Precedida de una gran campaña de propaganda mediática
y trabajo de campo de funcionarios del Fondo Nacional de Fomento al
Turismo y el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, ayer 15 de diciembre
se efectuó la consulta participativa sobre el Proyecto de Desarrollo
Tren Maya en municipios de Yucatán, Chiapas, Tabasco, Campeche y Quintana Roo,
donde existen comunidades maya, ch’ol, tzeltal y tzotzil.
Bajo la premisa de que participación
es inclusión, corresponsabilidad y democracia y la
consigna ¡Decidamos juntos!, la fórmula para la fabricación del
consentimiento (Chomsky dixit) encubría que la decisión se tomó
antes de la consulta; fue adoptada por el presidente Andrés Manuel López
Obrador desde su asunción, con independencia de la libre determinación del
pueblo maya. Como ha dicho el propio AMLO, llueva, truene o relampaguee se
va a construir el Tren Maya. Lo quieran o no.
Investigadores
críticos han argumentado que el Tren Maya ni es nuevo, ni es sólo un tren, ni
es maya. Y que tampoco sacará a México de la pendiente del neoliberalismo ni
devolverá al Estado su papel rector como motor del desarrollo nacional: incluye
dos megaproyectos de infraestructura en el Istmo de Tehuantepec y la Península
de Yucatán de alcance geopolítico y privado, cuyo objetivo central es la
transformación territorial de la región sur-sureste de México en función de
intereses económicos corporativos y de seguridad estadunidenses. Y como tal,
podría conducir a un nuevo proceso de despojo de tierras bajo propiedad ejidal
en las zonas concernidas (vía la expropiación inducida o francamente
coercitiva) y la consiguiente segregación espacial de población maya.
Para
ello, como señala Josué G. Veiga (La Cuarta Transformación viaja en tren),
junto con la imposición de cierto desarrollo y al margen del Convenio
169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre la consulta previa e
informada, el proyecto Tren Maya se ha apropiado de significados e
imaginarios de la cultura maya para trastocarlos y venderlos como marca de un
proyecto nacionalista.
Según
Ana Esther Ceceña, la envergadura geopolítica y los efectos estratégicos de
transformación de la región del sureste colocan al proyecto como punto nodal
del tránsito del mercado mundial y, por tanto, de
la guerra por el control global.
Para
EU, pero también para sus competidores (China, Japón y otras economías
emergentes), el control de esa región puede hacer la diferencia en la
jerarquía de poderes a escala mundial.
En
particular −y más tras los acuerdos alcanzados en torno al Protocolo de
Enmiendas del Acuerdo Comercial entre México, EU y Canadá (T-MEC), que
ratifican la vocación maquiladora del proyecto de nación de la Cuarta
Transformación−, Washington busca mantener el Gran Caribe y el Golfo de México
(de los que el Istmo de Tehuantepec y la Península de Yucatán son áreas
estratégicas) como parte de su territorio jurisdiccional (o homeland)
que, entre otros recursos, alberga una inmensa riqueza petrolera que abarca de
Venezuela a Texas.
Dicho
objetivo ya estaba plasmado en el Plan Colombia y Plan Puebla Panamá de Bill
Clinton (1999-2000), renombrados Iniciativa Mesoamericana por Felipe Calderón y
Álvaro Uribe en 2008, y en los que la zona istmeña mexicana (hoy la ruta
Maya-Tehuantepec de AMLO) aparecía como la mejor bisagra alternativa
al Canal de Panamá (dada su saturación ante el volumen del tráfico de
mercancías y materias primas), para la movilidad del capitalismo estadunidense
en su ámbito protegido de América del Norte y en competencia interimperialista
con los otros dos megabloques integrados por las potencias asiáticas de la
Cuenca del Pacífico y la Unión Europea.
Con
la zanahoria del desarrollo, el progreso y
la modernización de los pueblos marginados del sur-sureste de México,
entonces como ahora se ofrece a la clase capitalista transnacional la
instalación de corredores de maquila con subsidios y salarios bajos, en un área
que además del Tren Maya incluye el Corredor Transístmico con su
infraestructura multimodal de conexión interoceánica (red de carreteras, vías
ferroviarias, puertos, fibra óptica) para el transporte de mercancías y bienes
naturales y sus polos de desarrollo al servicio de corporaciones
inmobiliarias y turísticas (hoteles, viviendas, centros comerciales, naves
industriales y de manufactura);del ramo energético (nuevos gasoductos en
Yucatán, la refinería de Dos Bocas) y del sector agroindustrial (palma aceitera,
sorgo, caña de azúcar, soya, programa Sembrando Vida). Lo que en su dimensión
geopolítica incluye, también, la urgencia de poner cortinas de
contención ante a los flujos migratorios de mexicanos y centroamericanos
hacia EU.
