Mientras corría 2018, pocos
apostaban a que Evo Morales podría ganar una tercera reelección. En primer
lugar, porque el presidente boliviano venía de una derrota en el referéndum
constitucional del 21 de febrero de 2016: 51% de la población había rechazado
el cambio a la Constitución que él propuso y que habría levantado la
prohibición, contenida en esta, para que se reeligiera una vez más. En segundo
lugar, porque acababa de sortear esta derrota a la manera tradicional de los
caudillos latinoamericanos: ordenando al Tribunal Constitucional que lo
habilitara mediante una «interpretación» de la Constitución que, en los hechos,
la cambia al aceptar la posibilidad de la reelección indefinida. Esa
habilitación despertó la ira de los sectores medios de la población, donde está
más enraizada la ideología liberal –alternancia presidencial e igualdad ante la
ley–. De estos sectores había surgido el Movimiento 21-F para rechazar la
legitimidad de la candidatura de Morales para las elecciones del 20 de octubre
de 2019.
En la segunda mitad de aquel
2018, el presidente aparecía empequeñecido en las encuestas, mientras el
ex-presidente Carlos Mesa, que aún no se había postulado, subía sostenidamente
y era considerado el «hombre que podía ganarle a Evo». Al mismo tiempo, el
movimiento 21-f cometía el error de concentrar sus esfuerzos en tratar de
impedir que Morales se convirtiera en candidato, algo que no tenía fuerza
suficiente para lograr. A comienzos de 2019, el mandatario boliviano había
logrado adelantar el comienzo del proceso electoral y ocho frentes opositores
habían decidido, pese a todo, entrar en las elecciones. En este momento, el
movimiento 21-f comenzó su retirada, sumándose a la fragmentación electoral de
la oposición.
También empezaba una
tendencia que duraría toda la campaña: el estancamiento de los números de Mesa,
que no avanzaba en las encuestas, mientras Morales subía lentamente, pero con
seguridad, desde una posición de empate con el ex-presidente hasta otra que le
garantizaba ganarle en la primera vuelta. Este comportamiento no se debía a que
todos los decepcionados de Morales retornaran al redil –y por eso el Movimiento
al Socialismo (mas) no obtenía resultados como los de 2014, cuando logró 63%–
sino a que muchos «perdonaban» al líder indígena por un conjunto de factores
que expondremos a continuación. No hay que olvidar, además, que la derrota en
el referéndum fue por escaso margen contra toda la oposición unificada en el
«No».
En primer lugar, la mayoría
seguía aprobando su gestión de gobierno, aunque por margen estrecho; en segundo
lugar, su imagen personal, aunque era más rechazada que en cualquier momento
desde que se volvió presidente, seguía siendo más fuerte que la de cualquier
otro político boliviano. En parte, estas cifras se debían a un fenómeno de identificación
étnica y social: proporcionalmente, el presidente lograba casi el doble de
votos en las pequeñas ciudades y en el campo que en las grandes urbes, como La
Paz, Cochabamba o Santa Cruz de la Sierra.
Mientras más indígena y económicamente más modesto
es un elector, más probabilidades existen de que vote por el mas.
Sin embargo, el factor
fundamental del apoyo electoral al mas sigue siendo aquel que el consultor
político James Carville, en la primera campaña de Bill Clinton, refería con una
pintoresca y muy conocida frase: «Es la economía, estúpido».
Según una encuesta
preelectoral de Ciesmori, 36% de los bolivianos piensa que la situación
económica del país es hoy «buena» y 27%, que es «regular»1. Pese a la crisis de
Argentina y Brasil y al débil comportamiento de la economía sudamericana en
general, el pib de Bolivia crecerá más de 4% este año, un resultado menos
elevado que el de años pasados, pero todavía capaz de despertar ilusiones. 43%
de la gente cree que hoy está «un poco mejor» que hace un año (10% mucho mejor;
21%, igual), en agudo contraste con las opiniones de los analistas opositores
respecto a la situación, según las cuales esta es crítica por la pérdida de
casi 2.000 millones de dólares anuales de reservas como consecuencia del déficit
comercial del país, que se debe, sobre todo, a la caída de los precios
internacionales del gas2.
