la democracia en muchos lugares del mundo atraviesa por una profunda crisis. la politica se convierte en una rama de la industria del espectáculo.
la gente no vota por el mejor, sino por el más chistoso...pero cualquier persona honesta tiene que estar contra el fascismo, punto.
amos oz
(1939 – 2018)
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manifiesto para la democratización de Europa thomas piketty
un comentario metalúrgico peter scherrer
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una revuelta francesa :
siete dias con los chalecos amarillos euronews
voices of the yellow vests the intercept
la centralidad de la acción directa franck gaudichard
is the symbol spreading across Europe? bbc
un comentario británico jeremy harding
como ver la noticia de slavoj zizek
deutschland macht dicht / le alt right en coulisses
comentarios españoles pablo iglesias e invitados en fuerte apache
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elecciones the new yorker
400 000 fascistas en andalucía antonio maestre
2 caminos para la derecha francesa mark lilla
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antifa, un adelanto
an antifascist handbook mark brey
un comentario catalán eudald espluga
un comentario newyorkino daniel penny
tres comentarios fotográficos
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una condena sueca greta thunberg
Manifiesto
para la democratización de Europa
Thomas Piketty
09/12/2018
El autor de este manifiesto es Thomas Piketty, economista francés especialista en desigualdad económica, autor de ‘El capital en el siglo XXI’ y director de estudios de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales. El manifiesto lo firman 55 intelectuales y políticos, entre ellos Pablo Iglesias y Massimo D’Alema. La Vanguardia publica este manifiesto junto a otros medios internacionales que forman parte del Grupo Europa.
Nosotros, ciudadanos europeos de orígenes y países diferentes, hacemos hoy un llamamiento para transformar profundamente las instituciones y las políticas europeas. Este Manifiesto contiene propuestas específicas; en concreto, un proyecto de Tratado de Democratización y un proyecto de Presupuesto que ya pueden ser adoptados y aplicados por los países que lo deseen, sin que ningún país esté en condiciones de bloquear a los que deseen avanzar. Puede ser firmado en línea (www.tdem.eu) por todos los ciudadanos que se identifiquen con él. Puede ser retomado y mejorado por todos los movimientos políticos.
Tras el Brexit y la formación de gobiernos antieuropeístas en diversos países miembros, ya no es posible seguir como antes. No es posible contentarse con esperar las próximas salidas, los próximos desmantelamientos, sin introducir ningún cambio fundamental en la actual Europa.
Nuestro continente se encuentra hoy atrapado entre, por un lado, unos movimientos políticos cuyo único programa es la persecución de extranjeros y refugiados, un programa que ya han empezado a aplicar; y, por otro, unos partidos que se dicen europeístas, pero que en el fondo siguen considerando que el liberalismo puro y duro y la aplicación de la competencia a todos los ámbitos (Estados, empresas, territorios, individuos) bastan para definir un proyecto político, sin darse cuenta de que es precisamente la falta de ambición social lo que alimenta la sensación de abandono.
Algunos movimientos sociales y políticos intentan quebrar ese diálogo mortífero avanzando hacia una refundación política, social y medioambiental de Europa. Y es que, tras una década de crisis, las urgencias propiamente europeas no escasean: infrainversión pública estructural (sobre todo, en el ámbito de la formación y la investigación), incremento de las desigualdades sociales, aceleración del calentamiento climático, crisis en la acogida de migrantes y refugiados. Sin embargo, esos movimientos tienen muchas veces dificultades para formular un proyecto alternativo concreto, es decir, para describir de forma precisa cómo desearían organizar la Europa del futuro y la toma democrática de decisiones en su seno.
Nosotros, ciudadanos europeos, presentamos con este Manifiesto, este Tratado y este Presupuesto unas propuestas precisas a la opinión pública. No son perfectas, pero tienen el mérito de existir: cualquiera puede tomarlas para mejorarlas. Se basan en una sencilla convicción. Europa debe construir un modelo original que garantice un desarrollo social equitativo y duradero para sus ciudadanos, a los que sólo convencerá abandonando las promesas vagas y teóricas. Europa sólo se reconciliará con sus ciudadanos si aporta una prueba concreta de que es capaz de establecer una solidaridad entre europeos y de hacer que los ganadores de la globalización contribuyan a la financiación de los bienes públicos que Europa necesita hoy cruelmente. Es decir, de hacer que las grandes empresas contribuyan más que las pequeñas y las medianas y que los contribuyentes más ricos paguen más que los más pobres, algo que en la actualidad no sucede.
Nuestras propuestas se basan en la creación de un Presupuesto de Democratización debatido y votado por una Asamblea Europea soberana, que permita que Europa se dote por fin de un poder público capaz de enfrentarse sin dilación a las urgencias europeas y, al mismo tiempo, producir un conjunto de bienes públicos en el marco de una economía duradera y solidaria. Así podremos dar por fin sentido a la promesa inscrita en el Tratado de Roma de una “mejora de las condiciones de vida y de trabajo”.
Cuatro grandes impuestos europeos
Semejante Presupuesto, si la Asamblea Europea así lo decide, estará financiada por cuatro grandes impuestos europeos, marcadores concretos de esa solidaridad europea, que se aplicarán a los beneficios de las grandes empresas, las rentas altas (por encima de los 200.000 euros anuales), los grandes patrimonios (más de un millón de euros) y las emisiones de carbono (con un precio mínimo de 30 euros por tonelada, sujeto a incrementos anuales). De fijarse en el 4 por ciento del PIB, tal como proponemos, dicho presupuesto podría financiar la investigación, la formación y las universidades europeas, un ambicioso programa de inversiones para transformar nuestro modelo de crecimiento, financiar la acogida de migrantes y acompañar a los agentes de la transformación; pero también podría proporcionar cierto margen de maniobra presupuestaria a los Estados miembros para reducir la regresiva tributación que pesa sobre los salarios o el consumo.
No se trata de crear una “Europa de las transferencias” orientada a quitar dinero a los países “virtuosos” para dárselo a los que lo son menos. El proyecto de Tratado de Democratización (www.tdem.eu) lo afirma explícitamente al limitar la diferencia entre ingresos recibidos e pagos efectuados por un país a un umbral del 0,1 por ciento de su PIB. Ese umbral podrá elevarse en caso de que exista un consenso en dicho sentido, pero la verdadera cuestión es otra: se trata ante todo de reducir la desigualdad en el seno de los diferentes países e invertir en el futuro de todos los europeos, empezando por supuesto por los más jóvenes, sin favorecer a un país concreto por encima de otro. Semejante cálculo excluye los gastos y las inversiones realizados en un país para satisfacer un objetivo de interés común que beneficie igualmente a todos los países, como las políticas para combatir el calentamiento global. Dado que permitirá financiar bienes públicos europeos que beneficiarán a todos los países, el Presupuesto de Democratización favorecerá de facto un efecto de convergencia entre los Estados europeos.
Como hay que actuar deprisa, pero también sacar a Europa del actual atolladero tecnocrático, proponemos la creación de una Asamblea Europea que permita debatir y votar esos nuevos impuestos europeos, así como el presupuesto de democratización, sin que sea necesario en un primer momento modificar el conjunto de los tratados europeos.
Por supuesto, dicha Asamblea Europea tendrá que dialogar con las actuales instancias de decisión (en particular, el Eurogrupo, que reúne mensual e informalmente a los ministros de Economía de la eurozona), pero será ella la que decida en última instancia, en caso de desacuerdo. De otro modo quedaría comprometida su capacidad de convertirse en la sede de un nuevo espacio político transnacional donde puedan expresarse por fin partidos, movimientos sociales y organizaciones no gubernamentales. Y también se vería comprometida su eficacia, puesto que se trata de extraer finalmente a Europa del eterno inmovilismo de las negociaciones intergubernamentales. No olvidemos que la regla de la unanimidad fiscal en vigor en la Unión Europea bloquea desde hace años la aprobación de cualquier impuesto europeo y alimenta la eterna huida hacia el dumping fiscal en favor de los más ricos y móviles una práctica que continúa hoy en día a pesar de todos los discursos y que continuará mientras no se establezcan otras reglas de decisión.
Como la Asamblea Europea tendrá competencias para aprobar impuestos y entrar en el interior mismo del pacto democrático, fiscal y social de los Estados miembros, es importante involucrar en ella a parlamentarios nacionales y europeos. Al conceder a los primeros un lugar central, las elecciones legislativas nacionales quedarán transformadas de facto en elecciones europeas: los diputados nacionales ya no tendrán ocasión de responsabilizar a Bruselas y deberán explicar a los electores los proyectos y presupuestos que pretenden defender en el seno de la Asamblea Europea. La reunión de los parlamentarios nacionales europeos en una misma Asamblea creará unos usos de cogobernanza que hoy sólo existen entre los jefes de Estado y los ministros de Economía.
Por ello proponemos, en el Tratado de Democratización disponible en línea (www.tdem.eu), que la Asamblea Europea esté compuesta en un 80 por ciento por diputados de los parlamentos nacionales firmantes del Tratado (según la proporción de la población de los países y los grupos políticos) y en un 20 por ciento por miembros del actual Parlamento Europeo (según la proporción de los grupos políticos). Semejante elección merece un amplio debate. De hecho, nuestro proyecto podría igualmente funcionar con una proporción menor de diputados nacionales (un 50%, por ejemplo).
Ahora bien, en nuestra opinión, si esa proporción fuera muy pequeña, la Asamblea Europea vería mermada su legitimidad para involucrar al conjunto de la ciudadanía europea en la vía de un nuevo pacto social y fiscal, y el proyecto podría verse rápidamente debilitado por conflictos de legitimidad democrática entre las elecciones nacionales y europeas.
Ahora tenemos que actuar deprisa. Si bien es deseable que todos los países de la Unión Europea se unan sin demora al proyecto y si bien es preferible que lo adopten de entrada los cuatro principales países de la eurozona (que juntos representan más del 70% del PIB y de la población de la zona), el conjunto del proyecto ha sido concebido para que pueda ser jurídica y económicamente adoptado y aplicado por cualquier subconjunto de países que desee hacerlo. Se trata de un punto importante porque permite a los países y los movimientos políticos que lo deseen poner de manifiesto su voluntad concreta de avanzar adoptando de forma inmediata este proyecto, o una forma mejorada del mismo. Apelamos a todas y todos a que asuman sus responsabilidades y que participen en un debate preciso y constructivo para el futuro de Europa
Traducción: Juan Gabriel López Gui
No New Narratives, Please!
by Peter Scherrer on 13/12/2018
Massimiliano Santini’s recent article here finishes with
“…the solution may be in elaborating and putting forward a new narrative.
It’s the narrative, stupid!”
Please, not a new narrative! That would be stupid!
To cut it short: what Europe needs is credibility, not a new narrative. Europe has to deliver. The only really convincing narrative is : politicians, managers, civil servants, trade unionists, NGO representatives, clerics – all the people who appear in the media and public as part of the decision-making process in democratic societies must say what they intend to do and do what they say.
Mr Santini argues that “liberal-democratic and progressive parties have the responsibility of elaborating a new kind of political narrative that connects technical reforms with people’s needs and emotions in a globalised Europe”. The answer to that is: Europe has to deliver more quickly and in a comprehensible way what people need in a globalised Europe. Of course, unregulated globalisation is a massive political and economic challenge. That is particularly true when globalisation is dominated by the two economic superpowers that are, on the one side, governed by an egocentric and erratic president and his subordinated household, and on the other, ruled by a capitalist version of the ‘dictatorship of the proletariat‘ with clear ambitions for global economic power. One more reason to act swiftly and firmly at the European level.
Why do people increasingly believe that the answer is: Spain, Germany, Britain, Austria, the Netherlands, France … my nation first? Perhaps because ‘at home‘, the responsible institutions and people are closer, more directly accessible, and more easily held accountable. They appear more often, they are more visible. They speak my language. Why might, as Mr Santini fears, the “nationalist international” be successful in the European Parliament elections in May 2019? The populist-nationalists offer easy ‘solutions‘, definite decisions, firm action, but in general they stress that they are against the political/societal establishment. Verbal reactions are often radical and rapid. Their style appears active and energetic. That makes them attractive for a growing number of Europeans
Slow news
The news from Brussels usually starts with an early morning report about a dispute that far too often reaches no agreement or just a modest compromise. A very recent example is the debate about the ‘digital tax‘ (taxing just 3 percent of the income from advertisements on Google, Facebook…, the French-German compromise exempting the data trade, applied only from 2021 (!) onwards, put on hold for a final decision in 2019). Another example is the financial transaction tax – under discussion for years. It is further delayed and will probably not be decided before 2020. For years there has been no real progress on European taxation. The EU is wavering on an issue of major importance: social justice! No employee can escape taxation, but big multinationals and speculators obviously can.
