Las próximas elecciones bolivianas, que deben ser
convocadas para septiembre de 2019, estarán entre las más peculiares de la
historia del país. Mientras Evo Morales apunta a la reelección, la oposición
sigue dividida.
Carlos Mesa, intelectual y ex-presidente, es quien más
posibilidades tiene en el proceso electoral. Pero las primarias definirán
muchas cosas.
Las próximas elecciones bolivianas, que deben ser convocadas para septiembre de 2019, estarán entre las más peculiares de la historia del país.
Ya eran candidatas a esto desde noviembre de 2017, cuando el Tribunal Constitucional habilitó al presidente Evo Morales a presentarse a los comicios, pese a que la Constitución le prohíbe optar por un cuarto mandato. Este fallo dio lugar a una enorme polémica que hoy amenaza con deslegitimar estas elecciones. Hay sectores de la oposición (minoritarios, sin embargo) que llaman abiertamente a boicotear el proceso electoral si en él participa Morales. Se han formado «movimientos ciudadanos» para impedirlo. Estos movimientos, como es lógico, han tenido varios roces con las autoridades del gobierno. Los partidos opositores tratan de representar en el proceso electoral a estos movimientos o de establecer alianzas con ellos. Al mismo tiempo, los «movimientos sociales» que respaldan al gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales impulsan fuertemente la candidatura del presidente, quien según el teórico del proceso boliviano, el vicepresidente Álvaro García Linera, resulta «imprescindible», en tanto expresión simbólica de la larga lucha indígena y popular por el poder.
Pero esta no es la única rareza del proceso que ya ha comenzado. El oficialismo aprobó una Ley de Organizaciones Políticas que establece, por primera vez, la realización obligatoria de primarias partidistas en las que se debe elegir a los candidatos a presidente y vicepresidente. Esta ley fue objeto de otra gran polémica. Para sus diseñadores del Tribunal Electoral, la norma impulsa la democracia interna en los partidos. Para sus detractores de la oposición, está redactada de tal manera que beneficia al MAS y perjudica a quienes lo desafían.
La ley no exige que haya competencia dentro de cada agrupación, así que el MAS, por ejemplo, presentará en las primarias de enero de 2019 un único «binomio» de candidatos: Evo Morales-Álvaro García Linera. La ley tampoco permite que la candidatura vicepresidencial se dispute por separado. Quien dentro del MAS desee votar por Evo tendrá que hacerlo también por García Linera. En tales condiciones, ¿para qué organizar una primaria? Esa es la pregunta que muchos se han hecho. Según los críticos, la respuesta la da el estado de desorganización y de pasmo en el que hoy se encuentra la oposición, que para peor se ve obligada a tomar decisiones que, en circunstancias normales, podría haber diferido hasta mediados del próximo año. Y esta premura fue introducida precisamente por la citada Ley de Organizaciones Políticas.
La principal de estas decisiones era la unidad detrás de un candidato único, que la oposición había considerado de importancia capital para vencer a Morales, algo que a la vez había considerado fundamental para «preservar la democracia».
Pero luego de la convocatoria a primarias, la unidad de la oposición ha quedado lejos de concretarse. La posibilidad de lanzarse a la contienda política ha estimulado los apetitos de notoriedad y de relevancia de muchos políticos. Así, en este instante se aprestan a inscribirse en las elecciones primarias no uno o dos frentes opositores, sino seis: la alianza «ciudadana» del ex-presidente Carlos Mesa con el alcalde de La Paz, Luis Revilla; la alianza «Bolivia Dice No», formada por los dos partidos más grandes de la oposición, el dirigido por el político y empresario Samuel Doria Medina y el que conduce el gobernador de la región oriental de Santa Cruz Rubén Costas; la Unión Cívica Solidaridad, que postula al ex-vicepresidente aymara Víctor Hugo Cárdenas (1993-1997), con un discurso de restauración moral que le ha ganado el respaldo de algunas iglesias evangélicas; el Movimiento del Tercer Sistema, que pertenece al gobernador de La Paz, el intelectual aymara Feliz Patzi; y dos partidos tradicionales que tratan de revertir su achicamiento de las últimas décadas: el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), otrora el principal partido boliviano, y el Partido Demócrata Cristiano.
