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Muchos de los periodistas que hemos estado pendientes de los hechos de Catalunya esta semana tan solo hemos podido vivirlos a través de las pantallas. Confieso que ha sido un atrape, como se suele decir, enganchados a nuestros móviles y a la pantalla del ordenador con la televisión en marcha de fondo.

Desde la distancia, sin estar a pie de barricada ni tras la línea policial, nuestros juicios o nuestras informaciones no tienen el mismo valor que aquellas relatadas bajo la lluvia de piedras o esquivando porrazos y balas de goma.

Pero quizás nos ha permitido poder abstraernos por unos momentos, analizar en frío sin el olor a plástico quemado y sin el sonido de las sirenas. Y, sobre todo, tantear a la gente de nuestro entorno que no está allí, a nuestros vecinos, familiares y amigos que lo han visto todo por televisión y tratan de entender qué está pasando.

Ayer mi padre decidió apagar la televisión. Su cabreo monumental con la cobertura mediática se mezclaba con cierta tristeza y con mucha preocupación por lo que podría suponer esta escalada de violencia. ¿Qué está pasando? Me preguntó. Y llevaba toda la semana viéndolo en los informativos. ¿No lo había visto? Sí, pero nadie había explicado nada. Como el resto de ciudadanos que no están en Catalunya estos días, vio los acontecimientos por televisión como si se trataran de un espectáculo, una película distópica en directo o un concierto de death metal de cinco días seguidos. Estaba agotado y seguía sin entender nada.

No es casual que los principales programas de información de una de las cadenas que ha estado retransmitiendo en directo los hechos se llamen “Al Rojo Vivo”, “Liarla Pardo” y ya en plan sarcástico, “Más Vale Tarde”. Hace años que la información se subordinó al espectáculo. Que una persecución policial en Oklahoma tenga prioridad en los informativos a una gran campaña de los vecinos de Benimaclet para plantar huertos urbanos en un solar abandonado en medio de la ciudad de València. Dos ejemplos al azar, pero podríamos relatar miles.

La información ya no trata de explicarte el porqué de las cosas. Tan solo te muestra hechos. Cuanto más, adornado con opiniones de la calle seleccionadas para reforzar su relato, o con tertulianos que tan solo hablan de lo que dice uno u otro líder político. O, aún peor, que ofrecen análisis simples y a veces hasta conspiranoicos que se repiten cada vez que hay disturbios.

En España, claro, porque cuando arden Caracas o Hong Kong, salvando las distancias, todo tiene una explicación. Aquí, sin embargo, siempre están presentes las hordas anarquistas italianas o los “perfectamente coordinados y preparados” alborotadores que, al parecer, llevaban meses viajando a Grecia o vete tú a saber dónde a aprender tácticas de guerrilla urbana. Te lo dicen periodistas y analistas que lo más cerca que han estado de un movimiento social ha sido en la comisión de fiestas de su pueblo o en las reuniones de la escalera.

Existe una brecha enorme entre el análisis que hace el político o el periodista de turno y lo que motiva a alguien a estar a pie de calle lanzando piedras a la policía o simplemente resistiendo pacíficamente. Y entre estos los motivos son múltiples. A veces incluso ni siquiera ideológicos.

También es cierto que la espectacularidad de las informaciones suele motivar más que sofocar los disturbios. El Porno Riot es eso. Apela a la emoción. Unos se creen que España está al borde del apocalipsis y apelan a suspender cualquier derecho fundamental para reestablecer el orden. Otros se indignan al ver la violencia policial y el relato de los medios, y acaban uniéndose a las protestas. Pero todos siguen sin recibir una interpretación razonada. Tan solo estímulos. Y, además, muy pocas veces, hablan los protagonistas de los hechos.

Pero también hay que preocuparse por entender el porqué de todo esto. Y aquí es cuando debemos cuestionar sin miedo a nuestros medios, a quienes eligen los titulares, los contenidos y los relatos, quienes construyen una realidad y un ambiente que puede ser explosivo a pie de calle. Y, por supuesto, a nuestros políticos. A los que saben jugar bien al espectáculo al que se han subordinado los medios y actúan como pirómanos, creyéndose dioses, sin ninguna empatía hacia la ciudadanía, vendiendo un relato calculado para su público y sin ninguna intención de resolver nada.

Aunque aquí, de nuevo, la correlación de fuerzas no puede ser obviada. El Estado tiene la obligación de resolver un conflicto político con política, no con la fuerza ni tratándolo como un problema de orden público.

Finalmente, más allá de los medios y de los políticos existe la gente. La que sigue sin entender qué está pasando. La que ha visto su calle en llamas, la que ha recibido un porrazo sin estar haciendo nada, o la que desde su casa hace zapping y pasa de los disturbios a un concurso de cocina.


El Porno Riot entretiene pero no informa. Y cuando se apagan las llamas cambias de canal. Condenar a la sociedad a ser mera espectadora sin darle herramientas para que razone y saque sus propias conclusiones tiene repercusiones irreparables. Aleja al ciudadano de la razón y lo subordina a la emoción. Y esto no ayuda en nada a que estos hechos no se vuelvan a repetir. Es más, contribuye a que los problemas se enquisten. Mientras, políticos y medios siguen interpretando su sainete, ajenos y bien lejos del chico que ha perdido un ojo por una bala de goma, del que ha terminado en prisión, del policía herido y del vecino al que le han quemado el coche.





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