saqueo de la lacandona










Precedida de una gran campaña de propaganda mediática y trabajo de campo de funcionarios del Fondo Nacional de Fomento al Turismo y el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, ayer 15 de diciembre se efectuó la consulta participativa sobre el Proyecto de Desarrollo Tren Maya en municipios de Yucatán, Chiapas, Tabasco, Campeche y Quintana Roo, donde existen comunidades maya, ch’ol, tzeltal y tzotzil.

Bajo la premisa de que participación es inclusión, corresponsabilidad y democracia y la consigna ¡Decidamos juntos!, la fórmula para la fabricación del consentimiento (Chomsky dixit) encubría que la decisión se tomó antes de la consulta; fue adoptada por el presidente Andrés Manuel López Obrador desde su asunción, con in­dependencia de la libre determinación del pueblo maya. Como ha dicho el propio AMLO, llueva, truene o relampaguee se va a construir el Tren Maya. Lo quieran o no.
Investigadores críticos han argumentado que el Tren Maya ni es nuevo, ni es sólo un tren, ni es maya. Y que tampoco sacará a México de la pendiente del neoliberalismo ni devolverá al Estado su papel rector como motor del desarrollo nacional: incluye dos megaproyectos de infraestructura en el Istmo de Tehuantepec y la Península de Yucatán de alcance geopolítico y privado, cuyo objetivo central es la transformación territorial de la región sur-sureste de México en función de intereses económicos corporativos y de seguridad estadunidenses. Y como tal, podría conducir a un nuevo proceso de despojo de tierras bajo propiedad ejidal en las zonas concernidas (vía la expropiación inducida o francamente coercitiva) y la consiguiente segregación espacial de población maya.
Para ello, como señala Josué G. Veiga (La Cuarta Transformación viaja en tren), junto con la imposición de cierto desarrollo y al margen del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre la consulta previa e informada, el proyecto Tren Maya se ha apropiado de significados e imaginarios de la cultura maya para trastocarlos y venderlos como marca de un proyecto nacionalista.
Según Ana Esther Ceceña, la enver­gadura geopolítica y los efectos estratégicos de transformación de la región del sureste colocan al proyecto como punto nodal del tránsito del mercado mundial y, por tanto, de la guerra por el control global.
Para EU, pero también para sus competidores (China, Japón y otras economías emergentes), el control de esa región puede hacer la diferencia en la jerarquía de poderes a escala mundial.
En particular −y más tras los acuerdos alcanzados en torno al Protocolo de Enmiendas del Acuerdo Comercial entre México, EU y Canadá (T-MEC), que ratifican la vocación maquiladora del proyecto de nación de la Cuarta Transformación−, Washington busca mantener el Gran Caribe y el Golfo de México (de los que el Istmo de Tehuantepec y la Península de Yucatán son áreas estratégicas) como parte de su territorio jurisdiccional (o homeland) que, entre otros recursos, alberga una inmensa riqueza petrolera que abarca de Venezuela a Texas.
Dicho objetivo ya estaba plasmado en el Plan Colombia y Plan Puebla Panamá de Bill Clinton (1999-2000), renombrados Iniciativa Mesoamericana por Felipe Calderón y Álvaro Uribe en 2008, y en los que la zona istmeña mexicana (hoy la ruta Maya-Tehuantepec de AMLO) aparecía como la mejor bisagra alternativa al Canal de Panamá (dada su saturación ante el volumen del tráfico de mercancías y materias primas), para la movilidad del capitalismo estadunidense en su ámbito protegido de América del Norte y en competencia interimperialista con los otros dos megabloques integrados por las potencias asiáticas de la Cuenca del Pacífico y la Unión Europea.
Con la zanahoria del desarrollo, el progreso y la modernización de los pueblos marginados del sur-sureste de México, entonces como ahora se ofrece a la clase capitalista transnacional la instalación de corredores de maquila con subsidios y salarios bajos, en un área que además del Tren Maya incluye el Corredor Transístmico con su infraestructura multimodal de conexión interoceánica (red de carreteras, vías ferroviarias, puertos, fibra óptica) para el transporte de mercancías y bienes naturales y sus polos de desarrollo al servicio de corporaciones inmobiliarias y turísticas (hoteles, viviendas, centros comerciales, naves industriales y de manufactura);del ramo energético (nuevos gasoductos en Yucatán, la refinería de Dos Bocas) y del sector agroindustrial (palma aceitera, sorgo, caña de azúcar, soya, programa Sembrando Vida). Lo que en su dimensión geopolítica incluye, también, la urgencia de poner cortinas de contención ante a los flujos migratorios de mexicanos y centroamericanos hacia EU.
Con otro objetivo encubierto de la consulta participativa sobre el Tren Maya: dado que el mecanismo de financiamiento para la disponibilidad de tierras será a través de Fideicomisos de Infraestructura y Bienes Raíces, se puede prever un masivo proceso de despojo que convertirá a propietarios en desposeídos, pues si bien la tierra no cambiará de propietario, será entregada como soporte material del fideicomiso a socios o accionistas como BlackRock, Bank of America Merrill Lynch, Goldman Sachs, Grupo Carso, Cre­ditSuisse, Grupo Barceló, ICA, Grupo Salinas, Bombardier, Grupo Meliá, Bachoco y Hilton Resort.


