Con
otro objetivo encubierto de la consulta participativa sobre el Tren
Maya: dado que el mecanismo de financiamiento para la disponibilidad de tierras
será a través de Fideicomisos de Infraestructura y Bienes Raíces, se puede
prever un masivo proceso de despojo que convertirá a propietarios en
desposeídos, pues si bien la tierra no cambiará de propietario, será entregada
como soporte material del fideicomiso a socios o accionistas como
BlackRock, Bank of America Merrill Lynch, Goldman Sachs, Grupo Carso, CreditSuisse,
Grupo Barceló, ICA, Grupo Salinas, Bombardier, Grupo Meliá, Bachoco y Hilton
Resort.
Montado en la ola neoliberal de comienzos del siglo XXI,
el gobierno de los empresarios y para los empresarios administrado
por Vicente Fox lanzó en 2001 un millonario proyecto
de desarrollo y modernización del sureste mexicano, que
según la narrativa oficial transformaría de manera radical a toda la región. Con la zanahoria de
fomentar el desarrollo del México pobre y con apoyo del aparato militar, el
proyecto de intervencionismo estatal foxista subsidiaría, una vez más, a los
grandes industriales del país y del exterior.
La misión de Fox consistiría en
acelerar la entrada en vigor de la segunda generación de reformas neoliberales
y propiciaría el saqueo empresarial del campo mexicano iniciado tras las
iniciativas salinistas de contrarreforma al artículo 27 constitucional y el fin
del reparto agrario, que en 1992 estableció una nueva regulación de la tenencia
de la tierra, en particular, del ejido. Ambas iniciativas fueron requisitos
impuestos por Estados Unidos para que México pudiera entrar en el acuerdo de
libre comercio de América del Norte.
De llevarse a cabo
la modernización foxista, las comunidades originarias de Chiapas
serían changarrizadas –según el eufemismo predilecto utilizado por Fox para
aludir a la obligada proletarización del campesinado, al que pretendía
reconvertirlo en mano de obra barata al servicio del sector maquilador y las
agroindustrias trasnacionales– y perderían sus tierras, que serían privatizadas
junto con los recursos naturales y genéticos de la región.
Así, la entrada a
la globalización del campesinado pobre de Chiapas, Oaxaca, Guerrero y
otros estados del sureste se haría por la vía de una metamorfosis que nada
tenía que ver con la letra de los acuerdos de San Andrés, en particular con el
cumplimiento del artículo 169 de la Organización Internacional del Trabajo,
opuesto a los enfoques integracionistas y asimilacionistas del Estado
neoliberal; los ejidatarios pasarían a ser peones dependientes, sin autonomía y
sometidos a nuevas tiendas de raya trasnacionales.
En realidad, lo que estaba
en disputa en Chiapas era el control y la propiedad de la selva Lacandona, muy
rica en agua, hidrocarburos, madera y biodiversidad. Era predecible, además,
que la zona padecería la biopiratería de los conocimientos
etnobotánicos y farmacéuticos ancestrales de la población maya, que pretendían
ser patentados por compañías como Diversa, Monsanto, Novartis y Savia
–principales productoras mundiales de organismos genéticamente modificados– que
ya operaban en la zona.
De ahí que no fuera casual
que el plan, que suponía una amplia ofensiva de inversiones estatales y
privadas nacionales y extranjeras, estuviera tutelado por un viejo amigo de
Fox, Alfonso Romo Garza, cabeza de los grupos Pulsar Internacional y Savia
(antes Seminis), líderes mundiales en la producción y distribución de semillas
híbridas (transgénicas) con actividades en 120 países, quien aparecía ya
entonces en la lista de megamillonarios de Forbes.
El nuevo proyecto de
conquista implicaría a corto o mediano plazo una lucha interoligárquica entre
el empresariado moderno de Monterrey y sus aliados trasnacionales de México y
del exterior, y los grupos tradicionales ultraconservadores y racistas de
Chiapas: el viejo sector terrateniente y ganadero de tipo feudal, ligado
al Partido Revolucionario Institucional, que ya no respondía a las necesidades
del dios mercado.