Se supone que en los
próximos años esta pérdida deteriorará el nivel de las reservas de divisas a un
punto peligroso para la estabilidad financiera del país, excepto si el nuevo
gobierno implementa políticas de «ajuste», es decir, reduce la inversión
pública y disminuye las importaciones –en su mayoría, de productos
industriales–, lo que ralentizará el crecimiento3.
Obviamente, el voto se
explica siempre por las percepciones populares y no por las de los expertos de
los centros de investigación. Y 40% de los votantes considera que su situación
personal y familiar estará «un poco mejor» dentro de un año; 15%, que estará
«mucho mejor», y 13%, «igual»4.
Las evonomics
¿En qué han consistido
hasta ahora las evonomics? Básicamente, en la combinación de estatismo en las
«áreas estratégicas» de la economía, como el gas y la electricidad; en una
alianza con el sector privado a cargo de las grandes (agro)industrias
nacionales, el comercio de gran escala y las finanzas; y en un «pacto de
coexistencia pacífica» con la masa de pequeños emprendimientos artesanales y
comerciales, que ocupa a más de 60% de la fuerza de trabajo, pero no cumple con
las leyes laborales e impositivas del país.
Esta es la «economía
plural» que promueve la Constitución y que se ha beneficiado en su conjunto del
superciclo de las materias primas que benefició a la economía latinoamericana
entre 2004 y 2014.
Las diferencias con el
manejo chavista de Venezuela son, como puede verse, enormes. Bolivia ha tenido siempre una economía
primaria y exportadora, por lo que generalmente ha reaccionado con gran
sensibilidad a los cambios del comercio mundial.
Adicionalmente, en este
periodo de prosperidad, gracias a las políticas nacionalistas del gobierno, una
buena parte de la riqueza extraordinaria que el país obtuvo por la venta de gas
a Brasil y Argentina, así como por las exportaciones de minerales –alrededor de
100.000 millones de dólares– quedó dentro de las fronteras5.
El «modelo boliviano»
considera la existencia de dos sectores: uno «generador de excedentes»,
compuesto por las actividades petrolera, minera y eléctrica, y otro sector
«generador de ingresos y empleos», conformado por las manufacturas, la
actividad agropecuaria, la construcción, el turismo, etc.
El modelo se basa en la
toma del primer sector por parte del Estado, que así se convierte en el
principal actor de la economía, y luego en la transferencia de los excedentes
de este al segundo sector por la vía del gasto público y la redistribución
económica, es decir, de la ampliación de la demanda.
Se diferencia así de lo que
ocurría en los años 90, bajo el neoliberalismo, cuando los excedentes salían de
la economía nacional por fuga de capitales y por el pago de las utilidades de
los inversionistas extranjeros6.
Luego de revertir la
orientación del flujo del excedente por medio de la nacionalización, el Estado
debe usar este flujo para: a) industrializar las materias primas, b) animar y
transformar el sector generador de empleo e ingresos y c) garantizar la
igualdad social7.
En el periodo de aplicación
de este modelo, se incrementaron el consumo y las actividades destinadas a
satisfacerlo, así como el bienestar social. La extrema pobreza monetaria
(medida en ingresos de menos de dos dólares al día) cayó de 38% a 18% y hoy es
de solo 10% en las ciudades.
Al mismo tiempo, Bolivia se
convirtió en un país de ingresos medios, donde «solo» 30% de la población gana
menos de cuatro dólares por día8.
El shock de liquidez
también convirtió a las principales industrias de cerveza, gaseosas, cemento y
telecomunicaciones en empresas de porte considerable, mayoritariamente en manos
de conglomerados extranjeros.
Asimismo, impulsó
enormemente a los bancos nacionales, cuyo patrimonio aumentó 3,6 veces entre
2008 y 2017, de 700 millones a 2.550 millones de dólares, y cuyas utilidades en
el mismo periodo se incrementaron 2,7 veces, de 120 millones a 330 millones de
dólares anuales9.
El
«milagro» de la bolivianización
Luis Arce Catacora,
ministro de Economía desde el inicio del gobierno de Morales –excepto por una
pausa de un año por enfermedad– es el principal artífice de las evonomics.
Para Arce, la estabilidad,
es decir, el equilibrio macroeconómico, es «un patrimonio del pueblo boliviano»
y debe conservarse. No tiene que ser una tarea del Fondo Monetario
Internacional (fmi), como ocurría en el pasado, sino de un programa monetario y
fiscal aprobado por el Ministerio de Economía y el Banco Central, que defina la
cantidad de dinero que pone el Banco Central en la economía, a fin de alentar la
actividad económica sin crear presiones inflacionarias10.
