la sociedad





Final del formularioDe todo el bombardeo de noticias terribles que nos ha venido encima desde la quema del Amazonas, quizás la más inquietante fue la oferta de 22 millones de dólares que hizo el presidente de Francia Emmanuel Macron y otros líderes del G7 para ayudar a Brasil a luchar contra los incendios. ¿Por qué? La respuesta a esta pregunta puede ayudarnos a perfilar y precisar los verdaderos cambios estructurales que son necesarios para evitar el colapso de la civilización.


Los científicos han advertido que, de mantenerse el ritmo actual de deforestación, el Amazonas se acercará peligrosamente - se está acercando ya - a un escenario de extinción, tras el cual desaparecerá para siempre y quedará convertido en una sabana. Aparte del hecho de que ésta sería la mayor catástrofe ecológica causada por el hombre en toda la historia, lo que haría sería acelerar todavía más el cataclismo climático, ya que uno de los grandes sumideros de carbono del mundo se convertiría de repente en un importante emisor de carbono cuyos efectos de retroalimentación nos acercarían cada vez a los pronósticos climáticos más pesimistas y, en última instancia, amenazaría la continuidad de nuestra civilización.

Macron y los otros líderes mundiales que se reunieron a finales de agosto en Biarritz están perfectamente al tanto de todo ello. Y, sin embargo, ante este desastre inminente, estos supuestos líderes del mundo libre, que representan conjuntamente más de la mitad de la riqueza económica de la humanidad, ofrecieron unos míseros 22 millones de dólares - menos de lo que los estadounidenses gastan en un solo día en palomitas de maíz. Para poner esto en contexto, cabe señalar que los subsidios mundiales a los combustibles fósiles (aportados en gran parte por los miembros del G7) suman aproximadamente 5.2 billones de dólares anuales, más de doscientas mil veces la cantidad que se ofreció a Brasil para ayudar a luchar contra los incendios del Amazonas.

El bárbaro presidente de Brasil, Bolsonaro, se está revelando como uno de los mayores ecocidas del mundo moderno, pero es difícil criticar su rechazo fulminante de una suma que es una miseria en el mejor de los casos y, en el peor, un insulto.

Como era de esperar, Donald Trump no se molestó en acudir a la sesión en la que se discutió el tema de los incendios del Amazonas, pero eso tampoco cambió mucho las cosas. El mensaje final del resto del G7 fue que no podían, o no querían, mover un dedo para ayudar a prevenir la inminente crisis existencial que enfrenta nuestra civilización

¿Por qué no hacen nada?

Lo del último G7 no debería sorprender a nadie que esté al caso de cómoi va desarrollándose el doble desastre del colapso climático y el colapso ecológico. Es bastante fácil horrorizarse por la desfachatez de Bolsonaro, que alienta a los ganaderos sin ley a quemar la selva amazónica para despejar la tierra para las plantaciones de soja y el pastoreo de ganado.
Pero las fuerzas más sutiles y mucho más poderosas que nos están llevando al precipicio vienen del Norte. Es el apetito mundial por el consumo de carne de vacuno lo que impulsa a los agricultores de Brasil a devastar uno de los tesoros de biodiversidad más preciados del mundo. Es la demanda global de combustibles fósiles la recompensa que obtienen las compañías petroleras por destruir desenfrenadamente las selvas vírgenes.

No hay prueba más clara de la hipocresía del Norte Global a este respecto que la triste historia de la iniciativa Yasuní en Ecuador. En 2007, el entonces presidente de Ecuador, Rafael Correa, propuso prohibir indefinidamente la explotación petrolera en el prístino Parque Nacional Yasuní, que contiene el 20% de las reservas de petróleo del país, siempre y cuando el mundo desarrollado contribuyera a aportar la mitad del coste que le representaría a Ecuador renunciar a los ingresos petroleros que resultarían de su explotación.

Inicialmente, los países más ricos anunciaron su apoyo a este plan visionario y se estableció para ello un fondo administrado por la ONU. Sin embargo, seis años más tarde, Ecuador había recibido solo el 0,37% de lo previsto cuando se estableció el fondo. A su pesar, el gobierno ecuatoriano anunció entonces que permitiría que comenzara la explotación petrolera en Yasuní.