La estrategia foxista para
la entrada de grandes capitales a esa región de México –en particular Chiapas,
Oaxaca y Guerrero, asiento de las guerrillas del EZLN y el EPR– era en realidad
obra del ex subsecretario de Hacienda Santiago Levy, hombre clave de
los reformadores Salinas y Zedillo. Bajo el nombre de El sur
también existe, el proyecto fue adoptado por Fox y puesto bajo el monitoreo de
uno de sus hombres de confianza: Alfonso Romo, designado ahora futuro jefe de
la oficina de la Presidencia por Andrés Manuel López Obrador.
En seguida de las
modificaciones al artículo 27 constitucional, Romo, con cuantiosas inversiones
en el sureste mexicano, dijo: El proyecto Chiapas es el que más me gusta
de todos mis negocios. Las empresas de Romo en esa entidad se habían dedicado
al monocultivo de productos de exportación, como la palma africana, plantas
ornamentales y el bambú tipo Gandía, y se especuló entonces que detrás de las
acciones amigables al medio ambiente de Pulsar se pretendía ocultar
actividades de bioprospección y biopiratería, disimuladas con una gruesa capa
de barniz ecologista.
Admirador de la revolución
neoconservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, Romo decía estar convencido
de que la presión social no disminuye con balas, sino promoviendo riqueza.
Y él sabía cómo hacerlo. Lo que no dijo entonces −ni tampoco Fox− fue que el
Plan Puebla-Panamá era la última fase de un plan contrainsurgente inscrito en
una guerra de baja intensidad, que venía a sumarse a las labores de guerra
sicológica, acción cívica, control de población y guerra sucia paramilitar
desplegadas por el Ejército en los seis años anteriores. El PPP era la cara
económica del plan militar Chiapas 2000 de la Secretaría de la
Defensa Nacional, dirigida a quitarle las banderas a los zapatistas
sobre la base de la legitimidad democrática del nuevo régimen
foxista.
En el
marco de la guerra de baja intensidad contra el EZLN, el Plan Chiapas 2000
de la Secretaría de la Defensa Nacional fue un componente esencial del Plan
Puebla-Panamá (PPP) diseñado en Washington; formó parte de un programa
integral que combinaba intervencionismo político, económico y militar, pero que
fue presentado por Vicente Fox en 2001 como plan de pacificación, desarrollo y
creación de empleos.
El
PPP fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de
comienzos del siglo XXI, y pieza clave de un proyecto de alcance geoestratégico
continental e imperial de Estados Unidos, en que participaron sectores del gran
capital financiero, consorcios multinacionales y las oligarquías de los países
del área.
En
ese contexto, lo que estaba en disputa en la selva Lacandona eran vastos
recursos acuíferos, de hidrocarburos y biodiversidad hasta entonces vírgenes y
apetecidos por las corporaciones para la acumulación de capital. Debido a la
abundancia de agua, las zonas abarcadas por el PPP eran consideradas idóneas
para el nuevo patrón técnico de producción de inicios de siglo, en particular,
la biogenética y las plantas forestales comerciales. Según el Banco Mundial,
Chiapas era un interesante campo experimental en biogenética y
biodiversidad para los empresarios. Y no era casual que Savia, la empresa de
Alfonso Romo, fuera la sexta trasnacional del mundo en agrobiotecnología.
En
el millón 879 mil hectáreas de la selva Lacandona –que concentraba ocho
municipios bajo la influencia del EZLN– estaba 25 por ciento del agua
superficial del país, que generaba entonces 45 por ciento del suministro
hidroeléctrico, y la región albergaba más de la mitad de las especies mexicanas
de árboles tropicales y 3 mil 500 especies de plantas. En el valle de Amador,
donde el Ejército había tejido una red de instalaciones militares y tenía
movilizados grupos aeromóviles de fuerzas especiales (Gafes), el petróleo se
olía a ras del suelo, como había señalado al autor el subcomandante
Marcos.
Asimismo,
en una carta a José Saramago, Marcos había dicho que en las
áreas de Marqués de Comillas y Ocosingo había una inmensa mina de
hidrocarburos, con un potencial estimado en 3 mil millones de barriles de
petróleo. A su vez, el yacimiento Nazareth de Pemex se superponía con el
poblado Francisco Gómez (antes La Garrucha), uno de los cinco Aguascalientes zapatistas,
que quedaba nadando en el centro de ese yacimiento.
