sinarquismo









































México y el mundo empezaban a tomar un nuevo rostro durante ese lapso. Ese mismo año el eje Berlín-Tokio-Roma acuerda reforzar sus posiciones con la Segunda Guerra Mundial adivinándose en el horizonte; se da el alzamiento de Saturnino Cedillo en el estado de San Luis Potosí y se descubre un complot para asesinar al presidente Lázaro Cárdenas, cuyos implicados eran Karl Petersen, cónsul honorario alemán en Puebla, y L. Yuzinraza, agente secreto japonés en la misma ciudad. Debido a tales circunstancias el movimiento sinarquista estuvo relacionado, desde sus inicios, con el fascismo, con el nacionalsocialismo alemán y el franquismo como aderezo ideológico. 

Pese a que en los documentos oficiales de la UNS se define al “sinarquismo” como “gobierno, con autoridad, con orden”, contrario a la anarquía, y cuyos orígenes se remontan a 1914 cuando Tomás Rosales, “teogonista”, presentó sus ideas sobre la “Sinarquía” en la Sociedad de Geografía y de Estadística y en la Convención de Aguascalientes, el Frente Revolucionario Antisinarquista —gestado en el Congreso de la Unión— le endosaba un origen oscuro:

UNS es una palabra alemana que significa nosotros y es divisa política especial de un grupo de choque nazi. Esa misma palabra acompañada de otras dos, figuraba también en la divisa militar del partido del Kaiser Guillermo II durante la primera guerra mundial. La divisa era “Got Mitt Uns” y quiere decir: “Dios está con nosotros”. Esta frase la llevaban en la hebilla del cinturón todos los soldados alemanes que invadieron a Francia en 1914. La usaban también todos los espías alemanes.

Hellmuth Oskar Shreiter, alemán, ingeniero, militar, políglota, profesor de idiomas en el Colegio del Estado de León, habría sido la pieza clave para fermentar la ideología nacionalsocialista alemana en el pueblo mexicano. Según las mismas investigaciones del Frente Antisinarquista, el alemán, junto a sus discípulos —los hermanos Trueba Olivares, Torres Bueno, Manuel Zermeño, José Antonio Urquiza Jr., todos líderes sinarquistas— planearon el nacimiento de una organización nueva y “atractiva” para el pueblo mexicano. Y se añadía:

Los sinarquistas afirman que no existe en México un movimiento más sinceramente antinazi que el Sinarquismo. Esta antipatía que dicen sentir por el nazismo es tal vez la que los llevó a copiar sus métodos, sus banderas, su uniforme con una expresiva falta de originalidad; la bandera roja de los sinarquistas lleva en el centro un círculo y dentro de él, en verde, el mapa de México (en lugar de la swástica). El uniforme se compone de pantalones y camisola verde olivo, corbata del mismo género y en la manga izquierda, el brazalete a lo nazi con la insignia sinarquista. El saludo es una variedad del de los nazis con la diferencia de que el brazo derecho extendido, se quiebra a la izquierda oblicuamente.

La UNS no niega la participación de Hellmuth Oskar Shreiter en el movimiento, pero la limita sobremanera. Siguiendo la misma tónica y siendo dirigente sinarquista en 1941, Salvador Abascal deslinda a la UNS de cualquier nexo con el nazismo o el fascismo, basándose en sus principios nacionales para evadir cualquier similitud con movimientos extranjeros:

No puede ser nuestro modelo el nazismo, revolución específicamente alemana, hija legítima de la revolución protestante de Lutero. Ni el fascismo, que es, como el nazismo, deificación de una raza y de un gobierno; soberbia que ha de ser castigada con el aniquilamiento de Mussolini y de Hitler. No hay soberbia que Dios no humille.

Pese a tajantes declaraciones no puede deslindarse al movimiento tan fácilmente de la identificación con aquellas ideologías que destacaban en el escenario mundial. Franco, en primer lugar, con quien se tiene una correspondencia religiosa trascendental desde la perspectiva de la UNS:

En cuanto a Franco, es otra cosa; siempre he considerado yo que la salvación de México está en reafirmar su espíritu católico, su tradición católica, y como ésta la recibimos de España, nuestras ligas con España deben de estrecharse con el espíritu hispanista. Y como Franco fue quien restauró la hispanidad en España […] con España tenemos relaciones de tipo ideológico, místico.

