yásnaya elena a. gil
10 mar 2020
el país
Quisiera comenzar por hacer una concesión: detrás de la implementación del Tren Maya, uno de los proyectos más anunciados por el nuevo Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, las mejores intenciones sientan las bases de su ejecución.
Después de siglos de abandono en el que el pueblo maya ha sido despojado y empujado a un proceso de pauperización indolente, el nuevo Gobierno pretende, por fin, implementar un proyecto integral que tiene como principal objetivo crear “bienestar social para la población que habita la zona maya” e “integrar territorios de gran riqueza natural y cultural al desarrollo turístico, ambiental y social en la región” como se describe en la página oficial del proyecto.
¿Por qué alguien habría de oponerse?
La inclusión y el desarrollo de los pueblos mayas de la península son necesarios si el nuevo Gobierno pretende que la justicia social alcance a los sectores más desfavorecidos en la historia de este país. No sería justo dejarlos fuera del proyecto de la Cuarta Transformación. Hago esta concesión para partir de una superficie común que me permita exponer puntos que me parecen problemáticos en la discusión que se ha dado en torno del Tren Maya. Muchas otras personas, abiertamente en contra de la ejecución de este proyecto, han presentado datos, informes y argumentos para debatir sobre todas sus implicaciones y se ha utilizado incluso instrumentos legales como el amparo para frenar su implementación. No haré aquí tal cosa.
Respetando la misma concesión inicial, obviaré discutir el hecho de que Alfonso Romo, actual jefe de la oficina de la Presidencia de México, fundó una empresa que ha obtenido concesiones para explotar la mayor cantidad de agua subterránea en la Península de Yucatán.
¿Cuáles son las implicaciones y posibles relaciones de esto con el Tren Maya? No se pondrá en tela de juicio nada de esto porque, insisto, para los efectos de estas líneas, se concede, al menos por un momento, que este proyecto se ha creado con las mejores intenciones: el bienestar social, la inclusión de un sector vulnerable largamente excluido del desarrollo del país. Con tan buenas intenciones, parece incluso una necedad pedir que se consulte a los pueblos indígenas involucrados siguiendo los lineamientos del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo que obliga a realizar consultas cuando los territorios de los pueblos indígenas pueden ser afectados por un proyecto. Una vez concedido lo anterior, quisiera sostener que las mejores intenciones detrás de la ejecución del Tren Maya son, de hecho, la base del problema.
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Uno de los argumentos más socorridos en el debate se centra en enunciar la ausencia del Estado como el motivo que ha provocado la actual situación de los pueblos indígenas. El olvido estatal que siempre los ha mantenido excluidos del desarrollo del resto del país ha causado la pobreza y el atraso de la población indígena en general y de la población maya en particular. Sin embargo, quiero argumentar, que no ha sido la ausencia de Estado el motivo de la pauperización de los pueblos indígenas sino, precisamente, lo contrario.
No ha sido la exclusión de estos pueblos del ideal del desarrollo planteado por el Gobierno los que los ha empobrecido sino los procesos violentos de la inclusión. La Constitución misma de México se basa en la inclusión de pueblos y naciones en un proyecto criollo que nunca fue consultado.
El hecho de que los muy diversos pueblos indígenas hayan quedado encapsulados dentro del Estado mexicano no fue resultado de un pacto confederado entre estas diversas naciones y culturas sino de la imposición del proyecto de una minoría privilegiada. Por esta razón, por el hecho de que los pueblos indígenas pre-existen a la creación de México como país es que, lo que sea que el Estado pretenda realizar en sus territorios, debe ser consultado.
La llamada segunda transformación de la vida pública de México, como la nombra el actual presidente, fue uno de los principales causantes de la pobreza que los pueblos indígenas han sufrido. A mediados del siglo XIX, se calcula que más de la mitad de la población mexicana era indígena y en ese contexto, una gran parte de los pueblos tenían las tierras en propiedad comunal. Como un efecto de las Leyes de Reforma y en especial de la Ley Lerdo, la propiedad comunal fue duramente golpeada y múltiples comunidades indígenas sufrieron pérdidas catastróficas de bienes y tierras. En muchos casos incluso tuvieron que volver a comprar sus propias tierras cuando así pudieron, pero en general se trató de uno de los mayores impulsos de la pauperización de los pueblos indígenas.