Los
cuantiosos recursos acuíferos de Chiapas explicaban también las apetencias del
capital global y las presiones para la privatización de la cuenca del
Usumacinta y la construcción, con fondos privados, de ocho represas
hidroeléctricas en la selva Lacandona. Proyecto menor, comparado con los
programas de construcción de la Comisión Federal de Electricidad que, desde
1986, tenía previsto instalar 71 nuevas represas hidroeléctricas en Chiapas,
que habrían de sumarse a las cinco que estaban operando. Los programas
hidroeléctricos de la Lacandona contemplaban valles y cañadas donde se
asentaban comunidades zapatistas, entre ellas las que surcaban el valle Amador,
el Aguascalientes de Morelia y el municipio autónomo de Amparo
Aguatinta.
No
era difícil deducir que la modernización de Chiapas mediante las
prácticas especulativas, depredadoras y fraudulentas propias de la ortodoxia neoliberal
−incluida una nueva ronda de cercamiento de los bienes comunales, según
escribiría por esos días David Harvey− significaría violencia y expulsión de
pobladores. Por lo que no parecía casual que la saturación militar en las zonas
de influencia zapatista hubiera sido guiada, más que por la amenaza
guerrillera, por los intereses económicos y los planes de privatización de
recursos geoestratégicos.
Los
programas hidroeléctricos para la Lacandona servirían de apoyo a nuevos
complejos urbano-industriales en Tabasco, el istmo de Tehuantepec y otras
regiones. Y allí era donde parecía cuadrar como anillo al dedo el PPP, con su
red de carreteras, el mejoramiento de puertos y aeropuertos y la modernización
del Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, mediante inversiones públicas. El
plan contemplaba perfeccionar las reformas a la legislación agraria y
subsidios oficiales para enviar buenas señales a los inversionistas y
acelerar la incorporación de capital privado en áreas de producción como la de
derivados de petroquímicos básicos.
En
ese marco no quedaba claro el apoyo de Fox a los acuerdos de San Andrés con el
EZLN, cuyo aspecto medular preveía, tras una reforma constitucional, un nuevo
pacto social que modificara de raíz las relaciones sociales, políticas, económicas
y culturales con el campesinado indígena. El proyecto contemplaba una serie de
derechos y garantías, como el derecho de los pueblos originarios a su hábitat y
al uso y disfrute del territorio, conforme al artículo 13.2 del convenio 169 de
la Organización Internacional del Trabajo, suscrito por México. Para
los modernizadores mexicanos los indígenas chiapanecos constituían
un estorbo, por eso, de imponerse la nueva visión empresarial-gubernamental,
sus derechos históricos sobre el control de las tierras, los bosques y recursos
naturales habrían de ser arrasados, ahora, ante el único derecho reconocido por
el capital trasnacional: la libertad del mercado.
Como
se ha mencionado en las dos entregas anteriores, el Plan Puebla-Panamá
(PPP) encomendado por Vicente Fox en 2001 al entonces megamillonario Alfonso
Romo Garza −futuro jefe de la oficina de la Presidencia de Andrés Manuel López
Obrador−, fue una manifestación genuina de la clase capitalista trasnacional de
comienzos del siglo XXI.
El PPP fue diseñado en
Washington en función de la industria de exportación estadunidense, y el
gobierno mexicano participaría en él de manera subordinada a los intereses de
la Casa Blanca, Wall Street y las empresas multinacionales con casa matriz en
Estados Unidos (EU). La función destinada a Fox fue la
de enganchador de los gobiernos de América Central.
Igual
que en el Plan Colombia, uno de los propósitos de EU con el PPP fue intervenir
en el conflicto político-social de México, para imponer y favorecer a las
trasnacionales del petróleo (ligadas a la administración Bush), facilitar la
privatización de las terminales aéreas y portuarias, la energía eléctrica, el
agua y los hidrocarburos, proteger a los terratenientes empeñados en el
desarrollo agroindustrial y ganadero extensivo y, principalmente, apoderarse
sin restricciones de las enormes riquezas en biodiversidad de la selva
Lacandona, los Chimalapas en los límites de Oaxaca y Chiapas, y el Corredor
Biológico Mesoamericano, que llega hasta Panamá.
El
PPP respondió a los intereses de seguridad nacional de EU y formó parte de un
reposicionamiento geoestratégico del Pentágono en América Latina ante el
creciente descontento popular desencadenado por las políticas neoliberales. A
eso respondió también la nueva fase de militarización y paramilitarización de
estados como Chiapas, Oaxaca y Guerrero, en lógica de contrainsurgencia.