Del fascismo sentirán admiración hasta el punto de imitarlo, debido a el espíritu y férrea voluntad de aquellos pueblos que lograron elevar a sus países de la postración más ignominiosa a un plano de progreso material y poderío bélico asombroso. Las meras exterioridades, como el saludo, la disciplina y todo lo bueno que había en el espíritu de aquellos pueblos, como la mística nacional, fue lo que impresionó a muchos de nosotros y nos encontró dispuestos a la imitación.

Si bien es cierto que el sinarquismo era fascista en sus márgenes, internamente seguía un ideario nacional-populista y católico, según Jean Meyer. 

Los miembros de la Unión Nacional Sinarquista asumían el papel de redentores del país con el catolicismo como bandera y acción. Eran los nuevos cruzados en lucha contra los males que aquejaban al mundo, pero principalmente a México: en primer lugar el comunismo, sin dejar de lado la amenaza colonialista estadounidense, el liberalismo y cualquier manifestación ajena a lo “mexicano”. Meyer lo define de esta manera:

La UNS es idealista, populista, anticapitalista, antiburguesa, como los movimientos homólogos de la Hungría y la Rumanía de los años 30, de Turquía y de los países árabes en los 50 y 60. La Legión del Arcángel San Miguel, de Codreanu, combina cristianismo social, agrarismo y tradicionales, con el odio a los “alógenos” demócratas, comunistas y judíos. El juramento de legionario dice así: “Queremos llevar una vidas dura y severa, que excluya todo lujo y todo libertinaje. Queremos reprimir toda tentativa de explotación del hombre por el hombre. Queremos sacrificarnos siempre por la patria”. La UNS puede también ser comparada a los partidos agrarios de la Europa del Este de 1919 a 1949, al Integralismo brasileño, al salazarismo, al Uomo Qualunque italiano de 1944–1946 y al peronismo argentino.

De origen místico y conservador, el sinarquismo buscaba el establecimiento de un México bajo las directrices del catolicismo donde Estado e Iglesia volvieran a establecer lazos comunicantes, mostrando una nostalgia por la Edad Media. 

El “orden” como piedra de toque. Esta visión no fue desatendida por grandes sectores de la sociedad y logró seducir por igual a campesinos que a obreros y población urbana en todo el territorio nacional y el sur de Estados Unidos, pues la UNS es el primer organismo en el país que arropa a los migrantes mexicanos al sur estadounidense. Intelectuales como Guiza y Acevedo, Antonio Caso y José Vasconcelos también saludan al movimiento. No es extraña la respuesta ante la UNS. Gran parte de la sociedad estaba descontenta con los gobiernos emanados de la Revolución que no habían cumplido con las consignas de la lucha armada y sólo veían a una nueva clase política pugnando por intereses personales antes que por el desarrollo nacional. El mismo reparto agrario, llevado a cabo por Cárdenas, no satisface las demandas de la población e incluso llega a generar ámpula en diversas zonas del país. Con el fin de lograr sus propósitos agrarios el gobierno crea los grupos “reservistas”, células de campesinos armados cuyas balas dejaron muerto a más de un sinarquista. Es así como la UNS va tomando cada vez más fuerza hasta constituir un verdadero peligro para los gobernantes que nunca pudieron entenderlo completamente.

En una manera hasta entonces novedosa de fuerza el sinarquismo rechaza el poder y pugna, como parte esencial de su programa, por la libertad religiosa, coartada por esos años; posteriormente acometería el problema social, debido a las enormes desigualdades en el país, y finalmente pretendía injerir en el aspecto político. Sin embargo, siempre existió un amago de golpe de Estado por parte de un sector del movimiento, el liderado por Salvador Abascal, al que nunca se llegó.

Dos batallas fueron imprescindibles para el movimiento. La primera se libró en el Tabasco garridista en 1938. Con un halo de ateísmo iniciado precisamente por Tomás Garrido Canabal —“Enemigo de dios y del alcohol”—, quien derrumbó iglesias, sometió al silencio a la religión y exigió que los ministros de culto fueran casados y educados en escuelas públicas para poder oficializar misas, en Tabasco sólo había un solo cura. 