Como respuesta a esta problemática generada por el Estado debido a la concentración de las tierras en pocas manos, llegó la tercera transformación que con el tiempo implementó uno de los proyectos más agresivos en contra de las lenguas, la cultura y la existencia misma de los pueblos indígenas al impulsar su integración lingüística y cultural. Gran parte del proyecto posrevolucionario estuvo encaminado a incluir e integrar lo que quedaba de los pueblos indígenas en un ideal deseable: el mestizo mexicano, una única raza cósmica, la raza de bronce. Esta integración y esta inclusión en términos del poder estatal son los responsables de la situación actual de los pueblos indígenas de México.
Ahora, bajo la promesa de la inclusión, el Tren Maya se presenta como el alivio a una situación que justamente los afanes de incluir han provocado. No ha sido la ausencia de Estado el problema sino su demasiada presencia. Los discursos de la inclusión se contraponen a la autonomía y la libre determinación a la que los pueblos indígenas tienen derecho y que incluso ha llegado a ser reconocido en la Constitución Mexicana en su artículo segundo.
El Tren Maya no es un proyecto que los pueblos mayas hayan propuesto a la federación como un ejercicio de su autonomía sino la implementación de aquello que desde el Gobierno federal se considera que es el mejor medio para terminar con una situación creada por el estado mismo.
El Tren Maya, desde su nacimiento, no es maya, es el Estado dictando de nuevo, otra vez, una vez más, cuáles son las soluciones a los problemas de los pueblos indígenas.
Por lógica, el proyecto que el estado propone no es la única solución posible a los problemas que enfrenta la población indígena. La población maya no se encuentra en la situación actual por la falta de un tren, sino por la violencia estructural que se ha ejercido sobre ella.
¿Es posible pensar en otras alternativas? ¿No sería mejor desmantelar el sistema de opresión que produce la pobreza en los pueblos indígenas? ¿No sería mejor, en todo caso, devolver las tierras despojadas históricamente, frenar a los empresarios que acaparan agua y territorio?
Muchos pueblos y personas que pertenecen al pueblo maya han planteado otros modos de construir y hacer posible la vida digna y deberían de ser considerados dentro de un ejercicio de libre determinación que no se puede ejercer en consultas que duran muy poco tiempo como las que ha implementado el gobierno.
En una entrevista con Heriberto Paredes para Pie de Página, Romel González, el asesor jurídico del Consejo Regional Indígena y Popular (CRIPX), organización desde la que se interpuso un amparo contra la ejecución del Tren Maya, da cuenta de la visión colonialista de pretender que este proyecto es la única opción para los problemas de la península: “Estamos viendo desde el principio una visión colonialista, ‘yo vengo de la ciudad, vengo con todo el conocimiento y te vengo a acabar la pobreza con un tren’.
Es un colonialismo moderno, como decía Comte y los positivistas, ‘yo te vengo a traer el orden, yo te vengo a traer el progreso, te vengo a traer la civilización’.
Los discursos de la inclusión evidencian de entrada una relación de poder implicada: quienes hablan de incluir evidencian que tienen el poder de hacerlo. La direccionalidad de la inclusión es elocuente: ¿quién pretende incluir a quién? Los discursos de la inclusión se contraponen a la autonomía y a la libre determinación de los pueblos indígenas consagrada, paradójicamente, en la misma Constitución Mexicana a comienzos del siglo XXI.
Cada vez que el Estado ha volteado sus ojos a los pueblos indígenas en el nombre del desarrollo, la catástrofe ha llegado muy frecuentemente.
En nombre de la modernidad y del desarrollo del país, en 1954, el Estado mexicano desplazó a aproximadamente 20.000 mazatecos para la construcción de la Presa Miguel Alemán en Oaxaca y entre 1974 y 1988 desplazó a 26.000 chinantecos por la construcción de la Presa Cerro de Oro. Ambos proyectos pauperizaron a la población y generaron una serie de terribles afrentas a pesar de los discursos de progreso, bienestar y desarrollo en el que estuvieron envueltos.