Semejante dispersión se atribuye primero que nada a las primarias y la necesidad de usar esta instancia para colocarse en mejor posición de cara a las elecciones del próximo año. Las diferencias ideológicas entre partidos son tenues. La mayoría critica el gobierno nacional-popular de Morales (calificándolo de «populista» y «autoritario») desde una posición más o menos neoliberal. El presidente ha dicho que su permanencia en el cargo garantiza la estabilidad de sus políticas y del crecimiento económico del país, que sigue siendo dinámico, mientras que un cambio de mando podría hacer necesario que los «movimientos sociales» vuelvan a las calles para defender a Morales de los ataques que seguramente recibiría en el llano. La oposición, por su lado, cree unánimemente que el país ya está cansado del estilo del presidente, denuncia la supuesta corrupción de su gobierno, la existencia de «elefantes blancos» y «despilfarro» en el gasto público, y el caudillismo que ha desinstitucionalizado al país, a punto tal de transgredir su normativa sobre la reelección (e incluso los resultados del referéndum de 2016, cuando una estrecha mayoría rechazó la reforma constitucional). Evo Morales sigue entregando obras, congratulándose de la marcha de la economía y asegurando que su derecho a ser elegido es un «derecho humano» que ninguna cláusula constitucional está en condiciones de violar.
Uno de los candidatos, el ex-presidente Mesa, intenta distinguirse de los demás opositores con un discurso construido en la matriz ideológica de la «antipolítica». Aunque debió cumplir con la condición legal de tener partido para entrar en las primarias (usando para ello una antigua sigla maoísta que ya estaba más o menos en desuso, la del Frente de Izquierda Revolucionaria), se ha desentendido de los partidos y ha propuesto un «gobierno de ciudadanos».
Su organización está conformada por ex-miembros de su gobierno (2003-2005), las denominadas «plataformas ciudadanas» y jóvenes recién llegados a la vida pública. Ha dicho que no atenderá a ideologías sino a «causas». Su perfil es el de un intelectual que ha devenido político un poco contra su voluntad, como fue también un poco contra su voluntad que aceptó candidatear, luego de muchas dudas en los meses previos. Este perfil constituye su lado fuerte electoral, como se manifiesta en su intención de voto de alrededor de 30%, la segunda más fuerte después de la de Morales, quien tiene alrededor de 35%. Pero, al mismo tiempo, muestra unas hilachas que explican una posible limitación de su crecimiento como candidato.
Para muchos, Mesa se mostró más como un intelectual que como un líder durante su gobierno, lo que explica –dejando de lado la enorme popularidad que tenía– su renuncia al poder cuando se enfrentó a una suerte de segunda insurrección popular en 2005 (la primera fue en 2003 y fue la que lo llevó al poder, tras derrocar al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada). La comparación del locuaz Mesa con Aleksandr Kérensky, el facundo socialista revolucionario que antecedió la revolución bolchevique, resulta obligada en ciertos círculos de izquierda bolivianos. Solo que en este caso este Kerensky puede volver por una segunda oportunidad y, según los estudios, es capaz de derrotar a Evo Morales si llega a pasar a la segunda vuelta.
Sin embargo, Mesa no es en realidad «nuevo», lo que le está cobrando un precio. Hace poco, una comisión parlamentaria lo involucró en el caso Lava Jato, a causa de unas carreteras que ordenó construir a Camargo Correa y Odebrecht durante su mandato. Mesa ha negado cualquier mal comportamiento, pero seguramente este será un flanco de ataque del MAS (y de otros adversarios) durante la campaña que viene, junto con alusiones a su ya mencionada y pretendida «volubilidad».
Por otra parte, la decisión de Mesa de presentarse sin los partidos opositores más grandes, dejando específicamente al movimiento Demócratas de Costas con los crespos hechos, es parte fundamental de su estrategia, pero tiene un resultado peligroso: no solo la dispersión de las candidaturas opositoras, sino sobre todo la aparición de una alianza (Costas-Doria Medina) que puede quitarle suficientes votos como para impedir que pase al balotaje. ¿Comportamiento «suicida» el de la oposición boliviana? Habría que decir mejor que «racional», ya que ningún partido deja pasar unas elecciones por delante de sí sin hacer nada al respecto. Mesa apuesta a polarizar tanto que los otros se tornen intrascendentes. En caso de que no lo logre y el voto opositor se divida al menos en dos, fracasará y una parte importante de la responsabilidad por su derrota recaerá en la citada estrategia outsider, que podría haber sustituido por otra más clásica de acumular fuerzas incluyendo en su bloque a sus colegas opositores.
En todo caso, lo cierto es que Mesa parece tener claridad sobre qué hacer, así sea equivocado, mientras que los demás opositores, en parte por la existencia misma de este rival inesperado, se hallan en un estado agudo de confusión. De que se rearmen o no en las próximas semanas dependerá la suerte de Mesa y entonces, por carambola, también la de Evo Morales.
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