Este programa ha sido
facilitado en la pasada década por la abundancia de las reservas
internacionales acumuladas durante el boom de ingresos del exterior, pero
también por lo que probablemente es el mayor logro financiero de la gestión de
Arce: la «bolivianización» de la economía, es decir, la vuelta de los
bolivianos a su moneda en detrimento del dólar. Gracias a ambos factores, las
políticas monetaria y fiscal han podido ser constantemente expansivas y han
alentado un crecimiento continuo del pib que ha sido el mayor de la historia
del país.
En 2019, Bolivia vivirá su
decimoquinto año continuo de crecimiento, a un promedio anual de algo menos de
5%, el más alto por un tiempo tan prolongado.
En los años 90, en cambio,
las autoridades monetarias no podían impulsar el crédito interno, que estaba
casi completamente dolarizado. Por esta razón, el nivel de las reservas de
divisas internacionales –que en esa época era mejor que en otras previas, pero
estaba limitado por la debilidad de las exportaciones– se convirtió en una
rienda cuyo largo marcaba la amplitud máxima a la que podía crecer la economía.
A comienzos de los 2000, solo 3% de los depósitos del sistema financiero estaba
nominado en bolivianos y el resto estaba en dólares.
En 2015 era casi al revés:
94% de los depósitos estaban en bolivianos y solo 6% en dólares11. ¿Qué pasó?
El programa de
estabilización de la economía que se aplicó en los años 80 había combatido la
inflación dolarizando la economía. Había inyectado en el mercado los dólares de
los ahorristas, algo que era fundamental para evitar la devaluación del peso
boliviano, que, a su vez, era el principal detonante de la inflación. Estos
dólares habían pasado a manos de la gente, que los había comprado para defender
sus ahorros de la acción combinada de la devaluación del boliviano y la
inflación. Eran un recurso clave, pero había que sacarlos al mercado para poder
aprovecharlos.
¿Cómo se logró que la gente
pusiera sus dólares en movimiento? Se autorizó toda clase de transacciones
(depósitos, ahorros, préstamos, compraventas) en la divisa extranjera. Y se
liberó a los bancos de cualquier encaje –o reserva– legal en moneda extranjera,
es decir, se les permitió convertir el 100% de los dólares que tenían
depositados en préstamos. Por supuesto, esto incentivó a las instituciones
financieras a trabajar con dólares. En cambio, no existía ningún incentivo para
hacerlo en bolivianos. De ahí la dolarización de la economía, que estabilizaba
la moneda pero impedía el crecimiento.
En 2002, el Banco Central
hizo un intento de cambiar esta situación: trató de separar el precio de venta
del precio de compra de los dólares, de modo que comprar divisas se
encareciera, pero no consiguió imponer la medida por las protestas del público.
Fue Arce –y el equipo
económico de este gobierno– quien cambió estas condiciones de la siguiente
manera: primero, la entrada de gran cantidad de dólares por el boom de las
exportaciones les permitió revaluar el boliviano (cada dólar comenzó a
cambiarse por menos bolivianos), por un tiempo suficientemente largo como para
dar la señal de que tener dólares significaba perder dinero. Luego, se
estabilizó el tipo de cambio en 6,97 bolivianos, que es el precio fijo del
dólar desde 2011. Si se toma en cuenta la inflación, esto significa que con el
transcurso del tiempo cada dólar puede comprar cada vez menos cosas en el
mercado interno.
Los estímulos cambiarios se
complementaron con un mayor encaje bancario en dólares y la transformación del
impuesto a las transacciones financieras, a fin de que solo gravara las
operaciones en moneda extranjera. Estas medidas, en un contexto de gran
confianza en la economía nacional y con una gran cantidad de reservas
internacionales de respaldo, obraron el «milagro». Hoy la moneda que se usa
para casi todo, excepto para ahorrar sumas mayores a largo plazo, es el
boliviano. Y esto se ha logrado sin prohibir el uso del dólar, lo que
probablemente habría sido contraproducente, pues podría haber despertado viejos
temores de la población.
La bolivianización ha
permitido que las autoridades monetarias mantengan un volumen expansivo de
crédito para los actores productivos, incluso desde que las reservas
internacionales comenzaron a caer, en 2015 (v. gráfico de la página 12).