En otros casos, la intervención del Estado mediante el asistencialismo ha tenido también como efecto la creación y el fortalecimiento de redes clientelares que dificultan ejercer la autonomía y la libre determinación. El Estado crea los problemas por su intervención y su pretensión integracionista, que ha sido un ejercicio etnocida de borramiento amestizador, y pretende solucionar esos problemas con más proyectos que se plantean desde la inclusión.
Todo esto deja en entredicho también la idea de progreso y desarrollo que en el fondo tampoco se ha puesto a discusión cuando se habla del Tren Maya.
Las diferentes maneras de entender “calidad de vida”, “vida digna”, “buen vivir” con frecuencia se oponen a las nociones de progreso y desarrollo que el discurso estatal maneja.
En un ejercicio honesto, sería necesario discutir qué se entiende por desarrollo y cuáles son los índices de bienestar a considerar desde distintos y contrastantes puntos de vista, de culturas y concepciones.
Y eso no ha sucedido.
A lo más, se han hecho consultas para cumplir con un requisito necesario sin observar los estándares del Convenio 169 como debería ser. Estas consultas no especifican la metodología y la justificación para determinar las unidades de consulta (no todos los pueblos indígenas se organizan de manera comunitaria ni todas las asambleas ejidales son representativas de una población indígena, por citar un ejemplo) y tampoco han dotado a las unidades de consulta de la información a favor y en contra que es condición necesaria para una consulta adecuada.
En las mejores tradiciones asamblearias, se acostumbra escuchar a quienes están a favor de una propuesta e inmediatamente después a quienes están totalmente en contra, ambas posturas tienen la misma atención, el mismo tiempo de exposición y los mismos recursos.
En la consulta sobre el Tren Maya esta condición necesaria no se ha cumplido así que los resultados de la consulta son, de origen, engañosos. Sería necesario escuchar a los más férreos detractores, así como a las personas entusiastas del proyecto oficial, habría que escuchar a quienes han caído bajo las redes clientelares que con el tiempo ha creado el estado como a los que plantean otras maneras de atender la pobreza en la península.
Una vez escuchada y discutida la información en ambos sentidos, la toma de decisiones se puede convertir en un ejercicio honesto que parta de la buena fe. Argumentar que no se han manifestado comunidades mayas en contra del proyecto de tren, si fuera verdad, se convierte en una falacia, la falta de posturas en contra se podría deber a muchos factores, entre ellos a que no se ha garantizado la información suficiente con argumentos a favor y en contra. Sin información previa suficiente y sin tener claras las determinaciones de las unidades a consultar, los resultados de la consulta simplemente no son confiables.
Aun concediendo que el Estado desee ejecutar el proyecto del Tren Maya por razones aparentemente nobles como incluir a los pueblos indígenas en el desarrollo del país para sacarlos de la pobreza, estas razones evidencian el mismo mecanismo mediante el cual, en todas las llamadas transformaciones de México, se ha pauperizado a los pueblos indígenas y se han expuesto sus tierras y sus vidas a los intereses del capitalismo a través de proyectos estatales verticales.
Los pueblos indígenas no necesitan mayor presencia del Estado, muchos de ellos luchan precisamente para gestionar su mayor ausencia porque eso significaría fortalecer la autonomía y la libre determinación. En la península hay proyectos e iniciativas propias que plantean otras maneras de enfrentar los problemas que tienen de origen la opresión histórica del estado. Antes de proceder, habría que escuchar.
La inclusión para los pueblos indígenas ha significado muerte y pauperización. Sophia de Mello, una genial poeta portuguesa enuncia en un poema un buen deseo para alguien que ama: “Que ningún Dios recuerde tu nombre” recita el verso que puede leerse a la luz de lo que sucede cada vez que los dioses de la tradición clásica se acuerdan de quienes habitan el plano terrenal : Ío convertida en ternera por los celos de Hera, Dafne convertida en árbol como única salida ante la pasión enfermiza de Apolo, la terrible y cruenta guerra de Troya desatada por Hera, Atenea y Afrodita en su disputa por la manzana de la discordia. Con tal evidencia, entiendo el verso de Sophia de Mello como la expresión del mejor de los deseos: más vale “que ningún Dios recuerde tu nombre”.
Ante la evidencia de los efectos del estado cada vez que recuerda el nombre de los pueblos indígenas en la implementación de sus grandes proyectos, solo resta también desear lo mejor: que ningún Estado recuerde tu nombre. Más vale.
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