La lección es muy simple: nuestros líderes mundiales no tienen ahora mismo intención de dar ningún paso, por pequeño que sea, para cambiar los factores subyacentes que están llevando a la autodestrucción de nuestra sociedad. Marchan al paso que marcan las corporaciones transnacionales, que son las que controlan en la práctica la actividad económica en todos sus aspectos. Dichas corporaciones, a su vez, operan en función de cumplir con el requisito de aumentarle el valor al accionista a cualquier precio, y lo consiguen convirtiendo la Tierra en un recurso para la explotación insensata y convirtiendo a las personas de todo el mundo en consumidores zombis.

Este sistema de capitalismo neoliberal desregulado a nivel global se desencadenó con fuerza en la década de 1980 con el credo de libre mercado de Ronald Reagan y Margaret Thatcher y, desde entonces, se ha convertido en el sustrato que subyace a toda nuestra política, economía y cultura.

La crueldad, destructividad y negligencia suicida del sistema se evidencian ahora en toda su crudeza con el desmoronamiento de nuestro orden mundial que ponen de manifiesto la desigualdad más extrema de la historia, la intolerancia y la polarización del discurso político, el aumento de los refugiados climáticos y un mundo natural que se está quemando y derritiendo y que ha perdido ya a la mayoría de sus moradores no humanos.

Donald Trump no se molestó en acudir a la sesión
en la que se discutió el tema de los incendios del Amazonas
pero eso tampoco cambió mucho las cosas.

Cómo se produce el cambio

El estudio de civilizaciones pasadas demuestra que en estos momentos se cumplen todos los principales requisitos para que se de un colapso de civilización: cambio climático, degradación ambiental, aumento de la desigualdad y escalada de la complejidad social. A medida que las sociedades empiezan a desmoronarse, tienen que correr cada vez más rápido para permanecer en el mismo lugar hasta que tarde o temprano se produce un choque inesperado y todo se viene abajo.

Se trata sin duda de un escenario pavoroso, pero el hecho de comprender su dinámica nos permite incidir en lo que sucede de manera más significativa de lo que podría pensarse. Los científicos que han estudiado los ciclos de vida de sistemas complejos de todo tipo - desde células individuales a grandes ecosistemas y, yendo atrás en el tiempo, a las anteriores extinciones - han elaborado a partir de ello una teoría general del cambio llamada Modelo de Ciclo Adaptativo. Este modelo funciona exactamente igual si se aplica a sistemas humanos como industrias, mercados y sociedades.

Por regla general, los sistemas complejos pasan por un ciclo de vida que consta de cuatro fases: una fase de crecimiento rápido, cuando aquellos que usan estrategias innovadoras pueden aprovechar nuevas oportunidades; una fase de conservación, más estable, dominada por relaciones de larga duración que con el tiempo van fragilizándose cada vez más y volviéndose resistentes al cambio; una fase de suelta, caracterizada por caos e incertidumbre, que podría ocasionar un colapso; y, por último, una fase de reorganización en la que fuerzas pequeñas, aparentemente insignificantes, pueden llegar a cambiar drásticamente el futuro del nuevo ciclo.

En este momento, muchos coincidirían en que nuestra civilización global se encuentra en la etapa tardía de su fase de conservación y, en muchos aspectos, está entrando ya en una fase de suelta caótica. Este es, pues, un momento crucial en el ciclo de vida del sistema para todos los que propugnan un cambio en el orden dominante.

Mientras la fase de conservación permanece estable, las ideas nuevas no consiguen tener a penas impacto ante la estrecha interconexión del ecosistema establecido de poder, relaciones y narrativa. Sin embargo, a medida que las cosas empiezan a desmoronarse, un número creciente de personas empieza a cuestionar los fundamentos de una economía basada en el crecimiento perpetuo, para la que la naturaleza es un recurso susceptible de ser saqueado y para la que lo primordial es la búsqueda de riquezas materiales - léase el capitalismo neoliberal.

Este es el momento en el que las nuevas ideas pueden tener un impacto descomunal.