Montado en la ola neoliberal de comienzos del siglo XXI, el gobierno de los empresarios y para los empresarios administrado por Vicente Fox lanzó en 2001 un millonario proyecto de desarrollo y modernización del sureste mexicano, que según la narrativa oficial transformaría de manera radical a toda la región.  Con la zanahoria de fomentar el desarrollo del México pobre y con apoyo del aparato militar, el proyecto de intervencionismo estatal foxista subsidiaría, una vez más, a los grandes industriales del país y del exterior.

La misión de Fox consistiría en acelerar la entrada en vigor de la segunda generación de reformas neoliberales y propiciaría el saqueo empresarial del campo mexicano iniciado tras las iniciativas salinistas de contrarreforma al artículo 27 constitucional y el fin del reparto agrario, que en 1992 estableció una nueva regulación de la tenencia de la tierra, en particular, del ejido. Ambas iniciativas fueron requisitos impuestos por Estados Unidos para que México pudiera entrar en el acuerdo de libre comercio de América del Norte.
De llevarse a cabo la modernización foxista, las comunidades originarias de Chiapas serían changarrizadas –según el eufemismo predilecto utilizado por Fox para aludir a la obligada proletarización del campesinado, al que pretendía reconvertirlo en mano de obra barata al servicio del sector maquilador y las agroindustrias trasnacionales– y perderían sus tierras, que serían privatizadas junto con los recursos naturales y genéticos de la región.
Así, la entrada a la globalización del campesinado pobre de Chiapas, Oaxaca, Guerrero y otros estados del sureste se haría por la vía de una metamorfosis que nada tenía que ver con la letra de los acuerdos de San Andrés, en particular con el cumplimiento del artículo 169 de la Organización Internacional del Trabajo, opuesto a los enfoques integracionistas y asimilacionistas del Estado neoliberal; los ejidatarios pasarían a ser peones dependientes, sin autonomía y sometidos a nuevas tiendas de raya trasnacionales.
En realidad, lo que estaba en disputa en Chiapas era el control y la propiedad de la selva Lacandona, muy rica en agua, hidrocarburos, madera y biodiversidad. Era predecible, además, que la zona padecería la biopiratería de los conocimientos etnobotánicos y farmacéuticos ancestrales de la población maya, que pretendían ser patentados por compañías como Diversa, Monsanto, Novartis y Savia –principales productoras mundiales de organismos genéticamente modificados– que ya operaban en la zona.
De ahí que no fuera casual que el plan, que suponía una amplia ofensiva de inversiones estatales y privadas nacionales y extranjeras, estuviera tutelado por un viejo amigo de Fox, Alfonso Romo Garza, cabeza de los grupos Pulsar Internacional y Savia (antes Seminis), líderes mundiales en la producción y distribución de semillas híbridas (transgénicas) con actividades en 120 países, quien aparecía ya entonces en la lista de megamillonarios de Forbes.
El nuevo proyecto de conquista implicaría a corto o mediano plazo una lucha interoligárquica entre el empresariado moderno de Monterrey y sus aliados trasnacionales de México y del exterior, y los grupos tradicionales ultraconservadores y racistas de Chiapas: el viejo sector terrateniente y ganadero de tipo feudal, ligado al Partido Revolucionario Institucional, que ya no respondía a las necesidades del dios mercado.
La estrategia foxista para la entrada de grandes capitales a esa región de México –en particular Chiapas, Oaxaca y Guerrero, asiento de las guerrillas del EZLN y el EPR– era en realidad obra del ex subsecretario de Hacienda Santiago Levy, hombre clave de los reformadores Salinas y Zedillo. Bajo el nombre de El sur también existe, el proyecto fue adoptado por Fox y puesto bajo el monitoreo de uno de sus hombres de confianza: Alfonso Romo, designado ahora futuro jefe de la oficina de la Presidencia por Andrés Manuel López Obrador.
En seguida de las modificaciones al artículo 27 constitucional, Romo, con cuantiosas inversiones en el sureste mexicano, dijo: El proyecto Chiapas es el que más me gusta de todos mis negocios. Las empresas de Romo en esa entidad se habían dedicado al monocultivo de productos de exportación, como la palma africana, plantas ornamentales y el bambú tipo Gandía, y se especuló entonces que detrás de las acciones amigables al medio ambiente de Pulsar se pretendía ocultar actividades de bioprospección y biopiratería, disimuladas con una gruesa capa de barniz ecologista.
Admirador de la revolución neoconservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, Romo decía estar convencido de que la presión social no disminuye con balas, sino promoviendo riqueza. Y él sabía cómo hacerlo. Lo que no dijo entonces −ni tampoco Fox− fue que el Plan Puebla-Panamá era la última fase de un plan contrainsurgente inscrito en una guerra de baja intensidad, que venía a sumarse a las labores de guerra sicológica, acción cívica, control de población y guerra sucia paramilitar desplegadas por el Ejército en los seis años anteriores. El PPP era la cara económica del plan militar Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional, dirigida a quitarle las banderas a los zapatistas sobre la base de la legitimidad democrática del nuevo régimen foxista.




En el marco de la guerra de baja intensidad contra el EZLN, el Plan Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional fue un componente esencial del Plan Puebla-Panamá (PPP) diseñado en Wa­shington; formó parte de un programa integral que combinaba intervencionismo político, económico y militar, pero que fue presentado por Vicente Fox en 2001 como plan de pacificación, desarrollo y creación de empleos.

El PPP fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de comienzos del siglo XXI, y pieza clave de un proyecto de alcance geoestratégico continental e imperial de Estados Unidos, en que participaron sectores del gran capital financiero, consorcios multinacio­nales y las oligarquías de los países del área.
En ese contexto, lo que estaba en dispu­ta en la selva Lacandona eran vastos recursos acuíferos, de hidrocarburos y biodiversidad hasta entonces vírgenes y apetecidos por las corporaciones para la acumulación de capital. Debido a la abundancia de agua, las zonas abarcadas por el PPP eran consideradas idóneas para el nuevo patrón técnico de producción de inicios de siglo, en particular, la biogenética y las plantas forestales comerciales. Según el Banco Mundial, Chiapas era un interesante campo experimental en biogenética y biodiversidad para los empresarios. Y no era casual que Savia, la empresa de Alfonso Romo, fuera la sexta trasnacional del mundo en agrobiotecnología.
En el millón 879 mil hectáreas de la selva Lacandona –que concentraba ocho municipios bajo la influencia del EZLN– estaba 25 por ciento del agua superficial del país, que generaba entonces 45 por ciento del suministro hidroeléctrico, y la región albergaba más de la mitad de las especies mexicanas de árboles tropicales y 3 mil 500 especies de plantas. En el valle de Amador, donde el Ejército había tejido una red de instalaciones militares y tenía movilizados grupos aeromóviles de fuerzas especiales (Gafes), el petróleo se olía a ras del suelo, como había señalado al autor el subcomandante Marcos.
Asimismo, en una carta a José Saramago, Marcos había dicho que en las áreas de Marqués de Comillas y Ocosingo había una inmensa mina de hidrocarburos, con un potencial estimado en 3 mil millones de barriles de petróleo. A su vez, el yacimiento Nazareth de Pemex se superponía con el poblado Francisco Gómez (antes La Garrucha), uno de los cinco Aguascalientes zapatistas, que quedaba nadando en el centro de ese yacimiento.

Los cuantiosos recursos acuíferos de Chiapas explicaban también las apetencias del capital global y las presiones para la privatización de la cuenca del Usumacinta y la construcción, con fondos privados, de ocho represas hidroeléctricas en la selva Lacandona. Proyecto menor, comparado con los programas de construcción de la Comisión Federal de Electricidad que, desde 1986, tenía previsto instalar 71 nuevas represas hidroeléctricas en Chiapas, que habrían de sumarse a las cinco que estaban operando. Los programas hidroeléctricos de la Lacandona contemplaban valles y cañadas donde se asentaban comunidades zapatistas, entre ellas las que surcaban el valle Amador, el Aguascalientes de Morelia y el municipio autónomo de Amparo Aguatinta.
No era difícil deducir que la modernización de Chiapas mediante las prácticas especulativas, depredadoras y fraudulentas propias de la ortodoxia neoliberal −incluida una nueva ronda de cercamiento de los bienes comunales, según escribiría por esos días David Harvey− significaría violencia y expulsión de pobladores. Por lo que no parecía casual que la saturación militar en las zonas de influencia zapatista hubiera sido guiada, más que por la amenaza guerrillera, por los intereses económicos y los planes de privatización de recursos geoestratégicos.
Los programas hidroeléctricos para la Lacandona servirían de apoyo a nuevos complejos urbano-industriales en Tabasco, el istmo de Tehuantepec y otras regiones. Y allí era donde parecía cuadrar como anillo al dedo el PPP, con su red de carreteras, el mejoramiento de puertos y aeropuertos y la modernización del Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, mediante inversiones públicas. El plan contemplaba perfeccionar las reformas a la legislación agraria y subsidios oficiales para enviar buenas señales a los inversionistas y acelerar la incorporación de capital privado en áreas de producción como la de derivados de petroquímicos básicos.
En ese marco no quedaba claro el apoyo de Fox a los acuerdos de San Andrés con el EZLN, cuyo aspecto medular preveía, tras una reforma constitucional, un nuevo pacto social que modificara de raíz las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales con el campesinado indígena. El proyecto contemplaba una serie de derechos y garantías, como el derecho de los pueblos originarios a su hábitat y al uso y disfrute del territorio, conforme al artículo 13.2 del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, suscrito por México. Para los mo­dernizadores mexicanos los indígenas chiapanecos constituían un estorbo, por eso, de imponerse la nueva visión empresarial-gubernamental, sus derechos históricos sobre el control de las tierras, los bosques y recursos naturales habrían de ser arrasados, ahora, ante el único derecho reconocido por el capital trasnacional: la libertad del mercado.






Como se ha mencionado en las dos entregas anteriores, el Plan Puebla-Panamá (PPP) encomendado por Vicente Fox en 2001 al entonces megamillonario Alfonso Romo Garza −futuro jefe de la oficina de la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador−, fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de comienzos del siglo XXI.

El PPP fue diseñado en Washington en función de la industria de exportación estadunidense, y el gobierno mexicano participaría en él de manera subordinada a los intereses de la Casa Blanca, Wall Street y las empresas multinacionales con casa matriz en Estados Unidos (EU). La función destinada a Fox fue la de enganchador de los gobiernos de América Central.

Igual que en el Plan Colombia, uno de los propósitos de EU con el PPP fue intervenir en el conflicto político-social de México, para imponer y favorecer a las trasnacionales del petróleo (ligadas a la administración Bush), facilitar la privatización de las terminales aéreas y portuarias, la energía eléctrica, el agua y los hidrocarburos, proteger a los terratenientes empeñados en el desarrollo agroindustrial y ganadero extensivo y, principalmente, apoderarse sin restricciones de las enormes riquezas en biodiversidad de la selva Lacandona, los Chimalapas en los límites de Oaxaca y Chiapas, y el Corredor Biológico Mesoamericano, que llega hasta Panamá.
El PPP respondió a los intereses de seguridad nacional de EU y formó parte de un reposicionamiento geoestratégico del Pentágono en América Latina ante el creciente descontento popular desencadenado por las políticas neoliberales. A eso respondió también la nueva fase de militarización y paramilitarización de estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero, en lógica de contrainsurgencia.
Dos instrumentos clave para la puesta en marcha del PPP fueron el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que junto con el Fondo Monetario Internacional (FMI) forman lo que James Petras llamó entonces la legión extranjera imperial. Fueron las instituciones que utilizaron la Casa Blanca y los acreedores de Wall Street para imponer a México y América Latina el dogal de la deuda externa.
En marzo de 2001, el mago de las privatizaciones salinistas, Jacques Rogo­zinski, entonces director de la Corporación Interamericana de Inversiones, del BID, anunció que destinaría importantes recursos para integrar a México y Centroamérica con infraestructura empresarial. En 2000 México había captado 25 por ciento del financiamiento regional del BID (10 mil millones de dólares).
En ese sentido, el PPP era un proyecto que serviría para gestionar créditos; es decir, Washington seguiría usando la política de la deuda condicionada como arma de dominación al servicio de sus intereses imperiales.
El PPP fue concebido como un proyecto de infraestructura empresarial inscrito en el Plan de Seguridad Nacional de EU, y uno de los objetivos de corto plazo fue crear corredores multimodales (carreteras, puertos, aeropuertos, vías ferroviarias) y la instalación de gasoductos y empresas ensambladoras en el sureste mexicano para generar cadenas productivas. Uno de los componentes básicos del PPP era la integración del istmo de Tehuantepec, viejo sueño que EU perseguía desde el siglo XIX.
La ideología del changarrismo social de Fox en el sureste intentó enmascarar una política destinada a convertir a México en país maquilador al servicio de las compañías estadunidenses, con base en la ventaja comparativa de la esclavitud salarial de la mano de obra istmeña y maya. Según el plan, se crearían empleos para una fuerza de trabajo sin capacitación, lo que respondía al interés de las maquiladoras que amenazaban con abandonar la franja ensambladora del norte del país ante los altos costos de producción, la excesiva regulación, el encarecimiento de la mano de obra y la defectuosa infraestructura. Para evitar que las maquiladoras abandonaran el país, Fox y Romo habilitaron el sureste mexicano con una política de exenciones fiscales y subsidios a las empresas, ofreciéndoles mano de obra campesina con sueldos de ganga y sin beneficios sociales.
El PPP ocultaba también una contrarreforma agraria ligada a la destrucción de ramas industriales vinculadas a los productos del campo. El PPP profundizaría la contrarreforma del artículo 27 constitucional, con el objetivo de enajenar tierras que seguían bajo el régimen ejidal o comunal para, una vez privatizadas, destinarlas a una agricultura de plantación que necesitaba de grandes extensiones para cultivarlas de manera tecnificada.
Dicho proceso llevaría a un nuevo régimen de latifundios, en beneficio de monopolios y oligopolios multinacionales que se habían propuesto transgenizar y controlar la producción alimentaria del planeta. Como se dijo antes, una parte oculta del PPP era permitir la biopiratería de fundaciones y corporaciones como DuPont, Monsanto, Novartis, Diversa y Pulsar, de Alfonso Romo.
Otra fórmula novedosa que contenía el PPP fue la asociación de empresas de inversionistas tipo Alfonso Romo, Carlos Slim o Lorenzo Zambrano –financistas de la campaña electoral de Fox− con agricultores de la región, fueran ejidatarios, comuneros o pequeños propietarios: estos últimos pondrían la tierra como capital y contarían con la opción de trabajar en su propiedad a cambio de un salario.







Uno de los objetivos primordiales del Plan Puebla-Panamá en la porción mexicana −como parte de un programa integral que combinaba intervencionismo político, económico y policiaco-militar subordinado a la seguridad nacional de Estados Unidos (EU)− tenía que ver con la biotecnología, ramo en que las empresas de Alfonso Romo, futuro jefe de la oficina de la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador, destacaban a comienzos del siglo XXI, en particular en Chiapas.

Entendida como la aplicación comercial de técnicas de ingeniería genética, la biotecnología puede tener, también, usos en los campos civil y castrense con fines de contrainsurgencia, en el contexto del ya mencionado Plan Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional, dependencia que junto con la Secretaría de Marina habían iniciado un acelerado proceso de subordinación militar al Pentágono; el llamado tercer vínculo.
Para comprender lo anterior es necesario romper el tabú impuesto hace más de dos décadas por la dictadura del pensamiento único neoliberal, y recuperar el análisis geopolítico y geoeconómico, develando la forma en que el capitalismo está pensando el espacio para que sea funcional a sus intereses corporativos. Lo que lleva evidentemente a otro componente esencial: la expansión del imperialismo en la actualidad.
Desde la perspectiva de lo geoeconómico y lo geopolítico, se puede evaluar cómo el contenido actual de las fuerzas productivas, sintetizado en las biotecnologías –pero que abarca también sectores como el de los hidrocarburos y la minería−, redefine los propios espacios naturales y sociales del planeta como reales fuerzas productivas estratégicas (capitalistas), y evidencia la interconexión del desarrollo tecnológico y el espacio físico mundial y del complejo espacio social (valoración, explotación, reproducción, lucha de ­clases).
El tema remite, también, a la creación de una nueva estructura militar, que a partir de una decisión unilateral del entonces secretario de Defensa estadunidense, Donald Rumsfeld, entró en operaciones el primero de octubre de 2002: el Comando Norte (NorthCom), responsable de la defensa interior de Estados Unidos ante las nuevas amenazas surgidas de enemigos no convencionales, irregulares o asimétricos. Como zona geográfica México fue incluido de facto dentro de las estructuras del nuevo comando regional del Pentágono.

La creación del Comando Norte respondió a un relanzamiento de la visión más militarista de la Doctrina Monroe (América para los americanos), y como tal, junto con los restantes comandos del Pentágono, formó parte de una política expansionista imperial en beneficio de las corporaciones multinacionales con casa matriz en EU. Lo cual remite al concepto geopolítico de nación: la nación es una sola voluntad, un solo proyecto; es voluntad de ocupación y de dominación del espacio.
Ese proyecto supone poder: la nación como un poder que impone su proyecto a los otros, los estados más débiles, que ofrecen menos resistencia (verbigracia México). Supone, pues, la conquista del espacio con sus recursos naturales, fuentes de materias primas, población con determinado poder adquisitivo (el espacio como mercado), situación con respecto a las grandes rutas marítimas y terrestres (de allí la importancia geoestratégica del Istmo de Tehuantepec).
Desde un inicio el Comando Norte tuvo un alcance geopolítico. Su proyección espacial tiene que ver con la geografía, la política, la economía capitalista (en cuanto a su funcionalidad para la extracción de plusvalía) y lo militar. Forma parte de una estrategia que remite a la idea de espacio vital ( lebensraum), con sus reminiscencias pangermanistas (el Estado como organismo en crecimiento) y hitlerianas.
Tiene que ver con perímetros de seguridad y fronteras inteligentes, presiones raciales, económicas y poblacionales, objetivos de las potencias imperialistas que han cobrado nuevo auge en nuestros días. Visto así, Donald Trump es el último eslabón presidencial de un proyecto imperial que lleva años de gestación.
Como definió el sueco Rudolf Kjellen en 1916, los estados están sujetos a la ley del crecimiento. Los estados vigorosos que cuentan con un espacio limitado obedecen a un imperativo categórico de extenderlos, ya sea por la colonización, la anexión o la conquista. A ellos, la geopolítica les reserva un destino manifiesto. Es en ese mismo sentido que Lacoste nos remite a la geografía de los militares y las empresas ­multinacionales.
Ante una eventual pérdida de hegemonía de EU, la administración Bush recrudeció la diplomacia de guerra y sus programas de inteligencia y contrainsurgencia encubiertos bajo la guerra al terrorismo, incluida su proyección sobre México, con la sumisa aquiescencia y subordinación de Vicente Fox y su canciller Jorge G. Castañeda Gutman (y luego de Felipe Calderón). En ese contexto, el Comando Norte fue el componente militar de un proyecto global que incluyó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y al Plan Puebla-Panamá, y cuyo significado estratégico fue la posesión y el control del espacio geográfico como fuerza productiva, en el contexto de una lucha interimperialista de EU con sus competidores capitalistas industrializados.













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