Dos
instrumentos clave para la puesta en marcha del PPP fueron el Banco Mundial
(BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que junto con el Fondo
Monetario Internacional (FMI) forman lo que James Petras llamó entonces la
legión extranjera imperial. Fueron las instituciones que utilizaron la Casa
Blanca y los acreedores de Wall Street para imponer a México y América Latina
el dogal de la deuda externa.
En
marzo de 2001, el mago de las privatizaciones salinistas, Jacques
Rogozinski, entonces director de la Corporación Interamericana de Inversiones,
del BID, anunció que destinaría importantes recursos para integrar a México y
Centroamérica con infraestructura empresarial. En 2000 México había captado 25
por ciento del financiamiento regional del BID (10 mil millones de dólares).
En
ese sentido, el PPP era un proyecto que serviría para gestionar créditos; es
decir, Washington seguiría usando la política de la deuda condicionada como
arma de dominación al servicio de sus intereses imperiales.
El
PPP fue concebido como un proyecto de infraestructura empresarial inscrito en
el Plan de Seguridad Nacional de EU, y uno de los objetivos de corto plazo fue
crear corredores multimodales (carreteras, puertos, aeropuertos, vías
ferroviarias) y la instalación de gasoductos y empresas ensambladoras en el
sureste mexicano para generar cadenas productivas. Uno de los componentes
básicos del PPP era la integración del istmo de Tehuantepec, viejo sueño que EU
perseguía desde el siglo XIX.
La
ideología del changarrismo social de Fox en el sureste intentó
enmascarar una política destinada a convertir a México en país maquilador al
servicio de las compañías estadunidenses, con base en la ventaja comparativa de
la esclavitud salarial de la mano de obra istmeña y maya. Según el plan, se
crearían empleos para una fuerza de trabajo sin capacitación, lo que
respondía al interés de las maquiladoras que amenazaban con abandonar la franja
ensambladora del norte del país ante los altos costos de producción, la excesiva
regulación, el encarecimiento de la mano de obra y la defectuosa
infraestructura. Para evitar que las maquiladoras abandonaran el país, Fox y
Romo habilitaron el sureste mexicano con una política de exenciones fiscales y
subsidios a las empresas, ofreciéndoles mano de obra campesina con sueldos de
ganga y sin beneficios sociales.
El
PPP ocultaba también una contrarreforma agraria ligada a la destrucción de
ramas industriales vinculadas a los productos del campo. El PPP profundizaría
la contrarreforma del artículo 27 constitucional, con el objetivo de enajenar
tierras que seguían bajo el régimen ejidal o comunal para, una vez
privatizadas, destinarlas a una agricultura de plantación que necesitaba de
grandes extensiones para cultivarlas de manera tecnificada.
Dicho
proceso llevaría a un nuevo régimen de latifundios, en beneficio de monopolios
y oligopolios multinacionales que se habían propuesto transgenizar y
controlar la producción alimentaria del planeta. Como se dijo antes, una parte
oculta del PPP era permitir la biopiratería de fundaciones y corporaciones como
DuPont, Monsanto, Novartis, Diversa y Pulsar, de Alfonso Romo.
Otra
fórmula novedosa que contenía el PPP fue la asociación de
empresas de inversionistas tipo Alfonso Romo, Carlos Slim o Lorenzo Zambrano
–financistas de la campaña electoral de Fox− con agricultores de la región,
fueran ejidatarios, comuneros o pequeños propietarios: estos últimos pondrían
la tierra como capital y contarían con la opción de trabajar en su
propiedad a cambio de un salario.
Uno
de los objetivos primordiales del Plan Puebla-Panamá en la porción
mexicana −como parte de un programa integral que combinaba intervencionismo
político, económico y policiaco-militar subordinado a la seguridad
nacional de Estados Unidos (EU)− tenía que ver con la biotecnología, ramo
en que las empresas de Alfonso Romo, futuro jefe de la oficina de la
Presidencia de Andrés Manuel López Obrador, destacaban a comienzos del siglo
XXI, en particular en Chiapas.
Entendida como la aplicación comercial de técnicas de
ingeniería genética, la biotecnología puede tener, también, usos en los campos
civil y castrense con fines de contrainsurgencia, en el contexto del ya
mencionado Plan Chiapas 2000 de la Secretaría de la Defensa Nacional,
dependencia que junto con la Secretaría de Marina habían iniciado un acelerado
proceso de subordinación militar al Pentágono; el llamado tercer vínculo.