Las ideas políticas innovadoras, que se consideraban hasta la fecha impensables, empiezan a penetrar en el terreno del discurso político imperante (lo que da en llamarse la Ventana de Overton). Estamos viendo señales de que esto está ocurriendo en Estados Unidos con el New Deal Verde y con el plan de Elizabeth Warren para obligar a las corporaciones a rendir cuentas. Lo estamos viendo también, con las inquietantes fuerzas políticas oscuras que hay detrás del Brexit en el Reino Unido y con la creciente aceptación de la retórica racista en todo el mundo.

Los riesgos siempre llegan a sus cotas más altas cuando las normas económicas y culturales de una sociedad, en su conjunto, empiezan a desmoronarse. Cuando Europa experimentó una fase de colapso y renovación a principios del siglo XX tras la devastación de la Primera Guerra Mundial, se convirtió en un terreno fértil para las ideologías de odio del fascismo y el nazismo que condujeron al abismo del genocidio y los campos de concentración. La catástrofe de la Segunda Guerra Mundial llevó a otro ciclo de colapso y renovación, sentando las bases para el orden mundial globalizado que está entrando ahora en las etapas finales de su ciclo de vida.

Nunca ha sido tanto lo que está en juego,
nunca la amenaza de catástrofe ha sido tan enorme,
ni el camino hacia la transformación social tan aparente.

Desplazar la Ventana de Overton

¿Qué surgirá del deslizamiento actual hacia el caos ecológico y político? ¿Nos conducirán las dos fuerzas oscuras simultáneas de la desmedida riqueza de los multimillonarios y el nacionalismo xenófobo a un nuevo abismo? ¿O vamos a poder transformar nuestra sociedad global dd manera pacífica hacia un sistema totalmente distinto para el que la vida sea más importante que las riquezas materiales?

Una cosa está clara: las ideas que determinarán nuestro futuro no procederán de un pensamiento incremental en el marco de nuestro sistema actual. Lograr las reformas necesarias en la estructura de poder global actual es sin duda un objetivo digno de encomio, pero claramente insuficiente para conducir a la humanidad a un futuro de prosperidad.

Para eso, necesitamos nuevas y audaces formas de estructurar nuestra civilización y de repensar nuestra relación - como humanos - con el mundo natural. Necesitamos estar listos para revisar las bases legales de las corporaciones para que éstas sirvan a la humanidad en lugar de a sus accionistas sin rostro. Necesitamos leyes globales que lleven a los matones ecocidas como Bolsonaro ante la justicia para que rindan cuentas de sus crímenes contra la naturaleza.

No vamos a hallar estas nuevas formas de pensar en los principales medios de comunicación ni en los discursos de los políticos que buscan ser elegidos. Pero las encontraremos en las calles.
Las encontraremos en el coraje de una Greta Thunberg: una adolescente solitaria, sentada durante días frente al parlamento de su país, que ha inspirado a millones de jóvenes a luchar por su futuro. Las encontraremos en las demandas de la Rebelión contra la Extinción, el movimiento que emplaza a los líderes elegidos a que digan la verdad acerca de la crisis ecológica y climática, y a las asambleas de ciudadanos a que se empoderen y desarrollen soluciones que tengan algún sentido.

Los cambios necesarios para un futuro esperanzador no vendrán de nuestros líderes actuales, por lo que todos los que nos preocupamos por las generaciones futuras y por la vida en la Tierra tenemos que asumir el papel de liderazgo en su lugar. Necesitamos desplazar la Ventana de Overton hasta centrarla en los problemas reales que van a determinar nuestro futuro.

El 20 de septiembre, tres días antes de celebración de la Cumbre de la ONU sobre el Clima en Nueva York, millones de jóvenes y adultos participaron en una huelga mundial por el clima, tomando las calles para exigir las actuaciones transformadoras necesarias que eviten un colapso ecológico y de civilización. Se planificaron con éxito acciones en más de mil ciudades de todo el mundo, configurando la mayor manifestación global de base de la historia.

Nunca ha sido tanto lo que está en juego, nunca la amenaza de catástrofe ha sido tan enorme, ni el camino hacia la transformación social tan aparente. ¿Hacia qué futuro nos dirigimos?

La abstención no es una opción: cualquier persona que tenga idea de lo que está sucediendo en el mundo y no haga nada al respecto, está incrementando implícitamente el impulso de la carrera hacia el abismo.





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