Also for years, the policy discussions on refugees and migrants have been in deadlock. Refugee policy is one of the most decisive issues during elections (for example, the recent elections in Andalusia). In the absence of effective measures at European level, politicians like Orbán, Salvini and Kurz score points because of their determined crackdown.
The Conference of the Parties to the United Nations Framework Convention on Climate Change, COP 24, in Katowice, will most likely lead to disappointment in many respects. Participants who demand stricter measures to safeguard the environment as well as those who care about the social consequences for workers in the ‘polluting industries‘ will clearly be frustrated if there is no just transition framework for those who suffer the consequences of redundancy.
A comprehensive European policy, a tangible European contribution to COP 24 is not visible.
A purposeful and firm stand by the EU, combining environmental and social priorities, would support the narrative that “Europe stands for the future”.
True Social Europe
The European Pillar of Social Rights (EPSR) could have been a contribution to creating confidence and trust in Europe among its citizens. As it stands now, it might mean progress in the field of work-life balance, access to social security systems, clearer definition of labour contracts and the establishment of a labour authority (inspectorates). Currently, all this is in the legislative process. The Council will determine what the social pillar can support. The EPSR was approved by member states and the responsibility is on their shoulders too. It certainly did not mean a paradigm shift of social policy from member states to the EU. However, what the Social Pillar can deliver is far too small to be labelled ‘Social Europe‘. We need a Europe that advances a progressive social policy in order to generate a positive impression among working and, in particular, people without work.
People want social justice. That would be the best and most convincing argument for defending Europe and further Europeanisation. President Macron should learn very quickly the lessons of recent weeks. The gilets jaunes are about social justice. And many of the social democratic parties must make it clear what they want and what they stand for. One option is to stand firm “Together in Europe”. It goes without saying that this would mean more EU competences on social policy. Otherwise, they will vanish, as some already have.
When Europe stands for solutions and action it will have created its best possible narrative. When action creates the narratives they will be convincing and sustainable. Europe certainly does not need a new narrative – it needs credibility.
siete días con los chalecos amarillos euronews en español
Voices of the Yellow Vests the intercept
video : https://www.youtube.com/watch?v=KxAR9mooOog
Entrevista al historiador Franck Gaudichaud
La centralidad de la acción directa
Matías Guerra U.
Revista ROSA
Franck Gaudichaud es historiador y académico de la Universidad de Grenoble Alpes, Francia. Ha estudiado al movimiento obrero en Chile y los movimientos populares en América Latina desde hace muchos años, Desde hace algunos años, trabaja la historia reciente del movimiento obrero de los trabajadores portuarios de Chile. Conversó con la revista ROSA (Chile) en esta extensa entrevista que resumimos.
Partamos discutiendo qué ocurre en la coyuntura actual de los chalecos amarillos y la situación política que se abre a partir de las movilizaciones masivas
Lo interesante es que se trata de un movimiento bastante inédito, que surge desde abajo, en estratos/clases populares esencialmente de trabajadores, sin presencia sindical marcada. Muchos de ellos incluso sin experiencia sindical, aunque no todos. Y sin una preorganización tampoco y trabajo previo de la izquierda partidaria. Eso es un elemento central.
Es el surgimiento desde abajo de un descontento popular acumulado ante el gobierno de Macron, pero también por gobiernos anteriores. Algunos dicen que son 40 años de acumulación de rabia contenida, que en un momento dado, por medio de una vía de escape no prevista que fue el impuesto sobre la gasolina, hace que dos o tres personas lancen una petición por Facebook, y esa petición se vuelva viral, y en base a esa viralización donde hubo más de un millón de firmas en unos pocos días, algunos digan “no basta con la petición, vamos a ir a las plazas, a las calles, y a las rotondas, y vamos a instalarnos en las vías de circulación a bloquear el tránsito”.
De cierta manera podemos decir que esta movilización es una “movilización 2.0”, de una nueva generación, que muestra los límites de la presencia sindical y de las izquierdas (de las más social-liberales a las más anticapitalistas) en las clases populares y en los territorios.
Muestra también una capacidad organizativa en red, y por eso no hablaría de “espontaneidad”: hay organización, pero es una organización mucho más horizontal y “digital”, lo que conlleva evidentemente problemas e diversos tipos de dificultades en términos de deliberación, debate democrático, tomas de decisión, etc. Lo llamativo también es que es un movimiento donde está ausente el lugar de trabajo y la relación salarial, algunos autores (como el historiador Samuel Hayat) lo presentan como una lucha que parte de la “economía moral” de las y los de abajo, del sentimiento de injusticia, mucho más que desde el trabajo organizado frente al capital.
Esa ausencia inicial limita mucho el poder “disruptivo” y antisistema del movimiento, por razones evidentes y es entonces un problema político de envergadura. Eso no quita que podemos calificar esta insurrección en curso como la emergencia inesperada de una oposición popular al “bloque burgués” y de un primer paso hacia la unificación de las clases subalternas en Francia en contra del neoliberalismo macronista (siguiendo así el análisis del economista Stefano Palombarini).
Bueno, esa gran sorpresa colectiva surge en noviembre y ahora estamos a casi dos meses de movilización. En el transcurso, hubo 6 grandes jornadas de movilización de chalecos amarillos, y el proceso fue tomando vuelo hasta el 8 de diciembre, donde hubo hasta 300 mil personas en las calles, en las distintas regiones de Francia, y en París.
Ahora, acerca del carácter del movimiento, hay muchos debates para definirlo. Tuvo un impacto muy grande en los debates de las izquierdas y filas militantes sindicales tradicionales, que en un primer momento, quedaron totalmente atrás y marginados del movimiento, sin capacidad, ni voluntad incluso de participar, que es lo peor. Se vio una gran falencia o incomprensión de la mayor parte de las direcciones nacionales de las centrales sindicales, CGT (Confederación General de Trabajadores) incluido, por un movimiento que no controlan y por lo tanto temían. Sólo los sindicatos combativos de “Solidaires” entendieron inmediatamente el potencial de esta lucha.
Es decir, en primera instancia, asistimos a un momento de rechazo por parte de amplios sectores, y no solo del poder, de los medios de comunicación y de los sectores dominantes, ya que también las orgánicas de izquierda se quedaron afuera y dijeron “eso no es lo nuestro”.
Es verdad que se vislumbró la presencia activa de la extrema derecha en algunas marchas o rotondas, con discursos racistas, homofóbicos, excluyentes, etc… Lo que invitaba a ser cautos.
Pero, luego nos dimos cuenta que la movilización era mucho más amplia y popular de lo que creímos, y que incluso la extrema derecha estaba quedando marginalizada dentro del movimiento, por lo que las centrales sindicales llamaron a apoyo, pero tibio, interpelaron a Macron, pero sin ofrecer perspectivas reales de unidad y menos aún a construir una huelga nacional reconductible.
Entonces desde las izquierdas no habría mucha influencia. Ni desde el inicio, ni en el desarrollo mismo del conflicto.
Al inicio, realmente no. La izquierda institucional, ni hablar… Si hablamos del Partido Socialista, es un partido completamente orgánico al neoliberalismo desde hace años. Después tenemos a Francia Insumisa, dirigida por Jean-Luc Mélenchon. Se trata del principal movimiento antineoliberal y de oposición de izquierda en el parlamento. Mélenchon, con algunos diputados como François Rufin, entendieron bien y rápidamente el carácter de revuelta popular de los “chalecos”, y por ende apoyaron, pero sin capacidad de influencia real en este movimiento.
Desde la izquierda anticapitalista también hubo un momento de desconcierto y dudas, y después se llamó a intervenir y consolidar, sin buscar cooptar el movimiento: en este sentido, las intervenciones mediáticas de Olivier Besancenot (figura del Nuevo Partido Anticapitalista) fueron muy claras y acertadas.
El corazón del movimiento está formado de miles trabajadores modestos, de la clase obrera, muchos jóvenes precarios y pensionados pobres, y también pequeños empresarios, artesanos, auto-emprendedores, entre otros. Son sectores esencialmente blancos, eso sí, con una débil presencia de los “barrios periféricos urbanos” y de los jóvenes “postcolonizados” (de origen árabe, africana, etc).
La heterogeneidad es ideológica también. La ultra derecha xenófoba intentó instrumentalizar y meterse fuertemente al inicio del movimiento porque la base inicial del movimiento es antifiscal, e históricamente en Francia el “Poujadisme”, una revuelta anti-impuestos, nace de la protesta de pequeños empresarios contra el Estado, contra los servicios públicos, y por lo tanto, con una visión reaccionaria muy fuerte. Entonces inicialmente tenía elementos para volverse un movimiento popular reaccionario. Sin duda, existe una lucha por la hegemonía dentro del movimiento entre varias orientaciones opuestas.
Eso la derecha extrema lo entendió muy bien. Pero fue el descontento social, y las reivindicaciones de carácter social, incluso de clase yo diría, que se impusieron mayormente en la agenda de movilización.
Pero siempre con cierta heterogeneidad. Es verdad, en las rotondas, hubo hechos lamentables. Insultos homofóbicos; un camión con inmigrantes clandestinos fue detenido por manifestantes para entregarlos a la policía; eslóganes racistas. Hubo hechos así. Pero son claramente.
Ahora, si vemos la agenda de reivindicaciones, lo que se pide es aumento del sueldo mínimo, reintegrar el impuesto sobre las grandes fortunas que derribó Macron, limitar el sueldo de los ricos, desarrollar servicios públicos en las zonas rurales y periféricas urbanas, imponer un sistema de referéndum y democracia participativa, etc.
En algunas comunas, los “chalecos amarillos” hicieron incluso llamados a la autogestión y a crear cooperativas para salir del neoliberalismo. De hecho, la frase “que los grandes paguen mucho y que los pequeños paguen poco” resume una gran sed de igualdad social frente al “presidente de los ricos” y la República oligárquica francesa.
En base a eso, existe todo un espacio para participar de una crítica clasista del neoliberalismo versión Macron, aunque por el momento domina un discurso más “ciudadanista” que clasista, y cierta dilución de los antagonismos productivos y de la relación salarial a favor de una oposición “populista” entre “pueblo” y “casta”.
¿Existe una relevancia política del feminismo, y de las mujeres, dentro del movimiento de los chalecos amarillos?
Feminismo, directamente no. Pero, las mujeres están en el centro de las movilizaciones de los “chalecos amarillos”. De hecho, a partir de las primeras encuestas sociológicas y análisis críticos en curso (publicamos algunos en la revista ContreTemps (http://www.contretemps.eu/ ), se destaca que más del 50% de l@smanifestantes son mujeres. Y eso es una ruptura también.
Muchas mujeres precarias, dueñas de casa, obreras a tiempo parcial, cajeras y empleadas relatan que han vuelto a vivir, a salir, a sociabilizar, a romper dominaciones y rutinas esclavizantes. Estaban sobreviviendo: ahora están en la rotonda, en la casucha que se construyó de manera colectiva, en la olla común, generando comunidad, hablando con el vecino que hace más de un año que no veían, escribiendo en lienzos y cuadernos de peticiones sus demandas, su hartazgo, sus sueños.
Y algunas de esas mujeres cuentan como parten rompiendo con la dominación patriarcal en la casa, con el trabajo de reproducción social, diciendo a su marido “preocúpate de los hijos, de la cocina, del aseo, yo voy a la rotonda, basta”. Entonces es muy interesante ahí el empoderamiento de las mujeres. No en una base discursiva feminista, por el momento. A partir de un “ya no podemos más”.
Aunque desde una antipolítica muy marcada, eso sí, lo que representa otro límite actual. Y esa es una tendencia del movimiento. Está muy fuertemente anclado en el “que se vayan todos”, “no queremos partidos”, “no queremos banderas”, tendiendo a llamar a crear un consenso nacional por sobre los disensos políticos, lo que dificulta mucho debates esenciales sobre democracia social y política o necesarios conflictos de clase.