Para
comprender lo anterior es necesario romper el tabú impuesto hace más de dos
décadas por la dictadura del pensamiento único neoliberal, y recuperar el
análisis geopolítico y geoeconómico, develando la forma en que el capitalismo
está pensando el espacio para que sea funcional a sus intereses corporativos.
Lo que lleva evidentemente a otro componente esencial: la expansión del
imperialismo en la actualidad.
Desde
la perspectiva de lo geoeconómico y lo geopolítico, se puede evaluar cómo el
contenido actual de las fuerzas productivas, sintetizado en las biotecnologías
–pero que abarca también sectores como el de los hidrocarburos y la minería−,
redefine los propios espacios naturales y sociales del planeta como reales
fuerzas productivas estratégicas (capitalistas), y evidencia la interconexión
del desarrollo tecnológico y el espacio físico mundial y del complejo espacio
social (valoración, explotación, reproducción, lucha de clases).
El
tema remite, también, a la creación de una nueva estructura militar, que a
partir de una decisión unilateral del entonces secretario de Defensa
estadunidense, Donald Rumsfeld, entró en operaciones el primero de octubre de
2002: el Comando Norte (NorthCom), responsable de la defensa interior de
Estados Unidos ante las nuevas amenazas surgidas de enemigos no
convencionales, irregulares o asimétricos. Como zona geográfica México fue
incluido de facto dentro de las estructuras del nuevo comando
regional del Pentágono.
La
creación del Comando Norte respondió a un relanzamiento de la visión más
militarista de la Doctrina Monroe (América para los americanos), y como tal,
junto con los restantes comandos del Pentágono, formó parte de una política
expansionista imperial en beneficio de las corporaciones multinacionales con
casa matriz en EU. Lo cual remite al concepto geopolítico de nación: la nación
es una sola voluntad, un solo proyecto; es voluntad de ocupación y de
dominación del espacio.
Ese
proyecto supone poder: la nación como un poder que impone su proyecto a los
otros, los estados más débiles, que ofrecen menos resistencia (verbigracia
México). Supone, pues, la conquista del espacio con sus recursos naturales,
fuentes de materias primas, población con determinado poder adquisitivo (el
espacio como mercado), situación con respecto a las grandes rutas marítimas y
terrestres (de allí la importancia geoestratégica del Istmo de Tehuantepec).
Desde
un inicio el Comando Norte tuvo un alcance geopolítico. Su proyección espacial
tiene que ver con la geografía, la política, la economía capitalista (en cuanto
a su funcionalidad para la extracción de plusvalía) y lo militar. Forma parte
de una estrategia que remite a la idea de espacio vital ( lebensraum),
con sus reminiscencias pangermanistas (el Estado como organismo en crecimiento)
y hitlerianas.
Tiene
que ver con perímetros de seguridad y fronteras inteligentes,
presiones raciales, económicas y poblacionales, objetivos de las potencias
imperialistas que han cobrado nuevo auge en nuestros días. Visto así, Donald
Trump es el último eslabón presidencial de un proyecto imperial que lleva años
de gestación.
Como
definió el sueco Rudolf Kjellen en 1916, los estados están sujetos a la
ley del crecimiento. Los estados vigorosos que cuentan con un espacio limitado
obedecen a un imperativo categórico de extenderlos, ya sea por la
colonización, la anexión o la conquista. A ellos, la geopolítica les reserva un
destino manifiesto. Es en ese mismo sentido que Lacoste nos remite a la
geografía de los militares y las empresas multinacionales.
Ante
una eventual pérdida de hegemonía de EU, la administración Bush recrudeció la
diplomacia de guerra y sus programas de inteligencia y contrainsurgencia
encubiertos bajo la guerra al terrorismo, incluida su proyección sobre
México, con la sumisa aquiescencia y subordinación de Vicente Fox y su
canciller Jorge G. Castañeda Gutman (y luego de Felipe Calderón). En ese
contexto, el Comando Norte fue el componente militar de un proyecto global que
incluyó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y al Plan Puebla-Panamá,
y cuyo significado estratégico fue la posesión y el control del espacio
geográfico como fuerza productiva, en el contexto de una lucha
interimperialista de EU con sus competidores capitalistas industrializados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario