
militares que no actúen como militares frente a la población civil en sus
tareas de seguridad, transgrediendo tanto las normas institucionales como las
constitucionales.
Se supone que el mayor desafío de los
gobiernos latinoamericanos es cómo prevenir el crimen, no cómo combatirlo por
medio del uso de la fuerza militar. La inseguridad no se resuelve con los
militares en la calle ni en el gobierno. Las sociedades latinoamericanas se han
visto expuestas a niveles sin precedentes de corrupción y a un catastrófico
aumento de la violencia. Combatir estos hechos requiere más democracia y no más
coerción.
Comentarios finales
Las democracias posdictadura han
funcionado sin establecer el control civil esperado según los preceptos
teóricos referidos a la subordinación militar. Han funcionado manteniendo altos
grados de autonomía y, en muchas ocasiones, prerrogativas incompatibles con el
Estado de derecho. No obstante, han sido la ineptitud, el desdén y la
ignorancia de los gobiernos lo que ha conducido a militarizar la seguridad
pública.
El informe de Latinobarómetro de 2017
ubica a las Fuerzas Armadas como la segunda institución que obtiene el mayor
nivel de confianza (46%) y a las policías en un tercer lugar, con 35%.
Los partidos políticos y los legisladores
son quienes generan menos confianza. Ello indica fallas de las autoridades
políticas que pueden conducir a un futuro funesto. Son las autoridades
democráticamente elegidas las que inducen a los militares a realizar tareas no
admitidas por la legalidad vigente.
Así, la antigua cuestión platónica
«¿quién custodia a los custodios?» vuelve a plantear el dilema de la
subordinación de las Fuerzas Armadas a la ley y a la autoridad políticamente
constituida. Aunque realmente son los custodiados quienes deberían custodiar a
los custodios, o sea, ejercer rendición de cuentas sobre gobernantes y
uniformados…
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