Por eso, una de las interrogantes está entonces en la perspectiva política que tomara este movimiento excepcional y en la batalla por la hegemonía existente dentro de este movimiento. Como lo escribió un compañero de Contretemps, el “chaleco amarillo” es un “significante flotante”, que es fácil adoptar, un símbolo unificador de mucho malestar, pero que políticamente puede partir en varias direcciones opuestas.
¿Cómo participar de este movimiento lealmente, sin instrumentalizar, pero sin perder el Norte, para construirlo, ayudar a vertebrarlo y enriquecerlo, para construir juntos un frente unitario en contra de Macron, su gobierno y su mundo? Es un desafío de todas y todos en las izquierdas sociales y políticas.
También dentro de lo que comentas se puede “perspectivar” que la forma en cómo se organiza este movimiento tiene que ver mucho con la influencia de “la comuna”, y también en la centralidad de la violencia política como una forma legitimada por el movimiento de demostrar su descontento.
Tienes toda la razón. Eso es un elemento central en el repertorio de acción. Los chalecos amarillos demostraron que es necesario poner el cuerpo, y que eso tiene recompensa al final. Lo mejor de todo es que este movimiento es el único movimiento que logró arrancar, aunque sean migajas, al poder.
Nosotros tuvimos más de 1 millón de personas movilizadas el año 2010 por las pensiones, y perdimos. Para la reforma laboral de hace 2 años, nuevamente huelga general y paro nacional, y perdimos. Y ahora llegan los chalecos amarillos e hicieron retroceder a Macron al cabo de 4 semanas de enfrentamientos. Y lo hicieron a través de la acción directa y desde la calle: es una lección clara.
La esencia del movimiento es la acción directa, a veces incluso una acción directa muy osada, de enfrentamiento radical con las fuerzas policiales, con bloqueos del tránsito, ocupaciones, etc. Claro que también hay que recalcar el nivel de represión, no se había visto nada parecido desde el 68.
Desplegaron blindados en las calles, 89 mil fuerzas policiales y gendarmería a lo largo de toda Francia: quedaban solo 2 regimientos a disposición, todos los otros estaban en la calle. Y en París solamente, más de 9 mil efectivos policiales, incluso con brigadas especiales en civil. Esto generó más de 2 mil arrestos, varios de ellos con arresto domiciliario preventivo, ¡posible gracias al estado de excepción anti-terrorista! Es decir, muchas más detenciones que durante el mayo del 68.
Estamos inmersos en un Estado cada vez más policiaco y represivo, con una ley antiterrorista que se constitucionalizó con el gobierno de Macron. Vivimos una fase superior de un autoritarismo neoliberal “republicano” en un país del centro del capitalismo mundial. Recordar que hubo 10 muertos en total, la mayoría por accidentes cuando gente desesperada se lanza en contra de los piquetes, pero también producto de la represión. Y un sin fin de heridos. Gente de la tercera edad siendo disparada con bombas aturdidoras y balas de gomas. Extremidades mutiladas por explosiones de granadas y TNT: Francia es de los pocos países europeos en donde se permite el uso del TNT como una forma de dispersión de las marchas.
¿Hasta qué punto el desenlace de este movimiento es un pequeño retroceso en las políticas neoliberales de Macron?
Sí. Ha sido el único movimiento de los últimos años que haya obligado a ejecutivo a sentarse y Macron tuvo que perder su arrogancia monárquica, acompañada de un desprecio clasista sistemático a los que denomina como “los nadie”. Y justamente “los nadie” lograron doblarle la mano y desprestigiar a “Júpiter” (como se autodenomino).
A partir de ello, Macron hace una declaración de 20 minutos en los canales nacionales de tele donde casi se pone a llorar en una actuación bastante lamentable, donde tuvo que anunciar medidas inmediatas. Estas reformas, eso sí, son un insulto para los movilizados. Por lo menos, tuvo que anular un impuesto nuevo que había implementado sobre las jubilaciones, pero el anuncio del aumento de sueldo mínimo en realidad va a ser una prima… ¡pagada por las arcas públicas! Y no por los empresarios, o sea más deuda para el Estado, y más ventaja para el capital.
Pero el poder retrocedió: los chalecos mostraron que sí se puede… Y además se hizo desde la acción directa, entonces es toda una lección autocrítica para nosotros, desde los sindicatos y la izquierda.
Se podría entonces señalar que se logra una dinámica de lucha de clases sin que el movimiento en sí tenga una identidad clasista
Es una dinámica de lucha de clases, sin el movimiento obrero organizado en el centro por el momento. Hay organización pero esa organización es en red, de forma horizontal. Y ahora con múltiples tensiones obviamente.
Hay portavoces más de derecha, y otros que se piensan anticapitalistas, existe una mezcolanza ideológica muy grande, asombrosa. Con algunos símbolos ambiguos: por ejemplo, volvió a aparecer fuertemente la bandera francesa y la marsellesa en las manifestaciones. Símbolos que nosotros, desde la izquierda anticapitalista, no reclamamos, porque esencialmente fue la extrema derecha quien la enarbola.
Obviamente, en las rotondas, en nuestras “marchas amarillas”, no se ven banderas rojas, no se canta la internacional, no se dice “abajo el capital”, tampoco se discute mucho del código laboral o de la reducción del tiempo de trabajo para todxs. Pero no se puede caer en un sectarismo ideologizante estéril o en un desprecio hacia lo popular (que desgraciadamente existe en la izquierda) confundiendo los manuales militantes con la realidad de la sociedad.
Hay que partir del país real y de las demandas populares emancipadoras (combatiendo las reaccionarias), poner el acento en la lucha por la igualdad (en contra de los discursos nacionalistas) y por la democracia política: es la única vía de la reconstrucción de una alternativa popular, desde abajo y genuina. Este movimiento es una rebelión inmensa, una ruptura de los sentidos comunes, una fisura en la dominación de la casta política profesional y neoliberal. Eso a pesar de la guerra mediática permanente para desprestigiar la violencia de las calles y los “radicales”.
Los “chalecos amarillos” son una oportunidad histórica, en tensión, en devenir, después de las tentativas del movimiento de las plazas “Nuit Debout” y a pesar de las derrotas sindicales sucesivas. Por lo tanto, tenemos que estar inmersos en ese proceso para participar a esa potencial reconstrucción progresiva, en un momento en que las fuerzas oscuras y reaccionarias invaden toda Europa y cuando el Frente Nacional sigue creciendo en Francia a todos los niveles. El desafío es grande y las turbulencias por venir a nivel europeo serán fuertes.
(versión editada)
Yellow Vests: Is the symbol spreading across Europe? - BBC News
London Review of Books
DON’T PRETEND YOU CAN’T SEE US
Jeremy Harding
30 Nov. 2018
Fighting on the Champs Elysées last weekend between French security forces and the so-called ‘gilets jaunes’ led to more than 100 arrests. According to the police, roughly eight thousand demonstrators took part. Barricades were built – and set alight – by what looked from a distance to be groups of rampaging lollipop people in dayglo yellow tops.
But the gilets jaunes are not championing pedestrian safety: their revolt has been prompted by a sharp rise in the price of diesel and unleaded petrol at the pump, which they blame on President Macron’s fossil fuel tax. This is a drivers’ movement, at least at first sight, and despite the turmoil on the Champs Elysées, it is deeply provincial. Macron responded on Tuesday not with a U-turn, but with a concession enabling parliament to freeze the carbon tax – which is set to keep rising year on year – when the oil price goes up. A freeze is a very different proposition from a reduction and the gilets jaunes don’t like it.
The movement took off in mid-November, when thousands of people in hi-vis jackets turned out across the country at major junctions and minor roundabouts. The aim was to slow up traffic, or halt it, and share their anger with other motorists idling in neutral (racking up their CO2 emissions). The gilets jaunes also set up human chicanes – between 20 and 200 protesters – outside petrol stations and supermarkets where they could buttonhole consumers who’d dodged the roundabouts by taking by-roads to their nearest Auchan, Intermarché or Leclerc. Drivers in France are obliged to have hi-vis tops in their vehicles at all times: people who support the gilets jaunes – or claim to – have taken to placing theirs in a hi-vis position, wedged between the dashboard and the windscreen in a show of solidarity (or hope of a laisser-passer).
The gilets jaunes claim that they are being hammered into the ground by fuel tax, of which the carbon levy is only one component. Taxes on fuel have scarcely gone through the roof: the average increase since 2007 is roughly two centimes per annum, which environmentalists argue is not enough The tax is set to go up again in January and the government has no plan, at the time of writing, to put this on hold.
Carbon tax in France is part of a long term strategy to phase out fossil fuels (one ambition is to be levying CO2 emissions at €100 per tonne by 2030; And they’re stuck with their cars. Inhabitants of big conurbations and bijou cities are abandoning the car as public transport offers affordable alternatives.
Millions with modest incomes above the poverty level – variously defined in France as households with less than 50 or 60 per cent of average national income – are disproportionately hit by the tax. So are their neighbours, the rural poor: roughly 1.7 million people.
There are no gilet jaune leaders, only eccentric figureheads and pop-up advocates. One is Jacline Mouraud, a fifty-something accordion-player who has composed a new French national anthem (she didn’t like the violence of the Marseillaise).
Another is Frank Buhler, a far-right non-entity who was excluded last year from Marine Le Pen’s Front National (now Rassemblement National) The gilets jaunes, have taken their distance from him. Far more significant is Priscilla Ludosky, Martinican 33-year-old living in built-up peri-urban countryside an hour south of Paris. She put together a petition last month for lower fuel taxes. It is ticking towards one million signatures. A poll published on Wednesday put support in France for the gilets jaunes at 84 per cent.
Last week the movement appointed eight official spokespeople (Ludosky is one, Mouroud is not), but it’s still acephalous and averse to party-political appropriation, whether from the Rassemblement National – likely to make a strong showing in the European parliamentaries next year – or the tatters of the Parti Socialiste.
La France insoumise has its eye on the gilets jaunes as raw material for a ‘left populist’ project of the kind proposed by the Belgian philosopher Chantal Mouffe, a key intellectual for Jean-Luc Mélenchon.
As some in the press are saying, the gilets jaunes are really a Poujadist phenomenon. Pierre Poujade led a populist anti-taxation drive in the 1950s, and spoke with an invective against government that the gilets jaunes have yet to surpass. Parliament, Poujade said, was a brothel, and MPs were a bunch of ‘pederasts’. Unlike Thatcher, Poujade was a premature opponent of finance capitalism; like Thatcher, he was an enemy of big government and organised labour, a ferocious chauvinist who championed ‘the little guy’ as a Prometheus in chains. Poujade’s dream died with the reappearance of De Gaulle in 1958 and the founding of the Fifth Republic.
Many local business people in south-west France support the gilets jaunes: bakers, plumbers, roofers, electricians, small farmers, and most of the shopkeepers left standing now that the supermarkets have put weaker contenders out of a job. All depend on their cars and those of their customers to stay afloat.
But the small business contingent isn’t enough to justify the description ‘Poujadist’. This is a leaderless, spontaneous surge of impatience against an ‘elite’ which is thought to spurn poorer citizens or milk them dry. I find the term ‘Poujadist’ far more derogatory, and I’m guessing that the vests are worn to make a simple point: ‘don’t pretend you can’t see us.’
The gilets jaunes bear the burden of blame. The same can’t be said of racist episodes: ‘Go back to your own country,’ a gilet jaune said to a black mother and her children at a roadblock in Charente. Or homophobia: a gay couple harassed at a roadblock north of Lyon. Or the near-lynching of journalists in Toulouse last Saturday: TV journalism is seen by many protesters as an instrument of soft power wielded on behalf of Macron. Other gilets jaunes have taken their distance from racism, anti-gay sentiment and violent journophobia – a growing trend in France. To judge from the graffiti in Paris after last weekend, the left have a presence in the movement, but as long as the gilets jaunes are unaffiliated, with no trade union figurehead or party-political leader to deplore the odd aberration, the rest of us are left to make up our own minds about who they really are.
The refrain from protesters in the Gironde, like those of Réunion, is that they have ‘nothing’. Poverty for local gilets jaunes is not just about the flat labour market or the price of fuel. It’s about a sense of being left behind, as the state withdraws from poorer parts of ‘la France profonde’: schools under pressure, ‘medical deserts’ spreading, Republican institutions shrinking (town halls opening maybe three days a week or less), food prices rising, and the thriving world of non-profit associations –suddenly short of money.
Left-wing parties will find these attitudes challenging, if the gilets jaunes eventually engage in dialogue with the political class. I suspect they may, and I also suspect that many activists will be drawn to the right, which is why the movement, now and for the foreseeable future, leaves the Elysée and the government dangerously exposed.
Macron has embarked on an admirable policy to mitigate climate change but he’s failed catastrophically to heed the advice of the former environment minister, Nicolas Hulot, who resigned in August.
Hulot said the project would only work with grants, attainable tax incentives and green job creation for less advantaged sectors of the population. Not nearly enough of this is in place, or even in the offing.
Meanwhile the people now blocking the roads in France have been left to suck up the blame for climate change.
A recent survey carried out for the European Commission finds that transport is still the main source of greenhouse gas emissions in the EU, and that ‘rural living’ raises the per capita footprint significantly outside the cities. Nevertheless the decisive factor across urban and rural communities alike is how much money we have: the wealthier we are, the larger our footprint.This is why wilderness-free Luxemburg has one of the highest carbon footprints in the EU and countries in the former eastern bloc – notably Romania and Hungary – have the lowest.
It is inconceivable that Macron, a technocrat and number-cruncher before his entry into politics, is ignorant of these conclusions and similar findings in other climate-change studies. Why has he chosen to comply with the caricature put about by his enemies: Macron, ‘president of the rich’? Probably because he is. But shouldn’t he be bluffing by now? Even just a bit?
Slavoj Zizek on Yellow Vests How to Watch the News
Fort Apache : La revuelta de los chalecos amarillos
400.000 fascistas en Andalucía
Antonio Maestre
La Marea
“Las decisiones de cada persona en una elección
tienen influencia directa sobre la vida propia y ajena”,
sostiene el autor.
Hannah Arendt no hacía remilgos a la hora de referirse a aquellos votantes de ultraderecha que se veían atraídos por los cantos de sirena de los totalitarismos. Los definía como The mob –la chusma o el populacho– y los unía a la élite en una extraña alianza nacionalista. No los exculpaba, no los justificaba, los estudiaba y culpaba con dureza por sus decisiones. Todas sus conclusiones se encuentran en Los orígenes del totalitarismo y no caía en ese paternalismo que trata como menores de edad a quienes eligen cuál es su opción política.
Existe una corriente exculpatoria en la opinión pública sobre las decisiones libres y soberanas de la ciudadanía que votó a VOX en Andalucía. Un argumento que considera tóxica la ideología de la extrema derecha de VOX pero no a quienes les dan apoyo y les eligen para llevarla a cabo, como si tuvieran alguna tara que les impidiera escoger de manera adecuada a quién otorgar su voto. “No hay 400.000 fascistas en Andalucía”, repiten de manera mecánica quienes intentan comprender el ascenso de la antidemocrática ideología de Santiago Abascal. Como si la gente naciera fascista. Como si un fascista fuera un monstruo con la esvástica grabada en una nalga al nacer como la marca de satán. ¿Había 17.277.180 nazis en marzo de 1933 en Alemania? Había 17.277.180 personas que votaron al partido nazi e hicieron posible que llegara al poder para imponer su ideario genocida. Habría quien no supiera lo que el partido nazi haría, quien no se preocupó en saberlo o no le importó, y también algunos tan criminales como quienes lo ejcutaron. Pero nada de eso les exonera de su responsabilidad individual en aquellos crímenes.
No hay 400.000 fascistas en Andalucía. O sí puede haberlos. Claro que sí, ni que en España no hubiéramos convivido con un franquismo incardinado en lo más profundo de nuestro sistema de partidos y en la hegemonía imperante. No sabemos cuál es la ideología de cada uno de ellos. No sabemos si lo son. Ni siquiera importa si VOX es fascista o no, o si calificarlos así es la mejor manera de que no consigan más notoriedad. Pero no puede exonerarse de su responsabilidad a aquellas personas que deciden dar su apoyo a quien tiene un ideario que busca eliminar derechos conquistados e ir contra los más débiles. Cuando decides libremente dar tu voto a un partido que quiere deportar a gente humilde que solo viene a mejorar su vida, importa poco lo que seas, importa lo que haces y lo que tus decisiones implican en la vida de otras personas.
Existen argumentaciones que tienden a infantilizar las decisiones de los ciudadanos con derecho a voto como si no tuvieran capacidad para leerse un programa con solo cien medidas y que no deja lugar a dudas sobre cuál es la línea ideológica de un partido como VOX ni qué pretende. Habrá quien lo haya leído y esté de acuerdo, y también quien no sepa ni lo que es un programa electoral y solo haya votado con la entraña y la emoción, con solo tres claves o usando el voto como protesta. Todos son igualmente responsables de sus decisiones y de la influencia que ahora puede tener ese voto sobre la vida concreta y material de a quienes el programa de VOX señala como enemigos del pueblo.
Franz Six fue condenado a 20 años de cárcel en los juicios a los Eisantzgrupen de Núremberg por su participación en los crímenes en la Unión Soviética. El caso de Six es narrado por Cristian Ingrao en Creer y destruir: Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS., donde explica cómo funciona el apoyo a un partido como el nazi. Franz Albert Six era doctor en Filosofía por la Universidad de Heidelberg y profesor de Periodismo en la Universidad de Königsberg. A pesar de ser culto, letrado y de gran nivel intelectual, Sixt justificaba del siguiente modo su método para elegir: “En esos años, para mí y para toda mi generación, el programa del NSDAP significaba nada o poca cosa”.
Naturalmente no todos los alemanes que votaron a Adolf Hitler se habían leído Mein Kampf para poder desencriptar cuál era el plan criminal del nacionalsocialismo. Pero eso no significa que no supieran que estaban votando a un partido antisemita, a un partido antidemocrático y con grupos paramilitares terroristas.
Y si alguno no lo sabía, era responsable de no haberse enterado. Peter Frietszche explicaba brevemente qué era lo que buscaban los alemanes en los años 30: “Los burgueses y algunos trabajadores buscaban un movimiento político desembozadamente nacionalista, con la mirada puesta en el futuro, abierto a todos los estratos de la sociedad, y que reconociese los reclamos de los ciudadanos sin volver a dividirlos por gremios u ocupaciones”. En ningún caso aquellos 17 millones de votantes eligieron a un partido para que exterminara a once millones de personas, eligieron al NSDAP por tres claves vacías que ignoraban la verdadero alma del partido que ya en 1933 estaba a la vista de todos.
Las decisiones de cada ciudadano en una elección tienen influencia directa sobre la vida propia y ajena. Sobre el colectivo. Sobre la vida de tus vecinos y vecinas. No hay ninguna excusa ni justificación para aquellos y aquellas que con toda la información a su disposición eligen que la víscera, o el pleno uso de la razón, decida cuál es el voto que eleve a capacidad ejecutiva el odio que fomenta una ideología. El votante fascista puede ser el camarero que te sirve el café, el empresario que emplea a cientos de inmigrantes bajo unos plásticos, el abuelo que pasa el día con sus amigos charlando en la plaza del pueblo, tu tía con la que cenas en Navidad o la pediatra que da una piruleta a tu bebé cuando acaba la consulta. Y todos ellos serán responsables de cualquier medida lesiva que afecte a la vida de cada enemigo de VOX. Sea o no sea un fascista.
Francia: Nacionalismo, tradición y religión
Para aproximarse al fenómeno de la imparable ascensión de la extrema derecha en Europa, puede ayudar la opinión de Mark Lilla en The New York Review of Books.
En el último número de esta publicación, el autor de El regreso liberal: Más allá de la política de la identidad, relata sus impresiones tras asistir a la convención anual de la Conferencia para la Acción Política Conservadora celebrada este año en Washington. Él lo define como una suerte de Davos de derechas (en referencia a la reunión anual del World Economic Forum en esta localidad suiza que atrae a los más poderosos del planeta).
En su opinión, el discurso de la derecha más radical europea va más allá de los exabruptos xenófobos y está mejor organizada de lo que parece. Y destaca cómo Steve Bannon, que desembarcó en Europa con su propuesta The Movement (El Movimiento) a principios de año, está logrando poner de acuerdo a las derechas de Francia, Polonia, Hungría, Austria, Alemania e Italia para que compartan una sola agenda y movilicen a sus ciudadanos en contra de la política de inmigración, la deslocalización económica, la Unión Europea y la ampliación de los derechos sociales (matrimonio homosexual, derechos LGTB, etc.
Lilla cree que la religión cristiana puede ser un vehículo útil para unir a este movimiento paneuropeo. Y cita el ejemplo de Francia, donde a pesar del laicismo del Estado los católicos conservadores mantienen una alta capacidad de influencia y movilización. El ejemplo más reciente: la Manif pour tous, la protesta masiva y prolongada durante meses en las calles de París contra la legalización del matrimonio gay propuesto por el anterior presidente François Hollande.
Lilla se remonta también a 1984, cuando François Mitterrand se vio obligado a retirar una ley para reformar la escuela católica tras la marcha de más de un millón de católicos en París. El autor sostiene que la línea divisoria entre los partidos tradicionales de derechas y los nuevos partidos ultras, dispuestos a salir de la UE, derribar toda institución liberal y expulsar a los inmigrantes, es más fina de lo que parece. Y que hay lugar para el triunfo de una tercera vía, a caballo entre ambas.
En su opinión, el discurso de la joven Marion Mérichel-Le Pen en el citado foro representa esa vía intermedia. Contenida, alejada del estilo incendiario de su abuelo o su tía, se atrevió a atacar el individualismo ante una audiencia fanáticamente convencida del valor de la propiedad privada y el uso de armas en defensa propia.
Arremetió contra la globalización y el egoísmo reinante que convierte a los trabajadores extranjeros en esclavos y a los nacionales en parados. Lamentó el sometimiento de Francia a la UE que, como país miembro de la misma, no puede tener su propia política exterior o económica ni defender sus fronteras contra la inmigración ilegal o frenar la entrada de una ‘contra-sociedad’ islámica en su territorio.
Y defendió las tradiciones como valor supremo: “Las tradiciones no son el culto a las cenizas, sino la transmisión del fuego”. Nacionalismo, tradición y religión son, según Lilla, el mélange perfecto para la expansión de esta nueva derecha que tan impecablemente representa Mérichel-Le Pen.
(el país)
Two Roads for the New French Right (1)
Mark Lilla
DECEMBER 20, 2018 ISSUE
Marion Maréchal-Le Pen; drawing by James Ferguson
Last February the Conservative Political Action Conference (CPAC) held its convention in Washington, D.C. This annual gathering is a kind of right-wing Davos where insiders and wannabes come to see what’s new. The opening speaker, not so new, was Vice President Mike Pence. The next speaker, very new, was a stylish Frenchwoman still in her twenties named Marion Maréchal-Le Pen.
Marion, as she is widely called in France, is a granddaughter of Jean-Marie Le Pen, the founder of the far-right National Front party, and a niece of Marine Le Pen, its current president. The French first encountered Marion as a child, beaming in her grandfather’s arms in his campaign posters (see illustration on page 46), and she has never disappeared from the public scene. In 2012, at the age of twenty-two, she entered Parliament as the youngest deputy since the French Revolution. But she decided not to run for reelection in 2017, on the pretext that she wanted to spend more time with her family. Instead she’s been making big plans.
Her performance at CPAC was unusual, and one wonders what the early morning audience made of her. Unlike her hotheaded grandfather and aunt, Marion is always calm and collected, sounds sincere, and is intellectually inclined. In a slight, charming French accent she began by contrasting the independence of the United States with France’s “subjection” to the EU, as a member of which, she claimed, it is unable to set its own economic and foreign policy or to defend its borders against illegal immigration and the presence of an Islamic “counter-society” on its territory.
But then she set out in a surprising direction. Before a Republican audience of private property absolutists and gun rights fanatics she attacked the principle of individualism, proclaiming that the “reign of egoism” was at the bottom of all our social ills. As an example she pointed to a global economy that turns foreign workers into slaves and throws domestic workers out of jobs. She then closed by extolling the virtues of tradition, invoking a maxim often attributed to Gustav Mahler: “Tradition is not the cult of ashes, it is the transmission of fire.” Needless to say, this was the only reference by a CPAC speaker to a nineteenth-century German composer.
Something new is happening on the European right, and it involves more than xenophobic populist outbursts. Ideas are being developed, and transnational networks for disseminating them are being established. Journalists have treated as a mere vanity project Steve Bannon’s efforts to bring European populist parties and thinkers together under the umbrella of what he calls The Movement. But his instincts, as in American politics, are in tune with the times. (Indeed, one month after Marion’s appearance at CPAC, Bannon addressed the annual convention of the National Front.)
In countries as diverse as France, Poland, Hungary, Austria, Germany, and Italy, efforts are underway to develop a coherent ideology that would mobilize Europeans angry about immigration, economic dislocation, the European Union, and social liberalization, and then use that ideology to govern.
Now is the time to start paying attention to the ideas of what seems to be an evolving right-wing Popular Front. France is a good place to start.
The French left, attached to republican secularism, has never had much feel for Catholic life and is often caught unawares when a line has been crossed.
In early 1984 the government of François Mitterrand proposed a law that would have brought Catholic schools under greater government control and pressured their teachers to become public employees. That June nearly a million Catholics marched in Paris in protest, and many more throughout the country. Mitterrand’s prime minister, Pierre Mauroy, was forced to resign, and the proposal was withdrawn. It was an important moment for lay Catholics, who discovered that despite the official secularism of the French state they remained a cultural force, and sometimes could be a political one.
In 1999 the government of Gaullist president Jacques Chirac passed legislation creating a new legal status, dubbed a pacte civil de solidarité (civil solidarity pact, or PACS), for long-term couples who required legal protections regarding inheritance and other end-of-life issues but did not want to get married. Coming not long after the HIV/AIDSepidemic, the PACS was largely conceived to help the gay community but soon became popular with heterosexual couples wanting a more easily dissolved bond.
The number of straight couples pacsés annually is now approaching the number of those getting married, and the arrangement for gays and lesbians is uncontroversial.
To build on that success, during his campaign for the French presidency in 2012 the Socialist candidate François Hollande promised to legalize same-sex marriage and open up adoption and additional rights to gay and lesbian couples. Mariage Pour Tous—marriage for everyone—was the slogan. Once in office Hollande moved to fulfill his campaign promise, but he repeated Mitterrand’s mistake by failing to anticipate the strong right-wing reaction against it. Shortly after his inauguration, a network of laypeople drawn heavily from Catholic Pentecostal prayer groups began to form. They called themselves La Manif Pour Tous—the Demonstration for Everyone.
By January 2013, just before Parliament approved gay marriage, La Manif was able to draw over 300,000 people to a demonstration opposing it in Paris, stunning the government and the media. What especially surprised them was the ludic atmosphere of the protest, which was more like a gay pride parade than a pilgrimage to Compostela. There were lots of young people marching, but rather than rainbow banners they waved pink and blue ones representing boys and girls. Slogans on the placards had a May ’68 lilt: François resist, prove you exist. To top it off, the spokeswoman for La Manif was a flamboyantly dressed comedienne and performance artist who goes by the name Frigide Barjot and played in a band called the Dead Pompidous.
Where did these people come from? After all, France is no longer a Catholic country, or so we’re told. While it’s true that fewer and fewer French people baptize their children and attend mass, nearly two thirds still identify as Catholic, and roughly 40 percent of those declare themselves to be “practicing,” whatever that means. More importantly, as a Pew study found last year, those French who do identify as Catholic—especially those who attend Mass regularly—are significantly more right-wing in their political views than those who do not.
This is consistent with trends in Eastern Europe, where Pew found that Orthodox Christian self-identification has actually been rising, along with nationalism, confounding post-1989 expectations.
That may indicate that the relationship between religious and political identification is reversing in Europe—that it is no longer religious affiliation that helps determine one’s political views, but one’s political views that help determine whether one self-identifies as religious. The prerequisites for a European Christian nationalist movement may be falling into place, as Hungarian president Viktor Orbán has long been predicting.
Whatever motivated the many thousands of Catholics who participated in the original Manif and similar demonstrations across France, it soon bore political fruit.
Some of its leaders quickly formed a political action group called Sens Commun, which, though small, nearly helped to elect a president in 2017. Its preferred candidate was François Fillon, a straitlaced former prime minister and practicing conservative Catholic who vocally supported La Manif and had close ties to Sens Commun. He was explicit about his religious views during the primary of his party, the Republicans, at the end of 2016—opposing marriage, adoption, and surrogacy for gay and lesbian couples—and surprised everyone by winning. Fillon came out of the primary with very high poll numbers, and given the Socialists’ deep unpopularity after the Hollande years and the inability of the National Front to gain the support of more than one third of the French electorate, many considered him the front-runner.
But just as Fillon began his national campaign, Le Canard enchaîné, a newspaper that mixes satire with investigative journalism, revealed that his wife had received over half a million euros for no-show jobs over the years, and that he had accepted a number of favors from businessmen, including—Paul Manafort–style—suits costing tens of thousands of euros. For a man running on the slogan “the courage of truth,” it was a disaster. He was indicted, staff abandoned him, but he refused to drop out of the race. This provided an opening for the eventual victor, the centrist Emmanuel Macron. But we should bear in mind that despite the scandal, Fillon won 20 percent of the first-round votes, compared to Macron’s 24 and Marine Le Pen’s 21 percent.
Had he not imploded, there is a good chance that he would be president and we would be telling ourselves very different stories about what’s really going on in Europe today.
The Catholic right’s campaign against same-sex marriage was doomed to fail, and it did. A large majority of the French support same-sex marriage, although only about seven thousand couples avail themselves of it each year. Yet there are reasons to think that the experience of La Manif could affect French politics for some time to come.
The first reason is that it revealed an unoccupied ideological space between the mainstream Republicans and the National Front. Journalists tend to present an overly simple picture of populism in contemporary European politics. They imagine there is a clear line separating legacy conservative parties like the Republicans, which have made their peace with the neoliberal European order, from xenophobic populist ones like the National Front, which would bring down the EU, destroy liberal institutions, and drive out as many immigrants and especially Muslims as possible.
These journalists have had trouble imagining that there might be a third force on the right that is not represented by either the establishment parties or the xenophobic populists.
This narrowness of vision has made it difficult for even seasoned observers to understand the supporters of La Manif, who mobilized around what Americans call social issues and feel they have no real political home today. The Republicans have no governing ideology apart from globalist economics and worship of the state, and in keeping with their Gaullist secular heritage have traditionally treated moral and religious issues as strictly personal, at least until Fillon’s anomalous candidacy. The National Front is nearly as secular and even less ideologically coherent, having served more as a refuge for history’s detritus—Vichy collaborators, resentful pieds noirs driven out of Algeria, Joan of Arc romantics, Jew- and Muslim-haters, skinheads—than as a party with a positive program for France’s future. A mayor once close to it now aptly calls it the “Dien Bien Phu right.x”
The other reason La Manif might continue to matter is that it proved to be a consciousness-raising experience for a group of sharp young intellectuals, mainly Catholic conservatives, who see themselves as the avant-garde of this third force. In the last five years they have become a media presence, writing in newspapers like Le Figaro and newsweeklies like Le Point and Valeurs actuelles (Contemporary Values), founding new magazines and websites (Limite, L’Incorrect), publishing books, and making regular television appearances. People are paying attention, and a sound, impartial book on them has just appeared.
Whether anything politically significant will come out of this activity is difficult to know, given that intellectual fashions in France change about as quickly as the plat du jour. This past summer I spent some time reading and meeting these young writers in Paris and discovered more of an ecosystem than a cohesive, disciplined movement. Still, it was striking how serious they are and how they differ from American conservatives. They share two convictions: that a robust conservatism is the only coherent alternative to what they call the neoliberal cosmopolitanism of our time, and that resources for such a conservatism can be found on both sides of the traditional left–right divide. More surprising still, they are all fans of Bernie Sanders.
The intellectual ecumenism of these writers is apparent in their articles, which come peppered with references to George Orwell, the mystical writer-activist Simone Weil, the nineteenth-century anarchist Pierre-Joseph Proudhon, Martin Heidegger and Hannah Arendt, the young Marx, the ex-Marxist Catholic philosopher Alasdair Macintyre, and especially the politically leftist, culturally conservative American historian Christopher Lasch, whose bons mots—“uprootedness uproots everything except the need for roots”—get repeated like mantras. They predictably reject the European Union, same-sex marriage, and mass immigration. But they also reject unregulated global financial markets, neoliberal austerity, genetic modification, consumerism, and AGFAM (Apple-Google-Facebook-Amazon-Microsoft).
That mélange may sound odd to our ears, but it is far more consistent than the positions of contemporary American conservatives. Continental conservatism going back to the nineteenth century has always rested on an organic conception of society. It sees Europe as a single Christian civilization composed of different nations with distinct languages and customs. These nations are composed of families, which are organisms, too, with differing but complementary roles and duties for mothers, fathers, and children. On this view, the fundamental task of society is to transmit knowledge, morality, and culture to future generations, perpetuating the life of the civilizational organism. It is not to serve an agglomeration of autonomous individuals bearing rights.
Most of these young French conservatives’ arguments presume this organic conception. Why do they consider the European Union a danger? Because it rejects the cultural-religious foundation of Europe and tries to found it instead on the economic self-interest of individuals. To make matters worse, they suggest, the EU has encouraged the immigration of people from a different and incompatible civilization (Islam), stretching old bonds even further. Then, rather than fostering self-determination and a healthy diversity among nations, the EU has been conducting a slow coup d’état in the name of economic efficiency and homogenization, centralizing power in Brussels. Finally, in putting pressure on countries to conform to onerous fiscal policies that only benefit the rich, the EU has prevented them from taking care of their most vulnerable citizens and maintaining social solidarity.
Now, in their view, the family must fend for itself in an economic world without borders, in a culture that willfully ignores its needs. Unlike their American counterparts, who celebrate the economic forces that most put “the family” they idealize under strain, the young French conservatives apply their organic vision to the economy as well, arguing that it must be subordinate to social needs.
Most surprising for an American reader is the strong environmentalism of these young writers, who entertain the notion that conservatives should, well, conserve. Their best journal is the colorful, well-designed quarterly Limite, which is subtitled “a review of integral ecology” and publishes criticism of neoliberal economics and environmental degradation as severe as anything one finds on the American left. (No climate denial here.) Some writers are no-growth advocates; others are reading Proudhon and pushing for a decentralized economy of local collectives. Others still have left the city and write about their experiences running organic farms, while denouncing agribusiness, genetically modified crops, and suburbanization along the way. They all seem inspired by Pope Francis’s encyclical Laudato si’ (2015), a comprehensive statement of Catholic social teaching on the environment and economic justice.
Coming out of La Manif, these young conservatives’ views on family and sexuality are traditionalist Catholic. But the arguments they make for them are strictly secular. In making the case for a return to older norms they point to real problems: dropping rates of family formation, delayed child-bearing, rising rates of single parenthood, adolescents steeped in porn and confused about their sexuality, and harried parents and children eating separately while checking their phones. All this, they argue, is the result of our radical individualism, which blinds us to the social need for strong, stable families. What these young Catholics can’t see is that gay couples wanting to wed and have children are looking to create such families and to transmit their values to another generation. There is no more conservative instinct.
A number of young women have been promoting what they call an “alter-feminism” that rejects what they see as the “career fetishism” of contemporary feminism, which unwittingly reinforces the capitalist ideology that slaving for a boss is freedom. They are in no way arguing that women should stay home if they don’t want to; rather they think women need a more realistic image of themselves than contemporary capitalism and feminism give them. Marianne Durano, in her recent book Mon corps ne vous appartient pas (My Body Does Not Belong to You), puts it this way:
We are the victims of a worldview in which we are supposed to live it up until the age of 25, then work like fiends from 25 to 40 (the age when you’re at the bottom of the professional scrap heap), avoid commitments and having children before 30. All of this goes completely against the rhythm of women’s lives.
Eugénie Bastié, another alter-feminist, takes on Simone de Beauvoir in her book Adieu mademoiselle.
She praises the first-wave feminist struggle for achieving equal legal rights for women, but criticizes Beauvoir and subsequent French feminists for “disembodying” women, treating them as thinking and desiring creatures but not as reproducing ones who, by and large, eventually want husbands and families.
Whatever one thinks of these conservative ideas about society and the economy, they form a coherent worldview. The same cannot really be said about the establishment left and right in Europe today. The left opposes the uncontrolled fluidity of the global economy and wants to rein it in on behalf of workers, while it celebrates immigration, multiculturalism, and fluid gender roles that large numbers of workers reject. The establishment right reverses those positions, denouncing the free circulation of people for destabilizing society, while promoting the free circulation of capital, which does exactly that. These French conservatives criticize uncontrolled fluidity in both its neoliberal and cosmopolitan forms.
(to be continued)
Two Roads for the New French Right (2)
Mark Lilla DECEMBER 20, 2018 ISSUE
But what exactly do they propose instead? Like Marxists in the past who were vague about what communism would actually entail, they seem less concerned with defining the order they have in mind than with working to establish it. Though they are only a small group with no popular following, they are already asking themselves grand strategic questions. (The point of little magazines is to think big in them.) Could one restore organic connections between individuals and families, families and nations, nations and civilization? If so, how? Through direct political action? By seeking political power directly? Or by finding a way to slowly transform Western culture from within, as a prelude to establishing a new politics? Most of these writers think they need to change minds first. That is why they can’t seem to get through an article, or even a meal, without mentioning Antonio Gramsci.
Gramsci, one of the founders of the Italian Communist Party, died in 1937 after a long imprisonment in Mussolini’s jails, and left behind mounds of notebooks with fertile thoughts on politics and culture. He is best remembered today for the concept of “cultural hegemony”—the idea that capitalism is not only sustained by the relation of forces of production, as Marx thought, but also by cultural assumptions that serve as enablers, weakening the will to resist. His experience with Italian workers convinced him that unless they were freed from Catholic beliefs about sin, fate, and authority, they would never rise up and make revolution. That necessitated a new class of engaged intellectuals who would work as a counter-hegemonic force to undermine the dominant culture and to shape an alternative one that the working class could migrate to.
I don’t have the impression that these young writers have made their way through Gramsci’s multivolume Prison Notebooks. Instead he’s invoked as a kind of conversational talisman to signal that the person writing or speaking is a cultural activist, not just an observer. But what would counter-hegemony actually require? Up until this point I have portrayed these young conservatives, perhaps a little too neatly, as sharing a general outlook and set of principles. But as soon as Lenin’s old question comes up—What is to be done?—important and consequential divergences among them become apparent. Two styles of conservative engagement seem to be developing.
If you read a magazine like Limite, you get the impression that conservative counter-hegemony would involve leaving the city for a small town or village, getting involved in local schools, parishes, and environmental associations, and especially raising children with conservative values—in other words, becoming an example of an alternative way of living. This ecological conservativism appears open, generous, and rooted in everyday life, as well as in traditional Catholic social teachings.
But if you read publications like the daily Figaro, Valeurs actuelles, and especially the confrontational L’Incorrect, you get another impression altogether.
There the conservatism is aggressive, dismissive of contemporary culture, and focused on waging a Kulturkampf against the 1968 generation, a particular obsession. As Jacques de Guillebon, the thirty-nine-year-old editor of L’Incorrect, put it in his magazine, “The legitimate heirs of ’68…will end collapsing into the latrines of post-cisgender, transracial, blue-haired boredom…. The end is near.” To bring it about, another writer suggested, “we need a right with a real project that is revolutionary, identitarian, and reactionary, capable of attracting the working and middle classes.” This group, though not overtly racist, is deeply suspicious of Islam, which the Limite writers never mention. Not just of radical Islamism, or Muslim men’s treatment of women, or the refusal of some Muslim students to study evolution—all genuine issues—but even of moderate, assimilated Islam.
All this grand talk of an open culture war would hardly be worth taking seriously except for the fact that the combative wing of this group now has the ear of Marion Maréchal. Marion used to be difficult to place ideologically. She was more socially conservative than the National Front leadership but more neoliberal in economics. That’s changed. In her speech at CPAC she spoke in culture war terms, giving La Manifas an example of the readiness of young French conservatives to “take back their country.” And she described their aims in the language of social organicism:
Without the nation, without the family, without the limits of the common good, natural law and collective morality disappear as the reign of egoism continues. Today even children have become merchandise. We hear in public debates that we have the right to order a child from a catalogue, we have the right to rent a woman’s womb…. Is this the freedom that we want? No. We don’t want this atomized world of individuals without gender, without fathers, without mothers, and without nation.
She then continued in a Gramscian vein:
Our fight cannot only take place in elections. We need to convey our ideas through the media, culture, and education to stop the domination of the liberals and socialists. We have to train leaders of tomorrow, those who will have courage, the determination, and the skills to defend the interests of their people.
Then she surprised everyone in France by announcing to an American audience that she was starting a private graduate school to do just that. Three months later her Institute of Social, Economic, and Political Sciences (ISSEP) opened in Lyon, with the aim, Marion said, of displacing the culture that dominates our “nomadic, globalized, deracinated liberal system.” It is basically a business school but will supposedly offer great books courses in philosophy, literature, history, and rhetoric, as well as practical ones on management and “political and cultural combat.” The person responsible for establishing the curriculum is Jacques de Guillebon.
Not many of the French writers and journalists I know are taking these intellectual developments very seriously. They prefer to cast the young conservatives and their magazines as witting and unwitting soldiers in Marine Le Pen’s campaign to “de-demonize” the National Front, rather than as a potential third force. I think they are wrong not to pay attention, much as they were wrong not to take the free-market ideology of Reagan and Thatcher seriously back in the 1980s. The left has an old, bad habit of underestimating its adversaries and explaining away their ideas as mere camouflage for despicable attitudes and passions. Such attitudes and passions may be there, but ideas have an autonomous power to shape and channel, to moderate or inflame them.
And these conservative ideas could have repercussions beyond France’s borders. One possibility is that a renewed, more classical organic conservatism could serve as a moderating force in European democracies currently under stress.
There are many who feel buffeted by the forces of the global economy, frustrated by the inability of governments to control the flow of illegal immigration, resentful of EU rules, and uncomfortable with rapidly changing moral codes regarding matters like sexuality. Until now these concerns have only been addressed, and then exploited, by far-right populist demagogues. If there is a part of the electorate that simply dreams of living in a more stable, less fluid world, economically and culturally—people who are not primarily driven by xenophobic anti-elitism—then a moderate conservative movement might serve as a bulwark against the alt-right furies by stressing tradition, solidarity, and care for the earth.
A different scenario is that the aggressive form of conservatism that one also sees in France would serve instead as a powerful tool for building a pan-European reactionary Christian nationalism along the lines laid out in the early twentieth century by Charles Maurras, the French anti-Semitic champion of “integral nationalism” who became the master thinker of Vichy.
It is one thing to convince populist leaders in Western and Eastern Europe today that they have common practical interests and should work together, as Steve Bannon is trying to do.
It is quite another, more threatening thing to imagine those leaders having a developed ideology at their disposal for recruiting young cadres and cultural elites and connecting them at the Continental level for joint political action.
If all French eyes are not on Marion, they should be. Marion is not her grandfather, though within the soap-operatic Le Pen family she defends him. Nor is she her aunt, who is crude and corrupt, and whose efforts to put new lipstick on the family party have failed. Nor, I think, will her fortunes be tied to those of the Rassemblement National néFront National. Emmanuel Macron has shown that a “movement” disdaining mainline parties can win elections in France (though perhaps not govern and get reelected).
If Marion were to launch such a movement and make it revolve around herself as Macron has done, she could very well gather the right together while seeming personally to transcend it. Then she would be poised to work in concert with governing right-wing parties in other countries.
Modern history has taught us that ideas promoted by obscure intellectuals writing in little magazines have a way of escaping the often benign intentions of their champions. There are two lessons we might draw from that history when reading the new young French intellectuals on the right. First, distrust conservatives in a hurry. Second, brush up your Gramsci.
'Antifa', un manual
para la lucha antifascista
Considerados durante mucho tiempo una fuerza marginal,
la extrema derecha y los grupos neofascistas
han emergido en los últimos años como una amenaza real en Europa
Mark Bray, historiador y uno de los organizadores de Occupy Wall Street, traza en el libro 'Antifa', publicado por Capitán Swing, la historia del antifascismo y su presencia actual a través de entrevistas con antifas de todo el mundo
Manifestantes antifascistas reunidos para oponerse a una marcha nazi en Berlín el 8 de mayo de 2005 en el 60º aniversario del final de la II Guerra Mundial. Michael Hanschke / EFE
Querría que este libro no fuese necesario. Pero alguien prendió fuego al Centro Islámico local de Victoria (Texas) pocas horas después de que la Administración de Trump anunciase su veto migratorio a los musulmanes.
Y algunas semanas después de la presentación de una avalancha de más de 100 leyes contra el colectivo LGTBQ, a principios de 2017, un hombre echó abajo la puerta principal de Casa Ruby, un centro de defensa de los derechos de las personas transgénero en Washington DC y agredió a una transexual mientras gritaba: «¡Te voy a matar, maricón!».
Un día después de la victoria electoral de Donald Trump, los estudiantes de ascendencia latinoamericana del Instituto de Secundaria Royal Oak, en Michigan, acabaron por llorar cuando sus compañeros de clase empezaron a corear: «¡Construye el muro!».
Más tarde, en marzo, un antiguo soldado y supremacista blanco se fue en autobús a Nueva York para «atacar a hombres negros». Apuñaló y mató a Timothy Caughman, un indigente de raza negra.
Ese mismo mes, alguien derribó y pintarrajeó una docena de lápidas en el cementerio judío de Waad Hakolel, en Rochester (Nueva York). Entre quienes yacen allí se encuentra Ida Braiman, una prima de mi abuela. Ida fue asesinada de un disparo en 1913 por un patrón, apenas unos meses después de haber llegado a Estados Unidos desde Ucrania, mientras participaba en un piquete junto con otros trabajadores textiles, también inmigrantes judíos.
Portada del libro 'Antifa', de Mark Bray.
La reciente oleada de profanaciones en cementerios hebreos en BroPortada del libro 'Antifa', de Mark Bray.oklyn, Filadelfia y otros lugares, se ha producido bajo la Administración de Trump. Este omitió toda mención a los judíos en sus declaraciones sobre el Holocausto, su secretario de prensa negó que Hitler hubiese gaseado a nadie y su consejero jefe fue una de las figuras más destacadas de la derecha alternativa, una corriente notoriamente antisemita. Como escribió Walter Benjamin, en el momento álgido del fascismo de entreguerras: «Ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence».
A pesar del resurgir de la violencia de los fascistas y de los supremacistas blancos en Europa y Estados Unidos, la mayoría de las personas considera que vivos y muertos están seguros, ya que piensan que estas ideologías están superadas y no suponen peligro alguno. A su entender, el enemigo fascista perdió de forma definitiva en 1945. Pero los muertos no estuvieron seguros cuando el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, dijo en 2003 que el encierro en los campos de prisioneros de Mussolini era como unas «vacaciones». Ni cuando el líder del Frente Nacional francés, Jean-Marie Le Pen, declaró, en 2015, que las cámaras de gas de los nazis habían sido un simple «detalle» histórico. Los neonazis que en los últimos años han inundado de pintadas racistas las ubicaciones de los guetos de Varsovia, Bialistok y otras ciudades polacas, saben muy bien que sus cruces célticas atacan a los muertos tanto como a los vivos.
El antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot nos avisa: «El pasado no existe de forma independiente del presente […]. El pasado o, para ser más precisos, la condición de ser pasado, es una opinión. Así, de ninguna manera podemos identificar el pasado como pasado».
Este libro se toma muy en serio el terror transhistórico del fascismo y el poder de convocar a los muertos cuando se trata de defenderse frente a él. Toma partido, sin avergonzarse por ello lo más mínimo. Es un toque a rebato, que intenta dotar a una nueva generación de antifascistas del bagaje histórico y teórico necesario para derrotar a una extrema derecha que resurge. Está basado en 61 entrevistas a militantes, en activo o retirados, de 17 países de América del Norte y Europa. Pretende expandir nuestra perspectiva geográfica e histórica para poner en contexto la oposición a Trump y a la derecha alternativa, en un ámbito mucho más amplio y profundo de resistencia. Antifa es la primera historia transnacional en inglés de este movimiento después de la Segunda Guerra Mundial y la más completa en cualquier idioma. Afirma que el antifascismo militante es una respuesta razonable e históricamente documentada ante la amenaza fascista, que persistió después de 1945 y que ha vuelto a ser especialmente grave en los últimos años. Puede que al terminar este libro no se sea un militante convencido, pero al menos se habrá comprendido que el antifascismo es una tradición política legítima, que surge de más de un siglo de luchas globales.