Ahora bien, la
bolivianización necesita que el tipo de cambio sea de hecho fijo, porque si no
fuera así y ocurrieran devaluaciones, estas podrían llevar a las personas,
deseosas de no perder su capacidad de compra, a usar nuevamente el dólar. Se ha
dicho que tal es el talón de Aquiles de la política monetaria actual, ya que
les quita a las autoridades la herramienta de la devaluación como medio para
abaratar el costo de las exportaciones y enfrentar escenarios como el actual,
en el que los países vecinos han realizado esta maniobra cambiaria y por tanto
ponen productos más baratos en los mercados clientes de Bolivia y en el propio
mercado nacional. La devaluación también sirve para multiplicar la cantidad de
moneda nacional que puede circular con el respaldo de una misma cantidad de
divisas extranjeras; al mismo tiempo, tiene efectos negativos, pues incrementa
la inflación y aumenta el peso de la deuda de los nacionales en dólares.
Arce no cree que la
estrategia devaluatoria funcione en Bolivia. Piensa que la industria local no
se beneficia claramente de un boliviano más barato, porque es muy dependiente
de maquinarias e insumos importados, y un boliviano barato tiene menos
capacidad para importar.
Además, teme sus efectos sobre
la inflación y la deuda en moneda extranjera. Por esto en los últimos años ha
resistido la presión de los exportadores para devaluar el boliviano.
¿Enfermedad holandesa?
Según los historiadores de
la economía boliviana, los periodos de prosperidad de la historia nacional
respondieron a procesos de ampliación e intensificación del comercio
internacional de materias primas, cuando subieron los precios internacionales
(plata, estaño, gas) y Bolivia aprovechó la oportunidad que se le presentaba
para venderlas a altos precios. La existencia de un vínculo causal entre ambos
hechos es, hoy, una teoría generalmente aceptada. En la década de 1990, se
pretendía relacionar el crecimiento económico con el ahorro y con la
disponibilidad de capital, porque se consideraba que la atracción de inversión
extranjera constituía la variable clave.
La experiencia nacional en
esa misma década y las dos posteriores mostró que a países como Bolivia el
capital les llega, sobre todo, a través de booms exportadores, que se acompañan
de «shocks de liquidez» y aumentos del nivel de las reservas de divisas.
Durante un auge, la mayor
disponibilidad de dólares expande la demanda agregada del país, lo que impulsa
sus importaciones legales e ilegales y también sus actividades internas –sobre
todo las «no transables», las que pueden eludir la competencia de las
importaciones–; ambas dinámicas generan ocupación y bienestar como los
experimentados por Bolivia en este tiempo.
Al mismo tiempo, los picos
de actividad económica alentados por la inserción exitosa del país en procesos
comerciales internacionales están asociados a fenómenos ambiguos: a) la
reprimarización de la economía, a causa de la altísima rentabilidad de la
exportación de materias primas; b) la insatisfacción de la demanda agregada
ampliada por parte de la industria y la agricultura nacionales, lo que presiona
sobre las importaciones y –en el campo de las políticas– induce a la adopción
de un tipo de cambio fijo, orientado a controlar la inflación. Otros fenómenos
asociados son: c) el crecimiento de las actividades «no transables», tales como
la construcción, los servicios financieros, los restaurantes, los viajes, el
entretenimiento, etc.; d) la apreciación de la moneda nacional, a causa del
drástico ingreso de divisas y de una política cambiaria «plana» y e) la caída
de las actividades exportadoras «no tradicionales» o manufactureras, como
consecuencia de la apreciación monetaria, que eleva los costos laborales12.
Tales fenómenos, junto con
otros que no vamos a detallar aquí, corresponden a un anatemizado paradigma de
crecimiento, que la literatura económica denomina «enfermedad holandesa».
Una denominación que
debemos manejar con pinzas, ya que implícitamente sugiere la existencia de un
modelo de crecimiento «normal», sostenible y autopropulsado, que sería el
industrial, frente al cual el crecimiento de los países no industriales con
recursos naturales, como Bolivia, representaría la anormalidad y la adversidad
propias de una «enfermedad».
Quizá sea tiempo de aceptar
que el estilo «holandés» de expansión económica, con todas las características
que hemos anotado, es inevitable para economías que, como la boliviana, se
basan en la explotación de recursos naturales no renovables. No hay razones
para creer que aquello que ha sucedido una y otra vez a lo largo de la historia
vaya a cambiar radicalmente en el futuro.