Graham Green retrata a la perfecciónn este panorama en El poder y la gloria. Después de haber llegado a la entidad, Abascal organiza a los campesinos, llegan a Villahermosa sin previo aviso y una mañana la plaza principal está tapizada de católicos. La consigna: Libertad religiosa. Luego de mantener el paro por varios días se desata la represión. Cuatro muertos. Abascal sale de Tabasco, pero alcanzan el cometido. Se relajan las normas para permitir la libre práctica religiosa. La manera en que accionaron en Tabasco los sinarquistas la repetirán en gran parte del país, subrayando su poderío incluso frente a las propias autoridades federales. De un momento a otro, una ciudad podía ser tomada por el movimiento. El gobierno palidecía ante la marea, principalmente compuesta por campesinos, que llegaba a tren, caminado, a caballo, con el fin de participar en las manifestaciones de la UNS.

La segunda batalla fue totalmente utópica. En 1942 Salvador Abascal emprende la colonización de Baja California. Familias sinarquistas llegan a una región mortecina, con suelo árido, falta de agua y sin ayuda de la propia UNS que abandona el proyecto. Paradójicamente los colonizadores reciben apoyo de sus enemigos políticos: Lázaro Cárdenas y el entonces gobernador del estado Francisco Mújica, con tendencia comunista. Para 1944 el sueño se ha desmoronado. Robos, enfermedad y desilusión calan en los sinarquistas. Abascal regresa a la Ciudad de México y rompe con el movimiento, como presagio de la caída del sinarquismo.

El germen del problema de la propia UNS se halla en sus orígenes que pueden rastrearse desde 1925, cuando se erige la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, la cual buscaba básicamente arribar al poder mediante la revuelta cristera. Esta agrupación se disuelve entre 1930 y 1938, pero durante ese lapso no cesa su actividad en diversas partes del país.

Una de las razones por las cuales se apoya a Salvador Abascal en el sueño de colonización era precisamente el coqueteo que Santa Cruz mantenía con el gobierno federal y Estados Unidos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.

Con la sombra de Plutarco Elías Calles tras la silla presidencial hasta 1934 y como una manera de realizar su labor con una mayor libertad, la organización se guarece imitando el andamiaje de las sociedades secretas, como la masonería, y a las células del partido comunista, cuya definición son “legiones”. Estas legiones también se conocen como “La Base” u Organización, Cooperación, Acción (OCA) que estuvo formada por once secciones: 1) patrones, dirigida por Antonio Santa Cruz; 2) Obreros; 3 y 4) no existieron nunca; 5) enlace; 6) propaganda; 7, 8, 9 y 10) fueron fantasmas; 11) Unión Nacional Sinarquista (UNS). 

Cuando nace oficialmente el movimiento sinarquista —el 23 de mayo de 1937, en la ciudad de León, en una vivienda ubicada en la simbólica calle de Libertad— se establecen dos mandos. El primero era el visible, el líder de la UNS; el segundo, un organismo a la sombra y verdadero dirigente del movimiento: La Base, comandada por Santa Cruz.

Una de las razones por las cuales se apoya a Salvador Abascal en el sueño de colonización era precisamente el coqueteo que Santa Cruz mantenía con el gobierno federal y Estados Unidos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. 

Existieron voces que denunciaban que los sinarquistas buscaban en realidad la construcción de una base área para las tropas japonesas en Baja California, pero el proyecto tan sólo sirvió para diluir el brazo más radical de la UNS comandado por Abascal, cuya fuerza, infiltración social e ideología eran vistos con recelo tanto por el gobierno mexicano como por los organismos de inteligencia estadounidense.

Ellos pretendían la salvación del país y para esa salvación no hacía falta el andamiaje administrativo y político propicio de la “redención”, del establecimiento de un Estado acorde con lo que exigía el momento histórico.