¿Qué es el antifascismo?
Antes de responder a esta pregunta, debemos examinar brevemente qué es el fascismo. Tal vez más que ninguna otra forma de ideario político, este es notablemente difícil de acotar. Definirlo es un reto, debido a que «surgió como una corriente basada en el carisma», unida a un «acto de fe», en oposición frontal a la racionalidad y a los límites habituales de la concreción ideológica.
Mussolini explicaba que su movimiento «no se sentía ligado a ninguna forma concreta de doctrina». «Nuestro mito es la nación —afirmaba—, y a este mito, a esta grandeza, subordinamos todo lo demás». Tal y como defiende el historiador Robert Paxton, los fascistas «rechazan cualquier valor universal, más allá del éxito de los pueblos elegidos en la lucha darwiniana por la dominación». Incluso las alianzas de partidos que formaron en el periodo entre las dos guerras mundiales se vieron a menudo tensadas, o abandonadas por completo, cuando las exigencias de la lucha por el poder convirtieron a esos fascistas de entreguerras en incómodos compañeros de cama para los conservadores tradicionales. Su retórica «de izquierda», sobre la defensa de la clase trabajadora frente a la élite capitalista, era a menudo uno de los valores que primero abandonaban.
Los fascistas de después de la guerra (posteriores a la Segunda Guerra Mundial) han ensayado conjuntos todavía más disparatados de planteamientos, tomando elementos de forma indiscriminada del maoísmo, el anarquismo, el trotskismo y otras ideologías de izquierdas y vistiéndose con ropajes electorales «respetables», conforme al modelo del Frente Nacional francés y de otros partidos.
Estoy de acuerdo con el planteamiento de Angelo Tasca de que «para entender el fascismo debemos escribir su historia». Sin embargo, dado que este no es el lugar para hacerlo, tendrá que bastar con una definición. Paxton define el fascismo de la siguiente manera:
Una forma de comportamiento político marcado por una preocupación obsesiva con el declive, la humillación o la victimización de la comunidad y por cultos compensatorios a la unidad, la energía y la pureza, en la cual un partido de masas de comprometidos militantes nacionalistas, que actúa en colaboración, incómoda pero eficaz, con las élites tradicionales, abandona las libertades democráticas y persigue, con una violencia redentora y sin limitaciones éticas ni legales, fines de limpieza interna y expansión externa.
En comparación con la dificultad que tiene definir el fascismo, podría parecer a primera vista que entender el antifascismo es una tarea sencilla. Después de todo, no es sino la oposición al primero, literalmente. Algunos historiadores han empleado esta definición, literal y minimalista, para incluir en esta categoría a una gran variedad de actores históricos, como liberales, conservadores y otros, que combatieron contra regímenes fascistas antes de 1945.
Sin embargo, reducir el término a una mera oposición impide entender el antifascismo como un método político, un ámbito de identificación individual y colectiva y un movimiento transnacional que ha adaptado las corrientes socialistas, anarquistas y comunistas anteriormente existentes a una necesidad repentina de reaccionar frente a la amenaza fascista.
Esta interpretación política trasciende la dinámica simplificadora que reduce el antifascismo a una mera negación de su oponente, ya que pone de relieve los cimientos estratégicos, culturales e ideológicos desde los que han respondido los socialistas de todo tipo.
Sin embargo, incluso en el seno de la izquierda se dan encendidos debates entre muchos partidos socialistas y comunistas, organizaciones antirracistas no gubernamentales y otras, que proponen emplear métodos legales para pedir una normativa antirracista o antifascista, y quienes defienden una estrategia de enfrentamiento y acción directa con la que dificultar los esfuerzos organizativos de los fascistas.
Ambos puntos de vista no son siempre mutuamente excluyentes y algunos militantes han adoptado la última opción tras el fracaso de la primera. Pero, en general, este debate sobre estrategia marca una división en las interpretaciones izquierdistas del movimiento.
Este libro explora los orígenes y la evolución de una corriente antifascista amplia que surge en la intersección entre las propuestas políticas de las diferentes corrientes socialistas y la estrategia de la acción directa. A menudo, sus integrantes actuales denominan a esta tendencia como «antifascismo radical» en Francia, «antifascismo autónomo» en Alemania y «antifascismo militante» en Estados Unidos, el Reino Unido e Italia.
En el núcleo de esta perspectiva se halla un rechazo de la célebre frase liberal, erróneamente atribuida a Voltaire (aparecida por primera vez en un libro de 1907 sobre Voltaire), según la cual «me opongo a lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».
Después de Auschwitz y Treblinka, los antifascistas se han comprometido con la lucha a muerte contra la capacidad de las organizaciones nazis de decir nada. De este modo, se trata de un movimiento con una propuesta política no liberal, social revolucionaria, que se usa para combatir a la extrema derecha, y no solo a los fascistas en sentido literal. Como se verá, los militantes que lo integran han logrado este objetivo de muchas formas diferentes, desde ahogar los discursos de los fascistas con cánticos, para que no se pudieran oír, hasta ocupar los lugares de sus actos antes de que pudiesen empezar, infiltrar sus grupos para sembrar cizaña, destruir cualquier pretensión de anonimato o impedir físicamente la venta de sus publicaciones, sus manifestaciones u otras convocatorias.
Los antifascistas militantes no están de acuerdo con pedir al Estado que prohíba las formas «extremas» de política debido a sus propios planteamientos revolucionarios y antiestatistas y porque este tipo de prohibiciones se usan a menudo más contra la izquierda que contra la derecha.
Algunos grupos dentro del movimiento se identifican más con el marxismo, mientras que otros son de corte más anarquista o antiautoritario. En Estados Unidos, desde la aparición del antifascismo moderno bajo el nombre de Acción Antirracista (ARA) a finales de la década de 1980, la mayoría han sido anarquistas o antiautoritarios. Hasta cierto punto, el predominio de una corriente sobre otra dentro de un grupo puede constatarse en el emblema de las banderas que usa este: si la enseña roja está delante de la negra, o al revés (o si ambas son negras).
En otros casos, se puede sustituir una de las dos banderas por la de un movimiento de liberación nacional, o se puede unir una enseña negra con una morada, para representar a los antifascistas feministas, o con una rosa, para el antifascismo queer, etc.
A pesar de estas diferencias, los militantes a los que he entrevistado coinciden en que estas distinciones ideológicas se enmarcan a menudo en un consenso estratégico más general, acerca de cómo combatir al enemigo común.
Sin embargo, existe una serie de tendencias dentro de ese acuerdo estratégico más amplio. Algunos antifascistas se centran en impedir los intentos organizativos de sus oponentes, mientras que otros dan prioridad a la construcción de poder popular en la comunidad y a vacunar a la sociedad frente el fascismo, mediante la difusión de sus planteamientos políticos de izquierda. Muchos grupos se sitúan en el punto medio de este espectro.
En la Alemania de la década de 1990 surgió en el seno del antifascismo autónomo un debate entre quienes entendían que el movimiento era más que nada una forma de autodefensa, impuesta por los ataques de la extrema derecha, y quienes lo veían como un planteamiento político integral, a menudo denominado «antifascismo revolucionario», que podía llegar a sentar los cimientos de una lucha revolucionaria más amplia. Dependiendo del contexto político y local, el antifascismo se puede describir como un tipo de ideología, una identidad, una tendencia o entorno, o como una actividad de autodefensa. A pesar de las diferencias de matiz en la forma de plantear el movimiento, no debería entenderse centrado en un único tema. Por el contrario, es sencillamente una más de las varias manifestaciones del socialismo revolucionario (entendido de forma amplia).
La mayoría de los militantes a los que he entrevistado pasan también buena parte de su tiempo involucrados en otras formas de hacer política (por ejemplo, sindicalismo, okupación, activismo medioambiental, movilización contra la guerra o solidaridad con las personas migrantes). De hecho, la inmensa mayoría preferiría dedicarse a estas actividades productivas, antes que arriesgar su integridad física y su seguridad en enfrentamientos con violentos neonazis o supremacistas blancos. Los antifascistas actúan sobre la base de una autodefensa colectiva.
El éxito o el fracaso del antifascismo militante depende a menudo de conseguir movilizar a capas amplias de la sociedad para enfrentarse a los fascistas, como sucedió en la famosa batalla de Cable Street, en Londres en 1936, o de conectar con una oposición social más extendida a la extrema derecha, para excluir a sus grupos y líderes emergentes.
En el núcleo de este complejo proceso de creación de opinión, se halla la formación de tabús sociales contra el racismo, el sexismo, la homofobia y otras formas de opresión que constituyen las bases del fascismo. Estos tabús se mantienen a través de una dinámica que he denominado «antifascismo cotidiano».
Por último, es importante no perder de vista el hecho de que el antifascismo nunca ha sido sino un aspecto más de una lucha de mayor calado contra el supremacismo blanco y el autoritarismo. En su muy conocido ensayo de 1950, Discurso sobre el colonialismo, el escritor y teórico de Martinica Aimé Césaire defendió de forma convincente que el «hitlerismo» resultaba abominable para los europeos por su «humillación de los hombres blancos y por el hecho de que [Hitler] había aplicado en Europa los métodos coloniales que hasta entonces se habían reservado en exclusiva para los árabes en Argelia, los culis de la India o los negros 15 de África».
Sin pretender pasar por alto en ningún momento los horrores del Holocausto, hasta cierto punto se puede entender el nazismo como un colonialismo en Europa y un imperialismo de aplicación doméstica.
El exterminio de las poblaciones originarias de América y Australia, las decenas de millones de muertos por hambrunas en la India bajo el dominio británico, los diez millones de personas asesinadas en el Estado Libre del Congo del rey Leopoldo de Bélgica y los horrores del comercio transatlántico de esclavos no son sino una ínfima parte de las masacres y del exterminio social que infligieron las potencias europeas antes del ascenso de Hitler.
Los primeros campos de concentración (llamados «reservas») fueron creados por el Gobierno de Estados Unidos para encerrar a las poblaciones originarias, por la monarquía española para contener a los revolucionarios cubanos en la década de 1890 y por los británicos durante la guerra de los Bóers, al inicio del siglo xx. Mucho antes del Holocausto, el Gobierno alemán ya había perpetrado un genocidio con los pueblos herero y nama del suroeste de África, mediante campos de concentración y otros métodos, entre 1904 y 1907.
Por este motivo, es fundamental entender el antifascismo como un componente de un legado más amplio de resistencias al supremacismo blanco en todas sus vertientes.
Mi enfoque en la versión militante del movimiento no pretende en modo alguno restar importancia a las otras formas de organización antirracista, que se identifican con el antimperialismo, el nacionalismo negro u otras tradiciones.
En lugar de imponer el marco del antifascismo a grupos y movimientos que se reconocen a sí mismos de manera diferente, aun cuando se están enfrentando a los mismos enemigos con métodos parecidos, he preferido centrarme, principalmente, en organizaciones que se ubican conscientemente en la tradición antifascista.
Mark Brey sobre su libro
WATCH : KKK Trolled To Perfection
Un manual antifascista:
el único libro de autoayuda
que queremos leer
Eudald Espluga
28 Agosto 2017
Se acaba de publicar 'Antifa: The Anti-Fascist Handbook', de Mark Bray, una historia íntima del antifascismo que es también una caja de herramientas ideológicas para todo aquel que quiera plantar cara al fascismo.
Hasta la publicación de Antifa: The Anti-Fascist Handbook no habíamos sido conscientes de la necesidad de un libro que nos dijera que para ser felices, para conquistar por fin la vida buena, lo que había que hacer era combatir el fascismo, humillar a los nazis y organizar una resistencia colectiva contra los movimientos reaccionarios.
Porque si la literatura feminista ha logrado, al fin, abrir una pequeña grieta en la cultura popular con libros como Todos deberíamos ser feministas, de Chimamanda Ngozi, hasta ahora no teníamos un texto equivalente que nos enseñara lo elemental y necesario que es para todo el mundo combatir el fascismo.