Admitir esta realidad y,
por tanto, la persistencia de este tipo de crecimiento, ha sido una de las
ventajas del gobierno, que explotó la necesidad nacional de «vivir de los
recursos naturales» a su favor.
Esta, y no otra, es la
principal fortaleza del llamado «Modelo Económico Social Comunitario
Productivo».
Simultáneamente, la
debilidad de este ha sido seguir con docilidad el designio extractivista, sin
tratar de aprovechar los recursos que la extracción proporciona para
diversificar gradualmente la economía y superar su dependencia, aunque hay que
reconocer que este no es un objetivo sencillo de lograr.
Sin embargo, no cabe duda
de que este modelo, con sus múltiples errores, logró establecer una línea de
crecimiento que se extendió al periodo de la «posprosperidad», lo que plantea,
sin duda, un desafío a sus críticos.
¿Cómo lo logró? Con una
política de impulso del crédito y de continuación de los altos niveles de
inversión pública que se habían logrado en el pasado. En 2018, la inversión
pública ha sido responsable de todo el déficit fiscal, que este año ascendió a
8% del pib, algo más que los años anteriores (hay déficits desde 2015).
El problema es que esta
política, simultáneamente, mantiene altas las importaciones en un contexto en
el que las exportaciones no pueden crecer, por la caída de los precios y por
diversos problemas productivos que no se mencionan aquí. Durante el súper ciclo
de precios, las importaciones pasaron de 20% a 30% del pib en los años más
exitosos (2013-2014), y ahora se encuentran en 26% del pib (9.900 millones de
dólares)13. Esto también implica una fuga de divisas, solo que por otra vía más
productiva. Como señalamos, en los últimos cuatro años el país ha comprado del
extranjero bienes y servicios por aproximadamente 2.000 millones de dólares más
que el valor de los bienes y servicios que ha vendido, déficit que ha generado
un deterioro continuo de sus reservas de divisas.
Una de las principales
restricciones que limita el crecimiento de los países latinoamericanos es la
necesidad de divisas extranjeras –en concreto, de dólares estadounidenses– para
comprar en el mercado internacional muchos de los insumos y bienes básicos que
necesitan sus aparatos productivos (y para respaldar con una moneda «fuerte»
–es decir, convertible internacionalmente– sus propios medios de pago).
Junto con los demás países
de la región, Bolivia está obligada a comerciar en una moneda que no le
pertenece, así que su capacidad internacional de compra depende de su simétrica
capacidad de obtener dólares mediante sus exportaciones.
¿Por qué llamar a este
obvio condicionamiento una «restricción»? Entre 2016 y 2018, 53,1% de las
importaciones bolivianas fueron de suministros industriales y bienes de
capital; cada año, más de la mitad de las divisas que se usan para importar se
gastan en compras de materias primas y maquinarias destinadas a poner en
movimiento y ampliar el aparato productivo nacional, a nutrir la manufactura y
la construcción de infraestructura.
La causa es obvia: dado el
escaso desarrollo industrial del país, estas importaciones no son sustituibles
por productos nacionales. De modo que la actividad en las ramas económicas
fundamentales, su ampliación cada año y los efectos de este crecimiento sobre
la economía dependen de que haya divisas para la importación. Cuando estas
divisas no están ampliamente disponibles en la economía, como comienza a
ocurrir en la actualidad en Bolivia, esta escasez relativa pesa como una
restricción, también relativa, que pone un límite a los procesos productivos
internos y, con ello, al crecimiento global. El país incluso puede verse en la
necesidad de detener temporalmente su crecimiento con el propósito de disminuir
la necesidad de importar y, así, conservar por más tiempo sus reservas de
divisas, de modo que estas cumplan la función financiera, de respaldo
monetario, que también cabe que tengan. Sin suficientes divisas, la única
salida posible es una devaluación, la cual, como hemos explicado, socavaría la
bolivianización y, con ella, todo el modelo de crecimiento actual.
Hace unos días, la
fundación liberal Milenio presentó su habitual informe sobre la economía
boliviana14, en el que se afirma que hoy está «sobre el tapete la necesidad de
ajustar las importaciones, tanto del sector público como del sector privado, lo
cual –inevitablemente– conllevaría un mayor debilitamiento del crecimiento
económico»15.