Luego de la segunda mitad de los años cuarenta el sinarquismo sigue la línea cívico-política, encabezada por Manuel Torres Bueno y Juan Ignacio Padilla, teniendo como perspectiva la injerencia en las tomas de las decisiones oficiales desde el poder. Plantearon la necesidad de formar un partido político; propósito que se llevó acabo con Fuerza Popular, en 1946, y el Partido Demócrata Mexicano (PDM), registrado legalmente en 1979 y perdiendo el registro temporalmente en 1994 cuando se presentó como Unión Nacional Opositora (UNO), y perdiendo finalmente el registro luego de las elecciones en 1997. En la década de los noventa muchos simpatizantes del sinarquismo se adhieren a las filas del Partido Acción Nacional.

La pretendida Cruzada Sinarquista, que llegó a ser el movimiento social más importante de Latinoamérica en los años cuarenta del siglo XX, carecía de la exposición de políticas públicas ad hoc a los nuevos tiempos vividos en México y en el mundo, pero posiblemente esas justificaciones estaban de más para los propios miembros de la UNS. Ellos pretendían la salvación del país y para esa salvación no hacía falta el andamiaje administrativo y político propicio de la “redención”, del establecimiento de un Estado acorde con lo que exigía el momento histórico. Era simplemente un acto de fe. Reconocerse sinarquista no se trataba de ser miembro de algún partido político. El ingreso a la UNS, a la cofradía que en ese momento estaba ofreciendo las respuestas negadas por el régimen revolucionario, era un renacimiento, un verdadero cambio en la manera de percibir la realidad. Como lo dice el propio Meyer: “Se entraba, pues, en la Unión como en la religión: el que lo hace se convertía en un hombre nuevo, se moviliza como soldado, se pone en marcha. La vida adquiría un sentido”. ®









Hace tiempo, el ingeniero Juan de Dios Martínez me prestó un libro sobre la historia de la Unión Nacional Sinarquista escrito por el periodista Mario Gill, compañero de Benita Galeana. Se trata de una bien documentada investigación, realizada con carácter de urgencia ante el avance de la segunda guerra mundial y la entrada de México al conflicto. Gill analiza las características de ese grupo (tal vez el más importante) de la derecha mexicana, desde una perspectiva distinta a la de Jean Meyer, el historiador más acucioso de los movimientos derechistas de nuestro país. Ambas son valiosas y pueden considerarse complementarias.

Leyendo el libro de Gill recordé una manifestación sinarquista en la Plaza de los Mártires de León, Guanajuato. Debe haber sido en 1952 y coincidió con la campaña de Efraín González Luna, candidato del PAN y de la UNS a la Presidencia de la República. Las dos organizaciones nunca se llevaron bien, pues las discrepancias ideológicas eran profundas. Para empezar, el PAN creía en la democracia y, según lo afirmaban algunos miembros de la “Sinarquía Nacional”, tenía mentalidad “pequeñoburguesa”. Recuerdo vagamente los discursos pronunciados por Enrique Morfín, José Valadés, Ignacio González Gollaz y Juan Ignacio Padilla. Todos se refirieron a su triunfo en las elecciones municipales de León y a la masacre con la cual el gobierno “solucionó el problemita” (palabras textuales del coronel que comandaba a los ametralladoristas). Sangre derramada, mártires a granel, muchachas heroicas, caídos presentes (“mil pasos adelante. Ni uno atrás”, decía su himno de corte falangista), martirios fertilizantes... todo esto formaba parte de una retórica que tenía más muertos que vivos.

La plaza estaba llena de banderas rojas con un círculo blanco que llevaba dentro el mapa del país en verde (los brazaletes eran iguales), y los jerarcas y algunos directivos regionales usaban camisas color caqui y botas federicas. Saludaban tocándose el pecho con el brazo en escuadra y la mano en posición horizontal, y cantaban su himno y una buena cantidad de corridos, pues se trataba de un movimiento campesino con un importante arraigo popular (sus falanges, encabezadas por Salvador Abascal, entraron a Morelia a caballo y en son amenazante. 

Se calcula que las “fuerzas populares” tenían cerca de cuarenta mil miembros), y sus dirigentes mantenían contactos con el nazismo, el fascismo y, de manera especial, con la falange española y con algunas instituciones japonesas, aparentemente interesadas en la cultura hispánica pero, en realidad, obsesionadas con la geografía de Baja California y su posición tan cercana a Estados Unidos. A partir de 1939, algunos miembros de la Sinarquía Nacional y un grupo selecto de jóvenes militantes fueron a estudiar a la Academia de Mandos de Falange Española. 

He visto fotografías en las que aparecen vistiendo la camisa azul (“cara al sol con la camisa nueva”, decía el himno del fascismo español) y haciendo el saludo romano debajo de retratos de Primo de Rivera y de Onésimo Redondo, el violento líder de las “Juventudes de Ofensiva Nacional Sindicalista”. No olvidemos que uno de los fundadores del sinarquismo (mártir temprano, por cierto), José Antonio Urquiza, estudió en España y era un buen conocedor de la retórica de José Antonio Primo de Rivera. El José Antonio mexicano fue muerto por un ejidatario humillado y ofendido, en las cercanías de una de las haciendas queretanas de su señor padre, ilustre autor de jaculatorias patentadas en El Vaticano.

La principal fuerza del sinarquismo estaba en Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, pero tenía comités en todos los estados. Muchos de sus miembros habían sido cristeros inconformes con los tratados de paz que firmaron el gobierno de Portes Gil (“Aquí vive el Presidente. El que manda vive enfrente”, decían los poderosos callistas) y la jerarquía eclesiástica. Todos estaban en desacuerdo con el reparto agrario, al cual consideraban un robo imperdonable, y con la educación laica. Los maestros desorejados fueron las víctimas de ese fundamentalismo campesino inspirado por el clero católico.

DEL BAJÍO A LA PENÍNSULA



La masacre de León, la toma de Morelia, el encapuchamiento del busto de Benito Juárez que les costó el registro de su brazo político, así como la creación de varios partidos (el último fue el del “gallito”), fueron los momentos culminantes de la organización fascista, pero su aventura más interesante fue la de la fundación, breve historia, decadencia y caída de su colonia utópica de María Auxiliadora en Baja California Sur. Mario Gill estudió los aspectos sobresalientes de esa aventura presidida por un caudillo iluminado e iracundo, un duce carismático y vociferante, un conducator infatigable, un fundamentalista obnubilado por su proyecto obsesivo: Salvador Abascal, líder de ese movimiento social, religioso y militar que viajó a Baja California con propósitos utópicos, pero también con proyectos muy concretos iluminados por “el sol naciente”.

En el libro de Gill hay una fotografía de dicho caudillo de la empresa colonizadora. En ella aparece con los zapatos rotos, un viejo pantalón de mezclilla y un jorongo del centro del país. Lo rodea la tierra seca y sobre su cabeza se desploma un sol de justicia.

No llegó a la colonia con las cuarenta o cincuenta mil personas de su proyecto inicial. Apenas logró reunir cincuenta y cuatro familias y con ellas echó a andar una “aventura espiritual” que, en el fondo, tenía varios aspectos políticos y militares muy alejados del aliento utópico y muy cercanos a lo que estaba sucediendo en Europa y en el Lejano Oriente en los años de 1941 y 1942.

Gill asegura que la localización del sitio en el que se estableció la Colonia fue hecha por el ingeniero Peter Wirgman, persona ligada al movimiento nazi en América Latina. El presidente Ávila Camacho permitió que la colonia levantara sus precarias instalaciones en “un lugar tan distante de los centros poblados”, y el general Mújica, gobernador del Territorio y víctima de la venganza avilacamachista que tomó la forma de bloqueo de recursos y subsidios, aceptó la orden presidencial y se mantuvo alejado de los acontecimientos.



Gill cita una declaración de Abascal sobre la selección del lugar que ocupó la colonia: “Efectivamente, escogimos este lugar por su proximidad a la Bahía Magdalena. Cuando estalló la guerra, nosotros comprendimos que Baja California corría peligro, que esa Bahía iba a ser vigilada; por lo mismo, se tendría que crear allí una base naval y aérea y que los soldados que allí se establecieran tendrían que alimentarse. Entonces nosotros resolvimos establecer nuestra colonia frente a Magdalena para tener un mercado cerca y a la vez cumplir con un deber patriótico.” Extraño patriotismo el del caudillo que siempre se opuso a la entrada de México a la guerra del lado de los aliados. Además, hay elementos probatorios suficientes de la intervención de los funcionarios falangistas encargados del llamado Pacto Madrid-Tokio. Los japoneses echaron a andar una curiosa red de institutos de cultura hispánica que tenía una inclinación especial por los países de América Latina y, particularmente, por México, Baja California Sur y la Bahía Magdalena, que era lo suficientemente grande como para albergar a toda la armada imperial. José Pagés Llergo, quien por aquellos tiempos hizo varias entrevistas a los jerarcas de Tokio, escribió algunos textos sobre la simpatía que ciertos grupos y movimientos sociales mexicanos hicieron patentes a los falangistas que actuaban como agentes del Imperio Nipón. Estos datos produjeron en Gill una serie de reflexiones que debemos revisar. Tal vez la más interesante sea la que aventura una hipótesis nada estrambótica, al señalar a Abascal y a los colonizadores como una avanzada dispuesta a recibir a la flota imperial en la acogedora Bahía Magdalena, a la que convertirían en base de operaciones. Todo esto, recuerda Gill, sucedía “en los días de Pearl Harbor”. Para mayor abundamiento están las cartas enviadas por Abascal a los japoneses establecidos en los dos territorios bajacalifornianos. En ellas se ponía a sus órdenes, manifestaba su simpatía por la causa nipona y los invitaba a visitar la colonia. El traslado de los japoneses al reclusorio del Cofre de Perote frustró el plan del caudillo sinarquista.

Los colonizadores provenientes de Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Colima, Aguascalientes, Zacatecas y la capital de la República eran, en su mayoría, campesinos. Había, además, algunos artesanos, mecánicos, albañiles, sastres y electricistas, así como un capellán. El primero fue el padre Zavala, persona moderadamente sensata. El segundo, apellidado Campos, era un fundamentalista despendolado que prohibía a los colonos comer mariscos “para evitar el aumento de los deseos carnales”. No tenían los pobres “héroes de la fe y de la esperanza” muchas cosas para alimentarse, pues los pocos jitomates, chiles, maíz y frijol que producían las pocas hectáreas rescatadas al desierto y a la sequía, tenían que enviarse a La Paz para su comercialización. Lo único que podían comer eran descomunales parrilladas con abulón, almejas gigantes, langostas y toda clase de pescados, incluyendo la regia totoaba; estofados de caguama y aletas rellenas de ostiones y camarones, langostinos, calamares y otras maravillas. Cuando el demente Campos prohibió los mariscos, se inició en serie la desbandada y los enfermos y famélicos colonos empezaron a desperdigarse por la península. Rafael Vizcaíno, cronista de Tijuana, recuerda a varios ex colonos que fueron a buscarse la vida a la industriosa y pecaminosa ciudad de los burros pintados de cebra y de los cráneos de Hernán Cortés niño, joven y adulto.




La aventura colonizadora tenía múltiples relaciones con el Instituto Iberoamericano que el siniestro Von Faupel dirigía en Berlín. Serrano Suñer y la Falange Española eran los encargados de sacar adelante su programa “cultural”. Los falangistas que colaboraban con Von Faupel tragaron saliva cuando, en la inauguración del Instituto, Hitler afirmó: “Habrá de ser una bendición para los habitantes de las Repúblicas de Sudamérica, cuando pasen de los efectos de la herencia hispano-portuguesa al dominio germánico... Alemania deberá apoderarse de la América del Sur...” 

Por esos años, dice Gill, la Casa Blanca recibió unos planos de la nueva distribución de América bajo el dominio nazi. En ellos, la “geopolítica faupeliana” señalaba a cinco grandes estados que dirigirían los cambios estructurales: 

Argentina, Brasil, la región andina, el Caribe y México. Además, para cerrar la pinza sobre América Latina, se creó el eje Madrid-Tokio. Franco y el coronel Fijurito, ayudante del mariscal Tojo, celebraron una serie de reuniones en las que trataron los temas americanos y filipinos. En todas ellas sonaron los nombres de México, Baja California, Bahía Magdalena, el sinarquismo y Salvador Abascal. La única interferencia fue la representada por los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara y su líder, Carlos Cuesta Gallardo (al terminar la segunda guerra mundial, este señor publicó un libro que hizo mancuerna con la pavorosa Derrota mundial de Borrego. Se titulaba Traición a Occidente y lo firmaba con el pseudónimo de Traian Romanescu).

“FE, SANGRE Y VICTORIA”

Todo esto sucedía en los pasillos del poder. Mientras tanto, los colonizadores cantaban
una candorosa canción: “Madre, me voy a California,/ vengo a pedirte tu santa 
bendición:/ lucharé por que sea de mi patria/ lo que produzca aquel rico girón...”




Documento desclasificado por la cia sobre los sinarquistas mexicanos, documentando el control que los falangistas españoles y los nazis tenían sobre ellos, 31 de octubre de 1941.

En su libro bien documentado, aunque no exento de algunas exageraciones que tal vez provengan de un descuido al escoger o calificar sus fuentes, Mario Gill estudia el papel desempeñado por el padre Eduardo Iglesias en la fundación y el impresionante desarrollo de la Unión Nacional Sinarquista. El político jesuita fue el principal asesor del periódico oficial del movimiento: El Sinarquista. Dibujante y compositor, publicó caricaturas y es autor del belicoso himno titulado “Fe, sangre y victoria”.

El padre Iglesias desplazó al nazi Shereiter en las decisiones sobre el desarrollo del sinarquismo, propiciando un viraje hacia la doctrina social cristiana contenida en varias encíclicas papales, y aumentando considerablemente la influencia del clero que se manifestaba a través de la Unión Católica Mexicana y de la Acción Católica de la Juventud Mexicana. 

El padre Bergoend, fundador de la ACJM y los padres Saenz y Vértiz (autor de la inefable frase: “En México lo que no huele a incienso, huele a mierda”) fueron también asesores del cambio, del uso más discreto de la parafernalia nazi, de la atenuación de la influencia fascista y del nuevo tono clerical y social cristiano. Esto acercaba al sinarquismo a la Falange Española, ya para entonces puesta al servicio del franquismo asesino y de la jurásica jerarquía eclesiástica peninsular (estamos hablando de 1943, fecha en la que ya había fracasado la aventura de María Auxiliadora y ya se admitía la posibilidad de la derrota del Eje). El cambio se reflejó en los renovados ataques a los liberales que habían consolidado, siguiendo los aspectos modernizadores del Código de Napoleón, las instituciones laicas, el registro civil y otros aspectos legales en materia de propiedad (pensemos en las desamortizaciones de 1833), que acotaban el poder de la Iglesia. Don Valentín Gómez Farías y los promotores de la Constitución de 1857, especialmente don Benito Juárez, fueron demonizados por el sinarquismo y sus asesores eclesiásticos.

El arzobispo de México, don Luis María Martínez, empeñado en establecer los términos de un concordato de facto con el gobierno (para lograrlo, su curia ya no insistía demasiado en la reforma de los artículos 3 y 130 y de la Constitución de 1917), simpatizaba muy poco con el integrismo sinarquista. Pequeño, astuto y buen negociador, el pragmático jerarca se había ido ganando poco a poco las simpatías de los gobernantes (no olvidemos que Ávila Camacho se había declarado “creyente” y que la debacle masónica iniciada durante el alemanismo convirtió a las logias más influyentes en una especie de clubes empresariales o de infantiloides cuevas de gerentes rugidores), que lo invitaban a sus reuniones. Algunas anécdotas confirmaron su sencillez, su ingenio y su alejamiento de las rígidas pautas de la mochería. Se cuenta que el día de la inauguración del sistema de sonido de la Basílica de Guadalupe, el pintoresco arzobispo subió al púlpito, se colocó el pequeño micrófono que, en el momento en que don Luis María iniciaba su oración, sufrió un desperfecto y empezó a dar toques. El orador sacro, sorprendido por la descarga eléctrica, soltó un “¡Ah, chingao!” que retumbó en los muros de la vieja basílica. Esas fueron las palabras inaugurales del sistema modernizador. Cuando lo nombraron miembro de la Academia de la Lengua, uno de sus colegas, pícaro y chinacón, se acercó al grupo que rodeaba al nuevo académico y empezó a proponer algunas interpretaciones de palabras y conceptos. De repente, le espetó a don Luis María la siguiente pregunta: “¿Cómo definiría usted esa práctica sexual que llaman, en buen latín, cunnilingus”? El arzobispo, sin pensar demasiado, acuñó (o debo decir acoñó) una definición realista y religiosa: “Es una peregrinación piadosa al lugar de origen, pues supongo que se hace de rodillas.”

El sinarquismo siempre se opuso al reparto agrario, circunstancia curiosa si tomamos en cuenta que era un movimiento fundamentalmente campesino (y no de pequeños propietarios, como el fascismo, sino de medieros y de peones). Abominaba también de la educación laica y del artículo 130 de la Constitución. 

A pesar del cambio propiciado por el padre Iglesias, Torres Bueno y otros miembros de la sinarquía nacional albergaban la secreta esperanza de que las fuerzas del Eje ganaran la guerra. 


Por eso se opusieron a que México entrara a la contienda y sabotearon el servicio militar obligatorio. Tengo en la memoria una tarde de otoño en la que desfilábamos con nuestros fusiles de madera, tosca copia del máuser reglamentario. Los jesuitas habían acatado la orden de las secretarías de Educación y de la Defensa y nos obligaban a hacer ejercicios militares y a marchar por las calles de Guadalajara con lo fusiles de palo. Al llegar al centro de la ciudad, un grupo de sinarquistas, esgrimiendo banderas, interceptó nuestra columna y nos hizo escuchar a un torpón orador que se oponía a los ejercicios militares y a la complicidad del gobierno con los gringos. Podía haber pasado por pacifista, pero sus alabanzas a la España católica lo ubicaron del lago del Eje, que ya iniciaba la decadencia y la caída que sus seguidores se negaban a admitir. En 1942, la posición sinarquista se radicalizó y los jefes nacionales hablaron de “rebelarse contra el gobierno”. El general Cárdenas, secretario de la Defensa Nacional, no se anduvo por las ramas y, comprendiendo la gravedad de un levantamiento que, eventualmente, podría contar con el apoyo de un millón de mexicanos, fue a buscar a los rebeldes a sus guaridas serranas de Morelos, Puebla, Tlaxcala, Michoacán, Guanajuato, Colima, Durango, Zacatecas y Guerrero, y dio órdenes a la Fuerza Aérea para que sobrevolara los reductos sinarquistas. Esta actitud disuadió a los alzados que prefirieron, en lo sucesivo, refugiarse en un tramposo discurso pacifista y ordenar a sus ejércitos disolverse y ocultar las armas. Unos meses más tarde, monseñor Fulton J. Sheen, enviado de la Catholic Welfare Conference, convenció a los jefes de que atenuaran su antiyanquismo y su hispanismo rabioso. Estos cambios se aprobaron en la “junta de los volcanes” celebrada por la sinarquía nacional en el Popo Park a fines de 1943. Poco a poco, las directrices del Instituto Iberoamericano que Von Faupel dirigía en Berlín fueron situadas en un segundo plano y se incrementaron los contactos con el catolicismo de Estados Unidos. 

Los jóvenes sinarcas dejaron de acudir a la Academia de Mandos de Falange Española y la retórica del movimiento empezó a girar en torno a las ideas del Orden Social Cristiano. Para esos años, sólo los Tecos de Guadalajara seguían apoyando ciegamente a las fuerzas del Eje y cultivando un rampante antisemitismo.

Muchas aguas han pasado bajo los puentes del país y muchas transformaciones han tenido los movimientos de la derecha. Por eso es necesario estudiarlos con minuciosidad para observar sus cambios, sus constantes, sus estrategias y estratagemas. La historia, a veces (no siempre, pues el hombre es el único animal capaz de caer varias veces en la misma trampa), nos entrega lecciones valiosas para entender la génesis de los movimientos sociales. Gill y Meyer, desde posiciones distintas, nos han hablado de ese fascismo criollo que tomó Morelia, fundó una colonia en Baja California, encapuchó el busto de Benito Juárez, inició un alzamiento militar y, en su momento, controló a más de un millón de enemigos del reparto agrario y partidarios del desorejamiento de los “profesores laicos y socialistas”. 






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