Afortunadamente, el libro de Mark Bray ha aterrizado en las librerías en el momento justo para poder dar el paso hacia lo mainstream. Tras la manifestación supremacista de Charlottesville, se habían abierto una serie de interrogantes que desestabilizaban nuestro sentido común: ¿qué hacer cuando un grupo de radicales ultraderechistas llega a tu pueblo? ¿Impedir este tipo de movilizaciones no supone atentar contra la libertad de expresión? ¿Contestar con violencia a la violencia no es situarnos a su mismo nivel? ¿Cómo podemos defendernos en común?
The Anti-Fascist Handbook da respuesta a todas estas preguntas incluso antes de que éstas llegaran a plantearsenos.
Partiendo del mito fundamental del antifascismo, la Batalla de Cable Street, que supuso el fin del movimiento fascista políticamente organizado en el Reino Unido, Bray propone una breve historia transnacional de esta lucha y responde a la pregunta "¿qué es el antifascismo?" ofreciendo un caracterización de los antifas que los desliga tanto de puntuales luchas pasadas como de su asociación y reducción a determinadas tribus urbanas.
Desde esta perspectiva generalista, el antifascismo puede ser descrito como una ideología, como una identidad, como una tendencia, como una actividad, como una forma de autodefensa. Es un movimiento horizontal, sin lideres, que conecta de distintas formas con las ideas que han vertebrado el pensamiento de izquierdas: comunismo, anarquismo, socialismo, antiracismo.
Cuando, tras los enfrentamientos de Charlottesville, Trump puso en pie de igualdad a nazis y antinazis, en el fondo estaba repitiendo una crítica recurrente, contra la que Bray carga las tintas: el hecho que el antifascismo recurra a métodos y acciones poco liberales como el sabotaje, el enfrentamiento y la violencia.
Porque si bien tenemos en mente las imágenes del héroe anónimo que se dedicó a trolear la manifestación nazi con una tuba, entonando una ridícula banda sonora que convertía el desfile supremacista en un paseo cómico y ridículo, como recuerdan desde The New Yorker, las expresiones contemporáneas del antifascismo han implicado violencia explícita o implícita: el puñetazo en la cara a Richard Spencer o el boicot a los actos de Milo Yiannopoulos.
¿Está, pues, justificada esa violencia?
Bray recoge el testimonio de un activista de Baltimore, que resume el programa antifa a la perfección:
"Luchas contra ellos escribiendo cartas y llamando por teléfono para no tener que hacerlo con los puños. Luchas contra ellos con los puños para no tener que hacerlo con cuchillos. Luchas contra ellos con cuchillos para no tener que hacerlo con pistolas. Luchas contra ellos con pistolas para no tener que hacerlo con tanques."
Ante la imposibilidad de renunciar a la violencia, el antifascismo ciñe su acción a la autodefensa colectiva. Sin embargo, los límites al uso de la fuerza no están claros. Como destaca Bray, puedes encontrarte desde grupos de antifas pacifistas hasta grupos que defienden el derecho a la posesión de ar
mas.
En lo que no hay disputa es en señalar la hipocresía que entraña la defensa de la libertad de expresión para justificar las explosiones públicas del fascismo: no puede haber tolerancia con la intolerancia. Una idea que, de hecho, Karl Popper había resumido en su libro La sociedad abierta y que, desde Pictoline han ilustrado
perfectamente.
Convertir el antifascismo en un lenguaje cotidiano que pueda ser hablado por todos se ha tornado una tarea urgente. Combatir -discursiva y físicamente- a las fuerzas reaccionarías que van tomando posiciones en nuestra cultura pública es cosa de todos, como lo es también combatir aquellas posiciones que pretendan habitar la equidistancia: ante la amenaza totalitaria, el centrismo es cómplice.
No toda la violencia es igual, ni las luchas se producen en condiciones semejantes. Por ello, hacer del antifascismo un discurso transversal, ordinario y autoevidente, como pretende el libro de Mark Bray, es una necesidad de primer orden.
Cómo ser antifascistas: este debería ser el único libro de autoayuda que quisiéramos leer.
va de nuez:
WATCH : KKK Trolled To Perfection
On October 4, 1936, tens of thousands of Zionists, Socialists, Irish dockworkers, Communists, anarchists, and various outraged residents of London’s East End gathered to prevent Oswald Mosley and his British Union of Fascists from marching through their neighborhood. This clash would eventually be known as the Battle of Cable Street: protesters formed a blockade and beat back some three thousand Fascist Black Shirts and six thousand police officers. To stop the march, the protesters exploded homemade bombs, threw marbles at the feet of police horses, and turned over a burning lorry. They rained down a fusillade of projectiles on the marchers and the police attempting to protect them: rocks, brickbats, shaken-up lemonade bottles, and the contents of chamber pots. Mosley and his men were forced to retreat.
In “Antifa: The Anti-Fascist Handbook,” published last week by Melville House, the historian Mark Bray presents the Battle of Cable Street as a potent symbol of how to stop Fascism: a strong, unified coalition outnumbered and humiliated Fascists to such an extent that their movement fizzled. For many members of contemporary anti-Fascist groups, the incident remains central to their mythology, a kind of North Star in the fight against Fascism and white supremacy across Europe and, increasingly, the United States. According to Bray, Antifa (pronounced an-tee-fah) “can variously be described as a kind of ideology, an identity, a tendency or milieu, or an activity of self-defense.” It’s a leaderless, horizontal movement whose roots lie in various leftist causes—Communism, anarchism, Socialism, anti-racism. The movement’s profile has surged since Antifa activists engaged in a wave of property destruction during Donald Trump’s Inauguration—when one masked figure famously punched the white supremacist Richard Spencer in the face—and ahead of a planned appearance, in February, by Milo Yiannopoulos at the University of California, Berkeley, which was cancelled.
At the “Unite the Right” rally in Charlottesville, Virginia, a number of Antifa activists, carrying sticks, blocked entrances to Emancipation Park, where white supremacists planned to gather. Fights broke out; some Antifa activists reportedly sprayed chemicals and threw paint-filled balloons. Multiple clergy members credited activists with saving their lives. Fox News reported that a White House petition urging that Antifa be labelled a terrorist organization had received more than a hundred thousand signatures.
Bray’s book is many things: the first English-language transnational history of Antifa, a how-to for would-be activists, and a record of advice from anti-Fascist organizers past and present—a project that he calls “history, politics, and theory on the run.” Antifa activists don’t often speak to the media, but Bray is a former Occupy Wall Street organizer and an avowed leftist; he has intimate access to his subjects, if not much critical distance from them. Especially in later chapters of the book, that access helps him to provide an unusually informed account of how Antifa members conceptualize their disruptive and sometimes violent methods.
Many liberals who are broadly sympathetic to the goals of Antifa criticize the movement for its illiberal tactics. In the latest issue of The Atlantic, Peter Beinart, citing a series of incidents in Portland, Oregon, writes, “The people preventing Republicans from safely assembling on the streets of Portland may consider themselves fierce opponents of the authoritarianism growing on the American right. In truth, however, they are its unlikeliest allies.” (Beinart’s piece is headlined “The Rise of the Violent Left.”) According to Bray, though, Antifa activists believe that Fascists forfeit their rights to speak and assemble when they deny those same rights to others through violence and intimidation. For instance, last week, the North Dakota newspaper The Forum published a letter from Pearce Tefft in which he recalled a chilling exchange about free speech with his son, Peter, shortly before Peter headed to the rally in Charlottesville. “The thing about us fascists is, it’s not that we don’t believe in freedom of speech,” the younger Tefft reportedly said to his father. “You can say whatever you want. We’ll just throw you in an oven.”
For Bray and his subjects, the horror of this history and the threat of its return demands that citizens, in the absence of state suppression of Fascism, take action themselves. Bray notes that state-based protections failed in Italy and Germany, where Fascists were able to take over governments through legal rather than revolutionary means—much as the alt-right frames its activities as a defense of free speech, Fascists were able to spread their ideology under the aegis of liberal tolerance. Antifa does not abide by John Milton’s dictum that, “in a free and open encounter,” truthful ideas will prevail. “After Auschwitz and Treblinka,” Bray writes, “anti-fascists committed themselves to fighting to the death the ability of organized Nazis to say anything.”
Part of Antifa’s mission is to establish, as Bray puts it, “the historical continuity between different eras of far-right violence and the many forms of collective self-defense that it has necessitated across the globe over the past century.” To this end, the first half of his book is a somewhat rushed history of anti-Fascist groups. The progenitors of Antifa, in this account, were the German and Italian leftists who, following the First World War, banded together to fight proto-Fascist gangs.
In Italy, these leftists gathered under the banner of Arditi del Popolo (“the People’s Daring Ones”), while in Weimar Germany, groups like Antifaschistische Aktion, from which Antifa takes its name, evolved from paramilitary factions of existing political parties. Bray moves swiftly to the failure of anti-Fascists in the Spanish Civil War, then races through the second half of the twentieth century. In the late seventies, the punk and hardcore scenes became the primary sites of open conflict between leftists and neo-Nazis; that milieu prefigures much of the style and strategy now associated with the anti-Fascist movement. In the Netherlands and Germany, a group of leftist squatters known as Autonomen pioneered the Black Bloc approach: wearing all-black outfits and masks to help participants evade prosecution and retaliation. Bray reaches the present with his description of “Pinstripe Fascists,” such as Geert Wilders, and the rise of new far-right parties and groups in both Europe and America. The book flits between countries and across decades; analysis is sparse. The message is that Antifa will fight Fascists wherever they appear, and by any means necessary.
The book’s later chapters, such as “Five Historical Lessons for Anti-Fascists” and “ ‘So Much for the Tolerant Left!’: ‘No Platform’ and Free Speech,” which are adapted from essays published elsewhere, are more focussed and persuasive. Here Bray explicitly deals with the philosophical and practical problems of Antifa: violence versus nonviolence; mass movements versus militancy; choosing targets and changing tactics. Bray concedes that the practice of disrupting Fascist rallies and events could be construed as a violation of the right to free speech and assembly—but he contends that such protections are meant to prevent the government from arresting citizens, not to prevent citizens from disrupting one another’s speech. Speech is already curtailed in the U.S. by laws related to “obscenity, incitement to violence, copyright infringement, press censorship during wartime,” and “restrictions for the incarcerated,” Bray points out. Why not add one more restriction—curtailing hate speech—as many European democracies do? As for the slippery-slopists, afraid that Antifa will begin with Fascists and eventually attack anybody who opposes them, Bray maintains that the historical record does not support this fear: anti-Fascists who have shut down local hate groups, as in Denmark, usually go dark themselves, or turn their attention to other political projects, rather than finding new enemies to fight. (In his Atlantic piece, Beinart notes, “When fascism withered after World War II, antifa did too.”)
Violence, Bray insists, is not the preferred method for past or present Antifa—but it is definitely on the table. He quotes a Baltimore-based activist who goes by the name Murray to explain the movement’s outlook:
You fight them by writing letters and making phone calls so you don’t have to fight them with fists. You fight them with fists so you don’t have to fight them with knives. You fight them with knives so you don’t have to fight them with guns. You fight them with guns so you don’t have to fight them with tanks.
There is a moral logic to this notion of anticipatory self-defense, but the progression, from writing letters to fighting with guns, is worrisome nonetheless. Right-wing militiamen in Charlottesville made a point of displaying force, and this was reportedly “unnerving to law enforcement officials on the scene.” Should anti-Fascists start toting AR-15s, like the right-wing Oathkeepers? The idea can seem naïve in an American context, where, practically speaking, only white people can carry guns openly without fear of police interference.
Bray mentions a few pro-gun Antifa groups, including the Huey P. Newton Gun Club, and a collective with the punning moniker Trigger Warning; he quibbles with liberal scholars, including Erica Chenoweth and Maria J. Stephan, who dismiss violent protest as an ineffective tool for garnering public support. But it is unclear from the book whether he thinks that brandishing guns is an ethical concern as well as a tactical one, or whether he worries about an escalation of violence. Postwar Antifa, as Bray details in earlier chapters, has largely been a European project, in which opposing sides sometimes beat each other senseless and stabbed one another to death. They didn’t have assault rifles. The Battle of Cable Street was fought with rocks and paving stones.
3 comentarios fotográficos
2016 borlänge suecia
2018 belo monte cayapó, brasil
1998 polhó chenalhó chiapas méxico
¿qué diferencia encuentras entre las 3?
NOS ESTÁN ROBANDO EL FUTURO
Greta Thunberg, de 15 años,
condena la falta de acción del mundo
contra el cambio climático
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