El Estado mexicano quebranta los derechos de salud de las comunidades originarias indígenas y afromexicanas —sobre todo de sus mujeres—, y de las personas defensoras del territorio y opositoras a sus megaproyectos durante la contingencia sanitaria por el COVID-19.
Si bien la población indígena impactada por el coronavirus es proporcionalmente menor a la mestiza, pues al 13 de mayo registra 112 defunciones del total de 4,220, su índice de letalidad es dos veces mayor. Es decir, del total de personas indígenas hablantes contagiadas, que fueron 574 a esa fecha, falleció 19.5%. En contraste, murió 10.5% de las personas mestizas con coronavirus. La tasa de letalidad mundial es 6.9%.
Este mayor índice de letalidad es resultado del abandono histórico, la diabetes —una de las causas de morbilidad del virus— causada por la alta accesibilidad a bebidas azucaradas y alcohol en las comunidades, la falta de una estrategia de salud integral y de una campaña sanitaria intensa y con perspectiva intercultural indígena, me explicó el doctor Edilberto Hernández Cárdenas, de origen triqui y director del Hospital Regional de San Pedro Pochutla, Oaxaca, que atiende casos de COVID-19.
Además, la base de datos oficial de la pandemia solo registra a hablantes de lenguas indígenas —7 millones de personas— pero excluye a quienes no las hablan y se asumen como indígenas, que en total son 25 millones (20% de la población mexicana).
Fue hasta el 9 de mayo que el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) publicó una guía de atención a las comunidades originarias durante la contingencia sanitaria. Si bien explicita la responsabilidad del Estado de salvaguardar sus derechos, la realidad es que los está vulnerando al suspender el financiamiento de programas claves.
El 31 de marzo, el presidente Andrés Manuel López Obrador emitió una declaratoria de emergencia y medidas de austeridad ante la pandemia. Con ello suspendió indefinidamente la entrega del presupuesto de 199 millones de pesos al Programa de Derechos Indígenas a cargo del INPI, enfocado en acompañar a las comunidades en la defensa jurídica de sus territorios y recursos naturales, y en proteger los derechos de las mujeres indígenas.
Ese presupuesto financia las 34 Casas de la Mujer Indígena y Afromexicana (CAMIs), que suelen ser el único espacio de salud y difusión de las medidas sanitarias sobre el coronavirus en regiones remotas. Además, dan atención emocional y jurídica a mujeres y niñas violentadas.
Al 13 de mayo, 212 mujeres indígenas han sido contagiadas de coronavirus, tres de las cuales están embarazadas. Han fallecido 38.
La Red Nacional de Casas de la Mujer Indígena denunció que su presupuesto es retenido pese al aumento de casos de violencia de género durante el periodo de reclusión sanitaria, lo que ha provocado que algunas de las casas cierren, otras den refugio a mujeres violentadas en condiciones precarias, o solo les puedan dar orientación telefónica, aunque las víctimas no siempre tienen acceso a este servicio.
La prensa ha registrado, además, que comunidades indígenas de Chiapas señalan que no han recibido información alguna sobre la pandemia o que la campaña sanitaria no está en su lengua, y otras de Guerrero, Michoacán y Oaxaca, denuncian que no pueden cumplir las medidas sanitarias porque carecen de agua.
Mientras el presupuesto del Programa de Derechos Indígenas no se ha entregado a los pueblos originarios, el presidente determinó como actividades “esenciales” la construcción de megaproyectos como el Tren Maya y el Corredor Transístmico, a pesar de que enfrentan resistencias comunitarias.
La Red de Litigio Estratégico en favor de Comunidades Indígenas y Campesinas de la Península de Yucatán denuncia que el gobierno federal aprovecha el periodo de confinamiento para avanzar en la construcción del Tren Maya, al tiempo que el poder Judicial federal ha impedido la defensa jurídica de comunidades urbanas y rurales que rechazan el megaproyecto.
El abogado Carlos Escoffié representa a personas inconformes de tres barrios tradicionales que están en proceso de desalojo forzado por ser colindantes a las vías del tren en Campeche por las que transitaría el Tren Maya.
Me dijo que la gente de estos barrios, así como la de comunidades rurales mayas, vive con miedo y fragilidad la contingencia: no hay protesta social, ni normalidad en las labores del sistema de justicia y de acceso a la información pública.
“¿Quién les garantiza que no haya un desalojo en medio de la pandemia? Esto sería de un nivel de deshumanización muy grande”, advirtió.
El proyecto del Corredor Transístmico, que conectaría industrialmente los océanos Pacífico y Atlántico, también avanza en los estados de Veracruz y Oaxaca, la región con mayor multiculturalidad y densidad poblacional indígena.
En febrero el gobierno federal otorgó contratos por 2,643 millones de pesos para iniciar la rehabilitación de tramos de vías ferroviarias del sureste. Estos contratos se suman a otros ya otorgados, pese a que el megaproyecto carece de los estudios ambientales locales y regionales requeridos, según un estudio de la organización Geocomunes.
La emergencia sanitaria ha visibilizado también la fragilidad de las resistencias rurales en la defensa de su territorio, pues cuatro defensores ambientales han sido asesinados en estas semanas. Una de ellas, Paulina Gómez, era defensora del territorio de Wirikuta, en San Luis Potosí, y cercana al pueblo wixárika. Otro de ellos, el sacerdote Marcelo Pérez, coordinador de la Pastoral de la Diócesis de San Cristóbal, Chiapas, recibió amenazas de muerte por parte de la delincuencia organizada.
Cuando termine la pandemia podremos mirar más de cerca las pérdidas y los daños que el coronavirus dejará en las comunidades originarias. Pero lo que no puede prolongarse más es la omisión del Estado mexicano para garantizarles el cumplimiento de sus derechos a la salud, la protección de las mujeres violentadas y la defensa de sus territorios ante el avasallamiento de sus megaproyectos y del gran capital.
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