Esta implicación puede ser
aún de mayor alcance si tomamos en cuenta que otros dos componentes
fundamentales del proceso productivo también tienen que ser importados, es
decir, que se accede a ellos mediante el empleo de divisas: ciertos
combustibles y lubricantes (gasolina, diésel y derivados) con los que Bolivia
no cuenta o que no puede producir en cantidad suficiente en el último tiempo
por la caída general de la actividad hidrocarburífera del país, y el equipo de
transporte, que se importa en su totalidad y que, en parte, se destina a
labores productivas.
Si sumáramos estas
importaciones a las otras, podríamos decir que más o menos 81% de las compras
nacionales en el extranjero son gastos inflexibles del crecimiento, es decir,
gastos que no es posible recortar si al mismo tiempo se desea mantener o
mejorar el ritmo de la expansión económica.
Esta es la razón por la que
hasta ahora el gobierno no procuró tales recortes, pese a la necesidad de
adaptar el nivel de las importaciones al hecho negativo que representó la caída
de los ingresos de divisas por exportaciones desde 2015, el año en que comenzó
la caída de los precios internacionales de las materias primas.
En el programa que presentó
para las elecciones del 20 de octubre, Morales reconoce que el «proceso de
cambio» que dirige se ve desafiado por las turbulencias económicas
internacionales actuales, en particular por la caída de los precios de las
materias primas, y propone medidas que incrementen los ingresos de divisas,
como la expansión del turismo y las exportaciones de electricidad, y otras que
eviten la salida de divisas, como la «sustitución de importaciones» por parte
de empresas estatales.
Sin embargo, no está claro
cómo se ejecutarían estas ideas con la premura necesaria para evitar una
crisis. En principio, si el nuevo gobierno boliviano no tomara ninguna medida,
las reservas se reducirían a un nivel peligroso para su papel de respaldo
financiero en unos tres años, más o menos. En tal caso, antes podría ocurrir un
ataque especulativo que las agotara, generado por la psicología del «escape
hacia el dólar»... Pero es muy improbable que el gobierno no haga nada mientras
ve cómo las reservas se consumen.
Le quedan varios recursos
por emplear antes de que la situación se descontrole: puede obtener divisas
aumentando el endeudamiento externo del país, que todavía es bajo (28% del
pib), lo que parece lo más probable, y también puede tener suerte y encontrar
más gas con alguno de los proyectos de exploración que están en marcha y
aumentar con ello sus ingresos.
Estas soluciones, sin
embargo, para ser tales, dependen críticamente del tiempo que demande su
ejecución frente al tiempo de conservación de un nivel adecuado de reservas
internacionales.
1.
Pablo Ortiz: «Casi la
mitad de las personas aprueba la gestión de Morales» en El Deber, 23/7/2019.
2.
Fundación Milenio:
Informe de Milenio sobre la economía 2019, Fundación Milenio / Fundación Pazos
Kanki, La Paz, 2019.
3.
Ibíd.
4.
P. Ortiz: ob. cit.
5.
Germán Molina: «¿En qué
se gastó el dinero de la bonanza?», Fundación Pazos Kanki, La Paz, 2019
(inédito).
6.
Luis Arce Catacora:
Modelo Económico Social Comunitario Productivo Boliviano (MESCP), Ministerio de
Economía y Finanzas Públicas, La Paz, 2015.
7.
Ibíd.
8.
Ministerio de
Comunicación: «Mensaje presidencial. Informe 12 años de gestión, 22 de enero de
2018», separata de prensa, La Paz, 1/2018.
9.
F. Molina: «La mala
salud de hierro de Bolivia» en El País, 16/12/2018.
10.
L. Arce Catacora: ob.
cit.
11.
L. Arce Catacora: ob.
cit.
12.
Gover Barja, Bernardo
X. Fernández y David Zavaleta: Disminución de precios de los commodities y fuga
de capitales en un contexto de «enfermedad holandesa» y «bendición/maldición de
los recursos naturales»: El caso Bolivia, Universidad Católica Boliviana, La
Paz, 2016.
13.
Instituto Nacional de
Estadística (INE): Resumen estadístico 1/2019.
14.
Fundación Milenio: ob.
cit.
15.
Ibíd.
Este artículo es copia
fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 283, Septiembre - Octubre 2019,
ISSN: 0251-3552
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